Por Carlos Páez de la Torre H
03 Mayo 2015
FORTUNATA GARCÍA DE GARCÏA. La dama tucumana que sacó de la pica la cabeza de Avellaneda.
Es conocido que el 3 de octubre de 1841, en el paraje salteño de Metán y por orden del general Manuel Oribe, fue degollado el doctor Marco Manuel de Avellaneda, líder de la Liga del Norte. Esta coalición agrupaba a Tucumán, Salta, Jujuy, Catamarca y La Rioja, contra Juan Manuel de Rosas. Había osado quitarle, al todopoderoso gobernador de Buenos Aires, el manejo de las relaciones exteriores de la Confederación.
Hemos publicado otras veces (últimamente, en LA GACETA del 31 de diciembre de 2011), los atroces detalles de esta ejecución, llevada a cabo en el campamento federal y sin forma alguna de juicio. Además de Avellaneda, fueron ejecutados los oficiales José María Vilela, Lucio Casas, Gabriel Suárez, José Espejo y Leonardo Souza. En oficio a Rosas de ese mismo día, Oribe informaba complacido sobre la matanza, y expresaba que “mandé cortar la cabeza” al “salvaje unitario Avellaneda”, y ella “será colocada a la expectación de los habitantes en la plaza pública de la ciudad de Tucumán”.
La tradición
Esto es lo documentado. De aquí en adelante, habla la tradición, cuyas versiones merecen examinarse. Esa tradición afirma, inveteradamente, que la señora Fortunata García de García se las arregló para que una noche fuera sacado, de la pica donde se exponía, el sangriento trofeo, y recibiera sepultura. La dama tenía entonces 39 años y era viuda desde 1834 del ex gobernador, doctor Domingo García.
Aceptado este hecho, creemos de interés examinar sus detalles con cierta detención. En su muy documentado libro de 1977, “Alejandro Heredia I. Marco Avellaneda II. Tucumán 1838-1841” el historiador Juan M. Méndez Avellaneda transcribe las diversas versiones sobre el episodio. Las sintetizamos. Las dos primeras son de historiadores
Para Adolfo Saldías, doña Fortunata no sacó ella misma la cabeza de su sitio, sino que, tras insistentes ruegos, convenció a un tal coronel Carballo (oficial federal que se había visto obligada a alojar en su casa) para que lo hiciera. La noche en que Oribe y su ejército se retiraban, Carballo cumplió el pedido. Entregó a doña Fortunata la cabeza envuelta en una manta. Ella, luego de lavarla y perfumarla, la depositó en un cofre. A la noche siguiente, le dio sepultura.
Varias versiones
Paul Groussac, en cambio (recogiendo sin duda lo que escuchó en Tucumán en la década de 1870), no menciona a Carballo, y afirma que fue la señora quien extrajo personalmente la cabeza. La versión de Saldías concuerda con la que sostenía doña Silvia García de Sal. Aunque, según ella, no actuó Carballo personalmente, sino un sargento que ese coronel tenía a sus órdenes.
Añadía que el hombre entregó la cabeza a un grupo integrado por Carballo, doña Fortunata y dos de sus hermanas, quienes se llevaron la cabeza, obviamente ya en estado de descomposición. Pero otra versión, de don Pedro G. Sal, insistía en que fue Carballo el autor. Y que lo acompañaba don Agustín Sal, quien habría ocultado la cabeza bajo su capa.
La inhumación
El lugar donde, después de estos trances, quedó inhumada por décadas la cabeza de Avellaneda, tampoco está claro. Dice Groussac que doña Fortunata la depositó en la vieja “Casa de Jesús”, beaterío ubicado donde hoy se alza el colegio de las Hermanas Esclavas, en Alberdi y Lavalle. La citada señora de Sal, decía, en cambio, que se la enterró en el cementerio viejo de la calle Mendoza, que ocupaba el solar donde luego se edificó El Buen Pastor.
Doña Rosa Esteves sostenía lo mismo. Pero agregaba que, antes, la cabeza estuvo oculta detrás del altar mayor de San Francisco, “envuelta en un pañuelo de espumilla”, hasta que el avance de la descomposición obligó a encargar al panteonero, de apellido Sublin, que la inhumase en el cementerio. Para terminar con estas versiones, Eloisa García narraba que la cabeza estuvo un tiempo oculta en casa de los García, “detrás de un cuadro”, y que luego Fray Agustín Romero la escondió en San Francisco.
“Tan querida”
En la correspondencia –que se conoce- de la familia Avellaneda, solamente hay una mención de doña Fortunata. El 16 de setiembre de 1940, en un artículo de LA GACETA, se publicó el párrafo final de una carta de Nicolás Avellaneda, hijo del mártir, dirigida al doctor Próspero García –hijo de doña Fortunata- y fechada 16 de setiembre de 1869. Decía: “le pido dé mis afectuosos recuerdos a Misia Fortunata, tan querida para nosotros”.
El historiador Méndez Avellaneda, quien compiló casi todas estas versiones, publicó en su libro –como único documento obtenido al respecto hasta entonces- la carta que un hijo del prócer, el doctor Marco Avellaneda, enviaba desde Buenos Aires a su hermano Eudoro, que residía en Tucumán, el 18 de febrero de 1888.
En la Recoleta
Le decía: “me acuerdo con remordimiento que hace dos años que está terminado el sepulcro de nuestro padre y que aun no hemos traído su cabeza, que es lo único que conservamos de sus restos. Te pido encarecidamente que inmediatamente de recibir esta carta, mandes a hacer una urna, todo lo mejor que pueda hacerse, cargándome su importe en cuenta, porque a mi, como soy el mayor de sus hijos, me corresponde la satisfacción de hacer este gasto”. Le indicaba que luego trajese la urna a Buenos Aires para sepultarle en La Recoleta, “modesta y sencillamente, con la sola presencia de las personas de la familia”.
La cabeza de Avellaneda descansa hoy en La Recoleta, en un alto panteón coronado por la estatua del “Mártir de Metán”. En la gran placa de la base, se lee: “Marco M. de Avellaneda. Gobernador de Tucumán. Promotor de la Liga de las Provincias del Norte contra Rosas. Fue degollado en Metán el 3 de octubre de 1841 por los seides del tirano, a los 27 años de edad”.
El rostro paterno
Ahora bien, ¿cómo era físicamente, el “Mártir de Metán”? Por muchos años, sus deudos no tuvieron retrato alguno. Sin embargo existía una efigie, dibujada por el ingeniero Carlos Enrique Pellegrini. En “Reflejos autobiográficos de Marco M. de Avellaneda”, Juan B. Terán menta la anécdota del hallazgo, reproduciendo, dice, “a uno de sus biógrafos”.
En 1871, su hijo, Nicolás Avellaneda, entonces ministro de la presidencia Sarmiento, estaba descansando en su casa. Tocó la puerta un hombre, insistió en verlo y finalmente Avellaneda lo recibió en el dormitorio. Sin querer sentarse, el visitante dijo: “Señor, mi hermana que acaba de morir, me ha encargado ponga en sus manos este paquete, y yo, creyéndolo de interés para usted, me he apresurado en cumplir sus disposiciones”.
El paquete contenía “unos versos, dos pares de guantes y un retrato en miniatura, todo perteneciente al joven Marco Manuel de Avellaneda”, escribe Terán. Comenta que esa mujer “había sido la novia de sus primeros años, el objeto de los ensueños felices de su adolescencia. Ella se conservó fiel hasta el último instante y sólo la muerte pudo arrebatarle esas prendas queridas del ser amado”.
Óleo de Valdez
La familia conoció entonces, por fin, el rostro de Marco. En 1987, en LA GACETA Literaria, publicamos una carta inédita hasta entonces, fechada 3 de julio de 1909, firmada por Marco Avellaneda hijo y dirigida a don Pedro Alurralde. Este, como presidente del Senado de la Provincia, le había solicitado un retrato de su padre prócer. Quería hacer confeccionar ese gran óleo, obra de Aniceto Valdez, que tantos años presidiría el recinto de la Legislatura.
Le decía que “mi familia no ha tenido de mi padre sino un retrato en miniatura que fue sacado el día que recibió su título de doctor”. Suponemos que se refería a la miniatura de Pellegrini. Agregaba que “debe ser de una gran semejanza, porque el año de 1880 lo reconoció en el momento de verlo el doctor Alberdi, quien me avisó la época en que había sido hecho. De esa miniatura se tomaron dos retratos al óleo, uno que tienen los hijos de mi hermano Nicolás y otro yo. Después hicimos las fotografías que usted ha visto en las obras de Alberdi”.
Hace unos años, apareció un retrato de Marco Avellaneda totalmente distinto. Su propietario, Horacio J. Peña, lo adquirió en un remate como obra del pintor tucumano Ignacio Baz, y lo describió, con la foto respectiva, en un artículo. Al dorso llevaba pintada la leyenda “Obsequio a la amistad… Lules. I. Baz”. Es un rostro completamente diferente al de la miniatura. Esta, por las referencias citadas, nos parece más confiable.
Hemos publicado otras veces (últimamente, en LA GACETA del 31 de diciembre de 2011), los atroces detalles de esta ejecución, llevada a cabo en el campamento federal y sin forma alguna de juicio. Además de Avellaneda, fueron ejecutados los oficiales José María Vilela, Lucio Casas, Gabriel Suárez, José Espejo y Leonardo Souza. En oficio a Rosas de ese mismo día, Oribe informaba complacido sobre la matanza, y expresaba que “mandé cortar la cabeza” al “salvaje unitario Avellaneda”, y ella “será colocada a la expectación de los habitantes en la plaza pública de la ciudad de Tucumán”.
La tradición
Esto es lo documentado. De aquí en adelante, habla la tradición, cuyas versiones merecen examinarse. Esa tradición afirma, inveteradamente, que la señora Fortunata García de García se las arregló para que una noche fuera sacado, de la pica donde se exponía, el sangriento trofeo, y recibiera sepultura. La dama tenía entonces 39 años y era viuda desde 1834 del ex gobernador, doctor Domingo García.
Aceptado este hecho, creemos de interés examinar sus detalles con cierta detención. En su muy documentado libro de 1977, “Alejandro Heredia I. Marco Avellaneda II. Tucumán 1838-1841” el historiador Juan M. Méndez Avellaneda transcribe las diversas versiones sobre el episodio. Las sintetizamos. Las dos primeras son de historiadores
Para Adolfo Saldías, doña Fortunata no sacó ella misma la cabeza de su sitio, sino que, tras insistentes ruegos, convenció a un tal coronel Carballo (oficial federal que se había visto obligada a alojar en su casa) para que lo hiciera. La noche en que Oribe y su ejército se retiraban, Carballo cumplió el pedido. Entregó a doña Fortunata la cabeza envuelta en una manta. Ella, luego de lavarla y perfumarla, la depositó en un cofre. A la noche siguiente, le dio sepultura.
Varias versiones
Paul Groussac, en cambio (recogiendo sin duda lo que escuchó en Tucumán en la década de 1870), no menciona a Carballo, y afirma que fue la señora quien extrajo personalmente la cabeza. La versión de Saldías concuerda con la que sostenía doña Silvia García de Sal. Aunque, según ella, no actuó Carballo personalmente, sino un sargento que ese coronel tenía a sus órdenes.
Añadía que el hombre entregó la cabeza a un grupo integrado por Carballo, doña Fortunata y dos de sus hermanas, quienes se llevaron la cabeza, obviamente ya en estado de descomposición. Pero otra versión, de don Pedro G. Sal, insistía en que fue Carballo el autor. Y que lo acompañaba don Agustín Sal, quien habría ocultado la cabeza bajo su capa.
La inhumación
El lugar donde, después de estos trances, quedó inhumada por décadas la cabeza de Avellaneda, tampoco está claro. Dice Groussac que doña Fortunata la depositó en la vieja “Casa de Jesús”, beaterío ubicado donde hoy se alza el colegio de las Hermanas Esclavas, en Alberdi y Lavalle. La citada señora de Sal, decía, en cambio, que se la enterró en el cementerio viejo de la calle Mendoza, que ocupaba el solar donde luego se edificó El Buen Pastor.
Doña Rosa Esteves sostenía lo mismo. Pero agregaba que, antes, la cabeza estuvo oculta detrás del altar mayor de San Francisco, “envuelta en un pañuelo de espumilla”, hasta que el avance de la descomposición obligó a encargar al panteonero, de apellido Sublin, que la inhumase en el cementerio. Para terminar con estas versiones, Eloisa García narraba que la cabeza estuvo un tiempo oculta en casa de los García, “detrás de un cuadro”, y que luego Fray Agustín Romero la escondió en San Francisco.
“Tan querida”
En la correspondencia –que se conoce- de la familia Avellaneda, solamente hay una mención de doña Fortunata. El 16 de setiembre de 1940, en un artículo de LA GACETA, se publicó el párrafo final de una carta de Nicolás Avellaneda, hijo del mártir, dirigida al doctor Próspero García –hijo de doña Fortunata- y fechada 16 de setiembre de 1869. Decía: “le pido dé mis afectuosos recuerdos a Misia Fortunata, tan querida para nosotros”.
El historiador Méndez Avellaneda, quien compiló casi todas estas versiones, publicó en su libro –como único documento obtenido al respecto hasta entonces- la carta que un hijo del prócer, el doctor Marco Avellaneda, enviaba desde Buenos Aires a su hermano Eudoro, que residía en Tucumán, el 18 de febrero de 1888.
En la Recoleta
Le decía: “me acuerdo con remordimiento que hace dos años que está terminado el sepulcro de nuestro padre y que aun no hemos traído su cabeza, que es lo único que conservamos de sus restos. Te pido encarecidamente que inmediatamente de recibir esta carta, mandes a hacer una urna, todo lo mejor que pueda hacerse, cargándome su importe en cuenta, porque a mi, como soy el mayor de sus hijos, me corresponde la satisfacción de hacer este gasto”. Le indicaba que luego trajese la urna a Buenos Aires para sepultarle en La Recoleta, “modesta y sencillamente, con la sola presencia de las personas de la familia”.
La cabeza de Avellaneda descansa hoy en La Recoleta, en un alto panteón coronado por la estatua del “Mártir de Metán”. En la gran placa de la base, se lee: “Marco M. de Avellaneda. Gobernador de Tucumán. Promotor de la Liga de las Provincias del Norte contra Rosas. Fue degollado en Metán el 3 de octubre de 1841 por los seides del tirano, a los 27 años de edad”.
El rostro paterno
Ahora bien, ¿cómo era físicamente, el “Mártir de Metán”? Por muchos años, sus deudos no tuvieron retrato alguno. Sin embargo existía una efigie, dibujada por el ingeniero Carlos Enrique Pellegrini. En “Reflejos autobiográficos de Marco M. de Avellaneda”, Juan B. Terán menta la anécdota del hallazgo, reproduciendo, dice, “a uno de sus biógrafos”.
En 1871, su hijo, Nicolás Avellaneda, entonces ministro de la presidencia Sarmiento, estaba descansando en su casa. Tocó la puerta un hombre, insistió en verlo y finalmente Avellaneda lo recibió en el dormitorio. Sin querer sentarse, el visitante dijo: “Señor, mi hermana que acaba de morir, me ha encargado ponga en sus manos este paquete, y yo, creyéndolo de interés para usted, me he apresurado en cumplir sus disposiciones”.
El paquete contenía “unos versos, dos pares de guantes y un retrato en miniatura, todo perteneciente al joven Marco Manuel de Avellaneda”, escribe Terán. Comenta que esa mujer “había sido la novia de sus primeros años, el objeto de los ensueños felices de su adolescencia. Ella se conservó fiel hasta el último instante y sólo la muerte pudo arrebatarle esas prendas queridas del ser amado”.
Óleo de Valdez
La familia conoció entonces, por fin, el rostro de Marco. En 1987, en LA GACETA Literaria, publicamos una carta inédita hasta entonces, fechada 3 de julio de 1909, firmada por Marco Avellaneda hijo y dirigida a don Pedro Alurralde. Este, como presidente del Senado de la Provincia, le había solicitado un retrato de su padre prócer. Quería hacer confeccionar ese gran óleo, obra de Aniceto Valdez, que tantos años presidiría el recinto de la Legislatura.
Le decía que “mi familia no ha tenido de mi padre sino un retrato en miniatura que fue sacado el día que recibió su título de doctor”. Suponemos que se refería a la miniatura de Pellegrini. Agregaba que “debe ser de una gran semejanza, porque el año de 1880 lo reconoció en el momento de verlo el doctor Alberdi, quien me avisó la época en que había sido hecho. De esa miniatura se tomaron dos retratos al óleo, uno que tienen los hijos de mi hermano Nicolás y otro yo. Después hicimos las fotografías que usted ha visto en las obras de Alberdi”.
Hace unos años, apareció un retrato de Marco Avellaneda totalmente distinto. Su propietario, Horacio J. Peña, lo adquirió en un remate como obra del pintor tucumano Ignacio Baz, y lo describió, con la foto respectiva, en un artículo. Al dorso llevaba pintada la leyenda “Obsequio a la amistad… Lules. I. Baz”. Es un rostro completamente diferente al de la miniatura. Esta, por las referencias citadas, nos parece más confiable.