14 Julio 2015
INSPIRADOR. Cibrián Campoy -que el sábado y domingo presentó “El hombre de la Mancha”- charló con los jóvenes, respondió sus preguntas y los hizo reír y pensar con sus consejos. LA GACETA / Foto de Antonio Ferroni.
Entonces Pepe Cibrián Campoy finaliza su introducción. Descruza las piernas -un par de medias beige hace de puente entre su pantalón verde y sus zapatillas charoladas- y las vuelve a cruzar. El mar de rostros frente a él retiene el aliento. El actor, director y dramaturgo -el Quijote más aplaudido del fin de semana tucumano- pronuncia las palabras que tanto han esperado: “bueno, empecemos con sus preguntas”. Lo inmediato es el silencio, un cruce de gestos retraídos. La primera en superar la intimidación que ejerce el maestro es una de las chicas que más cerca se le han sentado, de suéter lila y rodete platinado. “¿Qué importa más en el teatro musical, la afinación o la interpretación?”, dice. Cibrián contesta esa inquietud como hará con todas las que le siguen: con verborragia y mucha gracia. Mejor que todo eso: con sensatez y generosidad.
Están sentados -Pepito y la profesora Claudia Duce en sendas sillas; el resto directamente sobre las tablas- en el escenario del teatro Mercedes Sosa. “No sé cuánto durará esto, dependerá de cómo respondan, de lo que vayamos generando”, advierte el director, en referencia a la clase maestra (ha pedido que la llamen así y no masterclass, “para respetar nuestro idioma tan rico”) organizada por la escuela Chapeau! y Va Producciones. El seminario es sobre teatro musical, pero frente a los jóvenes (casi un centenar) da lecciones que exceden lo netamente actoral o técnico. Da lecciones de vida.
Dice por ejemplo: “para el artista es fundamental ser buena persona. Llegar al teatro y saludar bien a quien vende las entradas, ¡ese es el verdadero protagonista de la obra! Imagínense si el actor tiene mala onda con el telonero, ¡le baja el telón en medio de su monólogo brillante y le caga todo! La gente jodida se va craquelando con el tiempo”.
Los alumnos se ríen, celebran su desfachatez. Se sueltan con las preguntas. Una alza la mano para pedir consejos a quienes recién se están iniciando. “Tienen que ser Quijotes -responde Cibrián-, luchar contra los molinos de viento. Luchar contra las trabas, que son de toda índole, y tener un poquito de talento, con eso alcanza porque el talento se estira”. Más tarde, insistirá en que para los principiantes es crucial informarse, conocer los clásicos. “Una de las líneas de ‘Drácula’ decía ‘es una entelequia, una quimera’. El elenco pasó años repitiendo ese texto hasta que cierta vez, en uno de los ensayos, se me ocurrió preguntarles si conocían qué significaba entelequia. Nadie lo sabía. Por eso digo que hay que saber, entender. Siento que a los jóvenes les falta inquietud y que la misión de los profesores de teatro debe ser generar esa inquietud. En este momento ustedes son primitivos, cavernícolas. Infórmense, lean. Eso les genera pensamiento y vocabulario. Si no, no son nada”.
Hay dudas que no surgen, pero que Cibrián contesta igual. Nadie le ha preguntado, por ejemplo, acerca de la conveniencia de probar suerte en Buenos Aires, pero él sostiene: “creo que uno debe quedarse en su lugar. Buenos Aires no es tan mágico como muchos se imaginan. ¿Quién de la Capital trasciende en algo en el exterior? Pocos. A algunos no los conocen ni en Bolivia”.
Agregará entonces el dramaturgo que, en su caso, la fórmula ha sido luchar contra todos los obstáculos y ser consciente de que, antes de llenar un gran teatro, había que trabajar en “sótanos felices”. “Hoy hay una fantasía de que se deben presentar producciones costosas cuando lo fundamental es que lo que pase en la obra sea interesante. El teatro tiene que ser excitación, estar acompañado de vértigo. Hace falta un teatro que golpee más”.
Antes de pasar a la ronda de ejercicios físicos (a cargo de Duce), Cibrián pide una última pregunta. Alguien quiere saber cómo es capaz de transformar un clásico impecable en una versión teatral todavía más impecable. El maestro contesta con un sincero “no lo sé, mi amor”, para luego aventurar que tal vez todo resida en su genialidad. “Lo digo con humildad, que es una cualidad que reside en escuchar opiniones. El necio, el creído, no escucha a nadie”.
La clase sonríe. Mientras Duce los instruye sobre cómo pararse y respirar, las lecciones de Pepito todavía resuenan en sus oídos.
Están sentados -Pepito y la profesora Claudia Duce en sendas sillas; el resto directamente sobre las tablas- en el escenario del teatro Mercedes Sosa. “No sé cuánto durará esto, dependerá de cómo respondan, de lo que vayamos generando”, advierte el director, en referencia a la clase maestra (ha pedido que la llamen así y no masterclass, “para respetar nuestro idioma tan rico”) organizada por la escuela Chapeau! y Va Producciones. El seminario es sobre teatro musical, pero frente a los jóvenes (casi un centenar) da lecciones que exceden lo netamente actoral o técnico. Da lecciones de vida.
Dice por ejemplo: “para el artista es fundamental ser buena persona. Llegar al teatro y saludar bien a quien vende las entradas, ¡ese es el verdadero protagonista de la obra! Imagínense si el actor tiene mala onda con el telonero, ¡le baja el telón en medio de su monólogo brillante y le caga todo! La gente jodida se va craquelando con el tiempo”.
Los alumnos se ríen, celebran su desfachatez. Se sueltan con las preguntas. Una alza la mano para pedir consejos a quienes recién se están iniciando. “Tienen que ser Quijotes -responde Cibrián-, luchar contra los molinos de viento. Luchar contra las trabas, que son de toda índole, y tener un poquito de talento, con eso alcanza porque el talento se estira”. Más tarde, insistirá en que para los principiantes es crucial informarse, conocer los clásicos. “Una de las líneas de ‘Drácula’ decía ‘es una entelequia, una quimera’. El elenco pasó años repitiendo ese texto hasta que cierta vez, en uno de los ensayos, se me ocurrió preguntarles si conocían qué significaba entelequia. Nadie lo sabía. Por eso digo que hay que saber, entender. Siento que a los jóvenes les falta inquietud y que la misión de los profesores de teatro debe ser generar esa inquietud. En este momento ustedes son primitivos, cavernícolas. Infórmense, lean. Eso les genera pensamiento y vocabulario. Si no, no son nada”.
Hay dudas que no surgen, pero que Cibrián contesta igual. Nadie le ha preguntado, por ejemplo, acerca de la conveniencia de probar suerte en Buenos Aires, pero él sostiene: “creo que uno debe quedarse en su lugar. Buenos Aires no es tan mágico como muchos se imaginan. ¿Quién de la Capital trasciende en algo en el exterior? Pocos. A algunos no los conocen ni en Bolivia”.
Agregará entonces el dramaturgo que, en su caso, la fórmula ha sido luchar contra todos los obstáculos y ser consciente de que, antes de llenar un gran teatro, había que trabajar en “sótanos felices”. “Hoy hay una fantasía de que se deben presentar producciones costosas cuando lo fundamental es que lo que pase en la obra sea interesante. El teatro tiene que ser excitación, estar acompañado de vértigo. Hace falta un teatro que golpee más”.
Antes de pasar a la ronda de ejercicios físicos (a cargo de Duce), Cibrián pide una última pregunta. Alguien quiere saber cómo es capaz de transformar un clásico impecable en una versión teatral todavía más impecable. El maestro contesta con un sincero “no lo sé, mi amor”, para luego aventurar que tal vez todo resida en su genialidad. “Lo digo con humildad, que es una cualidad que reside en escuchar opiniones. El necio, el creído, no escucha a nadie”.
La clase sonríe. Mientras Duce los instruye sobre cómo pararse y respirar, las lecciones de Pepito todavía resuenan en sus oídos.
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