Por Irene Benito
02 Agosto 2015
CIRUJA, CARTONERA Y VÍCTIMA DEL PACO. Dora Ibáñez, madre del pañuelo negro, este jueves en una habitación de la escuela Costanera Norte. LA GACETA / Foto de Florencia Zurita
El joven Víctor Cajal se mató hace una semana. Esta muerte lleva a las muertes previas que Dora Ibáñez, cartonera y ciruja, introduce en el umbral de la entrevista: “a ese muchacho lo enterramos el lunes (pasado). Pero enterramos a otro (Camilo Carrizo) el Día del Amigo y a otro (Lucas González) antes del Día del Amigo. Se nos está muriendo uno por semana. En la Costanera hoy hay más droga que nunca”.
Eso significa, según su criterio, que los chicos se crían para convertirse en presas del paco. “El Estado no consigue frenar este círculo venenoso. ¿Entienden lo que pasa? No estamos hablando de perder cosas materiales sino de perder la humanidad”, reflexiona Ibáñez. Y sigue el interrogatorio: “¿quién se hace responsable de estas muertes? ¿Quién será condenado por ellas?”.
La mujer de pelo cortado al ras y facciones endurecidas sabe de lo que habla porque a ella misma se le suicidó un hijo en 2010, Cristian Gustavo Villagra. “Él no tuvo la oportunidad de elegir un final distinto. En esa misma época se mataron como 20”, se lamenta. Después de velar a su hijo, Ibáñez se unió a otras progenitoras víctimas del paco y formaron las Madres del Pañuelo Negro, agrupación diezmada en el presente y casi sin actividad. Los reclamos y protestas del colectivo no impidieron que otros chicos a cargo de Ibáñez comenzaran a drogarse, y que otros hijos y nietos cayeran sucesivamente en las redes de los dealers.
“Nadie lleva la cuenta de las bajas que produce el consumo de la pasta base (de la cocaína). Estamos viviendo un genocidio. Nuestros chicos son los desaparecidos de la democracia”, define sin pestañear la señora, que vive de la basura que junta y clasifica en su casa de la calle Estados Unidos al 1.500.
Algunos dicen que la Costanera es la villa de emergencia más grande de Tucumán; el Programa de Mejoramiento de Barrios (Promeba) calcula que cubre una extensión de 85,6 hectáreas y que cobija a más de 3.000 hogares. Ese órgano informa que los habitantes de la zona están expuestos a la contaminación hídrica superficial y subterránea permanente por la falta de desagües cloacales, y a la presencia de basurales en espacios públicos y cauces de agua. Además, destaca la existencia de animales de tiro, de corrales y de roedores, y coloca a los vecinos la siguiente etiqueta: “población de recolectores-recuperadores informales”. El Promeba afirma que el 77% de los habitantes tiene necesidades básicas insatisfechas y que el índice de “calidad de la situación habitacional” en el área es dos veces más bajo (0,10) que el de San Miguel de Tucumán (0,37).
En términos peatonales, la Costanera queda a no más de 35 cuadras de la Plaza Independencia. A ese barrio marginal por partida doble, donde la pobreza se suma a la proximidad -sin romanticismo- del río Salí, pertenecían Cajal, Carrizo, González, Villagra, Daniel Palavecino (baleado por presuntos dealers en 2012)... “Además de los drogados que se suicidan están los muertos por la violencia: los acuchillados y asesinados con armas, los que se pelean por un ‘papelito’ (de paco). Un adicto se muere fácil y por cualquier cosa”, precisa Ibáñez, que relata sin pelos en la lengua la tragedia de su ecosistema. Entre otros comentarios, menciona que todos saben quiénes cocinan y venden estupefacientes, y que la subsistencia del negocio -pese a lo mucho que se ha dicho en los últimos tiempos- prueba que este goza de protección policial, judicial y política.
Cuando cae el sol
La madre asegura que su frontalidad le deparó enemistades y cuestionamientos. De su discurso surge que el oficialismo y la oposición se disputan a las víctimas de la Costanera, pero ese interés no revierte los males que las destruyen. “Aparecen los psicólogos por el barrio, pero seguimos enterrando a nuestros hijos”, insiste. Para colmo, ciertas familias no asumen que la droga las carcome porque sienten vergüenza. “Y si niegan el problema, no pueden pedir ayuda y es peor”, explica Ibáñez. Y postula: “no necesitamos chapas ni colchones, sino trabajo genuino para que los chicos de la Costanera y de todos los barrios pobres de Tucumán se inserten en la sociedad. Para salir adelante hace falta un ejército de profesionales decididos a sacarnos de este sufrimiento. Hay que prevenir, pero también curar a los enfermos y terminar con los ‘transas’”.
Mientras tanto, la activista de las Madres del Pañuelo Negro describe un panorama de niños, adolescentes, jóvenes y adultos rodeados de mercaderes de la muerte, como los llama la Iglesia, dispuestos a robar para comprar las dosis; deambulantes sin destino que se caen en cualquier parte y terminan confundidos con los residuos que los rodean. “No sé cuál madre se salva de esto. Hay que venir a ver lo que pasa aquí cuando oscurece. Muy pocos se animan”, desafía Ibáñez sentada en la silla que, para esta conversación, facilitó la escuela Costanera Norte.
En la resistencia que oponen la cartonera y su gente escasean los hombres. “Tenemos que pelear contra la droga al mismo tiempo que luchamos para dar de comer a nuestras familias. Si yo no trabajo, nos morimos de hambre”, confiesa. La vida se retira de distintas formas de la Costanera. Un chico con antecedentes de adicciones enterrado por semana en el último tiempo. Más droga que nunca. Ibáñez intenta relatar su realidad, pero no puede abarcarla por completo: los suicidios y las muertes conectadas al paco son, si se quiere, sólo la puerta de acceso a un desastre humanitario candente.
Eso significa, según su criterio, que los chicos se crían para convertirse en presas del paco. “El Estado no consigue frenar este círculo venenoso. ¿Entienden lo que pasa? No estamos hablando de perder cosas materiales sino de perder la humanidad”, reflexiona Ibáñez. Y sigue el interrogatorio: “¿quién se hace responsable de estas muertes? ¿Quién será condenado por ellas?”.
La mujer de pelo cortado al ras y facciones endurecidas sabe de lo que habla porque a ella misma se le suicidó un hijo en 2010, Cristian Gustavo Villagra. “Él no tuvo la oportunidad de elegir un final distinto. En esa misma época se mataron como 20”, se lamenta. Después de velar a su hijo, Ibáñez se unió a otras progenitoras víctimas del paco y formaron las Madres del Pañuelo Negro, agrupación diezmada en el presente y casi sin actividad. Los reclamos y protestas del colectivo no impidieron que otros chicos a cargo de Ibáñez comenzaran a drogarse, y que otros hijos y nietos cayeran sucesivamente en las redes de los dealers.
“Nadie lleva la cuenta de las bajas que produce el consumo de la pasta base (de la cocaína). Estamos viviendo un genocidio. Nuestros chicos son los desaparecidos de la democracia”, define sin pestañear la señora, que vive de la basura que junta y clasifica en su casa de la calle Estados Unidos al 1.500.
Algunos dicen que la Costanera es la villa de emergencia más grande de Tucumán; el Programa de Mejoramiento de Barrios (Promeba) calcula que cubre una extensión de 85,6 hectáreas y que cobija a más de 3.000 hogares. Ese órgano informa que los habitantes de la zona están expuestos a la contaminación hídrica superficial y subterránea permanente por la falta de desagües cloacales, y a la presencia de basurales en espacios públicos y cauces de agua. Además, destaca la existencia de animales de tiro, de corrales y de roedores, y coloca a los vecinos la siguiente etiqueta: “población de recolectores-recuperadores informales”. El Promeba afirma que el 77% de los habitantes tiene necesidades básicas insatisfechas y que el índice de “calidad de la situación habitacional” en el área es dos veces más bajo (0,10) que el de San Miguel de Tucumán (0,37).
En términos peatonales, la Costanera queda a no más de 35 cuadras de la Plaza Independencia. A ese barrio marginal por partida doble, donde la pobreza se suma a la proximidad -sin romanticismo- del río Salí, pertenecían Cajal, Carrizo, González, Villagra, Daniel Palavecino (baleado por presuntos dealers en 2012)... “Además de los drogados que se suicidan están los muertos por la violencia: los acuchillados y asesinados con armas, los que se pelean por un ‘papelito’ (de paco). Un adicto se muere fácil y por cualquier cosa”, precisa Ibáñez, que relata sin pelos en la lengua la tragedia de su ecosistema. Entre otros comentarios, menciona que todos saben quiénes cocinan y venden estupefacientes, y que la subsistencia del negocio -pese a lo mucho que se ha dicho en los últimos tiempos- prueba que este goza de protección policial, judicial y política.
Cuando cae el sol
La madre asegura que su frontalidad le deparó enemistades y cuestionamientos. De su discurso surge que el oficialismo y la oposición se disputan a las víctimas de la Costanera, pero ese interés no revierte los males que las destruyen. “Aparecen los psicólogos por el barrio, pero seguimos enterrando a nuestros hijos”, insiste. Para colmo, ciertas familias no asumen que la droga las carcome porque sienten vergüenza. “Y si niegan el problema, no pueden pedir ayuda y es peor”, explica Ibáñez. Y postula: “no necesitamos chapas ni colchones, sino trabajo genuino para que los chicos de la Costanera y de todos los barrios pobres de Tucumán se inserten en la sociedad. Para salir adelante hace falta un ejército de profesionales decididos a sacarnos de este sufrimiento. Hay que prevenir, pero también curar a los enfermos y terminar con los ‘transas’”.
Mientras tanto, la activista de las Madres del Pañuelo Negro describe un panorama de niños, adolescentes, jóvenes y adultos rodeados de mercaderes de la muerte, como los llama la Iglesia, dispuestos a robar para comprar las dosis; deambulantes sin destino que se caen en cualquier parte y terminan confundidos con los residuos que los rodean. “No sé cuál madre se salva de esto. Hay que venir a ver lo que pasa aquí cuando oscurece. Muy pocos se animan”, desafía Ibáñez sentada en la silla que, para esta conversación, facilitó la escuela Costanera Norte.
En la resistencia que oponen la cartonera y su gente escasean los hombres. “Tenemos que pelear contra la droga al mismo tiempo que luchamos para dar de comer a nuestras familias. Si yo no trabajo, nos morimos de hambre”, confiesa. La vida se retira de distintas formas de la Costanera. Un chico con antecedentes de adicciones enterrado por semana en el último tiempo. Más droga que nunca. Ibáñez intenta relatar su realidad, pero no puede abarcarla por completo: los suicidios y las muertes conectadas al paco son, si se quiere, sólo la puerta de acceso a un desastre humanitario candente.
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