22 Marzo 2015
YA PASÓ. Natalia, con sus tres hijos. Hace siete años, Nathanael (anteojos) pudo haber muerto intoxicado. la gaceta / foto de franco vera
En la cocina de la casa hay un chico inquieto y curioso que tiene los ojos como el dos de oro. Apenas termina de comer un guiso, se levanta. Busca una hoja y pinta un dibujo. Corre a la vuelta de la mesa. Tose un poco. Y sigue jugando con sus dos hermanitos más pequeños. Su vitalidad es el mejor síntoma que puede tener. Hace siete años estuvo gravísimo, al borde de la muerte, después de haber inhalado purpurina. Nathanael Barraza fue el primer paciente tucumano que logró sobrevivir a una intoxicación con esta peligrosa sustancia con componentes metálicos que se adhieren a las vías respiratorias y ponen en jaque al organismo.
“Es increíble lo que pasó con él, nadie sabía qué tenía. Pensé que se podía morir en cualquier momento”, dice Natalia Alderete, de 31 años. Se le caen las lágrimas cuando mira a su pequeño de casi ocho años. De tanto andar de médico en médico, lo apodaron “el chico purpurina Barraza”. Este sobrenombre, por suerte, es la única secuela que le dejó aquel episodio ocurrido en julio del 2008.
“Le hago los estudios todos los años y su pulmón está perfecto”, relata la mamá, relajada. Cuenta que todo comenzó en la casa de su madre, a pocos metros de su domicilio, en Delfín Gallo (un pueblo ubicado al este de la provincia, a media hora de la capital). “Yo usaba purpurina cuando estaba en la primaria. El pequeño recipiente, que no tenía ni la mitad de la sustancia había quedado guardado en un armario. Lo curioso es que tres días antes del hecho, mientras hacíamos una limpieza de la casa, mi mamá me preguntó si lo tiraba y dudé; así que quedó guardado ahí”, detalla.
Nathanael estaba aprendiendo a caminar. Había ido de visita a la casa de su abuela. Se ayudaba con las paredes para moverse de un lado a otro. Así llegó al dormitorio, abrió el armario, tomó ese atractivo frasquito con contenido brillante y lo destapó con la boca. Natalia, que estaba en el baño, sintió el grito de su hermana y cuando salió vio al bebé lleno de purpurina.
“No pensé que podía ser tan grave. Noté que estaba agitado. Le empezó a faltar el aire. Le quise dar la mamadera, pero no la aceptó. Salimos corriendo al CAPS. Por suerte había una ambulancia, aunque no tenía oxígeno. Fueron los minutos más largos de mi vida. Sentía que mi bebé no sobrevivía; estaba morado”, detalla.
Cuando llegaron al hospital de Niños, Nathanael fue derecho a la terapia intensiva. Entonces, comenzó la otra pesadilla para los papás. Los interrogaron una y otra vez y casi caen presos sospechados de querer envenenar a su hijo, relata la joven mamá.
“Todo era muy nuevo. Habían tenido otro caso, cinco años antes; pero falleció inmediatamente. Nathanael enfrentó a los médicos a un gran desafío. Había 50 profesionales alrededor de su cama debatiendo qué hacer. Nadie sabía cómo tratarlo. Empezaron a llamar a todos los hospitales del país. Era desesperante para mí ver esa ignorancia. Estaba en juego la vida de mi hijo”, recuerda.
Los días pasaban y la angustia crecía. “La purpurina le estaba comiendo los glóbulos rojos. Le hicimos cinco transfusiones de sangre. Un mes después, seguía despidiendo esta maldita sustancia por la nariz y por la boca”, recuerda la mamá.
Esos 30 días en el hospital fueron los peores de su vida para esta madre primeriza y para su esposo, Roque Barraza. Rezaban todo el día. Y todas las noches. Siempre tuvieron esperanza. Es más, ellos están seguros de que Dios rescató a Nathanael de la muerte. “Cuando le dieron el alta, no me quedé tranquila hasta que le hice todos los estudios”, cuenta.
Increíble
“Ahora me volví obsesiva de que no haya nada riesgoso en casa. No puedo creer la peligrosidad de esta sustancia y lo que menos puedo creer es que se siga vendiendo. Muchas veces vas a comprar brillantina y si no hay te ofrecen purpurina cuando no es lo mismo”, se queja.
De tanto investigar lo que sufrió su hijo, Natalia se convirtió en especialista en el tema. A fines del año pasado, se comunicó con la mamá de Mauro López Banegas, el nene de 7 años que falleció intoxicado con purpurina en Santiago del Estero. “Quería darle tranquilidad; lamentablemente ese caso tuvo el peor final”, dice.
Nathanael percibe que es el protagonista de la entrevista, pero se hace el distraído. Esconde la mirada detrás de sus anteojos con marco azul y sigue dibujando. La mamá lo mira y confiesa: “él le hizo conocer a los médicos tucumanos lo que era la purpurina. A veces, no puedo creer que esté aquí”.
“Es increíble lo que pasó con él, nadie sabía qué tenía. Pensé que se podía morir en cualquier momento”, dice Natalia Alderete, de 31 años. Se le caen las lágrimas cuando mira a su pequeño de casi ocho años. De tanto andar de médico en médico, lo apodaron “el chico purpurina Barraza”. Este sobrenombre, por suerte, es la única secuela que le dejó aquel episodio ocurrido en julio del 2008.
“Le hago los estudios todos los años y su pulmón está perfecto”, relata la mamá, relajada. Cuenta que todo comenzó en la casa de su madre, a pocos metros de su domicilio, en Delfín Gallo (un pueblo ubicado al este de la provincia, a media hora de la capital). “Yo usaba purpurina cuando estaba en la primaria. El pequeño recipiente, que no tenía ni la mitad de la sustancia había quedado guardado en un armario. Lo curioso es que tres días antes del hecho, mientras hacíamos una limpieza de la casa, mi mamá me preguntó si lo tiraba y dudé; así que quedó guardado ahí”, detalla.
Nathanael estaba aprendiendo a caminar. Había ido de visita a la casa de su abuela. Se ayudaba con las paredes para moverse de un lado a otro. Así llegó al dormitorio, abrió el armario, tomó ese atractivo frasquito con contenido brillante y lo destapó con la boca. Natalia, que estaba en el baño, sintió el grito de su hermana y cuando salió vio al bebé lleno de purpurina.
“No pensé que podía ser tan grave. Noté que estaba agitado. Le empezó a faltar el aire. Le quise dar la mamadera, pero no la aceptó. Salimos corriendo al CAPS. Por suerte había una ambulancia, aunque no tenía oxígeno. Fueron los minutos más largos de mi vida. Sentía que mi bebé no sobrevivía; estaba morado”, detalla.
Cuando llegaron al hospital de Niños, Nathanael fue derecho a la terapia intensiva. Entonces, comenzó la otra pesadilla para los papás. Los interrogaron una y otra vez y casi caen presos sospechados de querer envenenar a su hijo, relata la joven mamá.
“Todo era muy nuevo. Habían tenido otro caso, cinco años antes; pero falleció inmediatamente. Nathanael enfrentó a los médicos a un gran desafío. Había 50 profesionales alrededor de su cama debatiendo qué hacer. Nadie sabía cómo tratarlo. Empezaron a llamar a todos los hospitales del país. Era desesperante para mí ver esa ignorancia. Estaba en juego la vida de mi hijo”, recuerda.
Los días pasaban y la angustia crecía. “La purpurina le estaba comiendo los glóbulos rojos. Le hicimos cinco transfusiones de sangre. Un mes después, seguía despidiendo esta maldita sustancia por la nariz y por la boca”, recuerda la mamá.
Esos 30 días en el hospital fueron los peores de su vida para esta madre primeriza y para su esposo, Roque Barraza. Rezaban todo el día. Y todas las noches. Siempre tuvieron esperanza. Es más, ellos están seguros de que Dios rescató a Nathanael de la muerte. “Cuando le dieron el alta, no me quedé tranquila hasta que le hice todos los estudios”, cuenta.
Increíble
“Ahora me volví obsesiva de que no haya nada riesgoso en casa. No puedo creer la peligrosidad de esta sustancia y lo que menos puedo creer es que se siga vendiendo. Muchas veces vas a comprar brillantina y si no hay te ofrecen purpurina cuando no es lo mismo”, se queja.
De tanto investigar lo que sufrió su hijo, Natalia se convirtió en especialista en el tema. A fines del año pasado, se comunicó con la mamá de Mauro López Banegas, el nene de 7 años que falleció intoxicado con purpurina en Santiago del Estero. “Quería darle tranquilidad; lamentablemente ese caso tuvo el peor final”, dice.
Nathanael percibe que es el protagonista de la entrevista, pero se hace el distraído. Esconde la mirada detrás de sus anteojos con marco azul y sigue dibujando. La mamá lo mira y confiesa: “él le hizo conocer a los médicos tucumanos lo que era la purpurina. A veces, no puedo creer que esté aquí”.
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