Por LA GACETA
11 Marzo 2015
Desde hace mucho tiempo se vienen registrando hechos delictivos en los establecimientos escolares de Tucumán -tanto de la Capital como del interior- que generan perjuicios enormes. Sin embargo, este año, la virulencia de los desmanes vino acompañada también por el abandono. Un ejemplo de esto es la Escuela 253 (Estado de Israel), ubicada en avenida Alem al 3.500, en Los Chañaritos, que en enero y febrero fue vandalizada y perdió hasta sus sanitarios. Los ladrones se llevaron también todos los artefactos eléctricos, que incluyen los tableros de comando, los tubos fluorescentes, los focos y los artefactos lumínicos, además de puertas. La falta de energía dejó sin funcionamiento la bomba de agua y, por lo tanto, el establecimiento no puede funcionar con un mínimo de higiene. No obstante, las autoridades educativas hicieron el acto de inicio de clases la semana pasada, pero minutos después, la escuela fue tomada por los padres, que reclaman la presencia de la ministra de Educación. Piden, sobre todo, el nombramiento de un sereno.
Pero esta escuela no es la única que sufrió los embates de un vandalismo que, lejos de menguar, crece desbocadamente sin que las autoridades consigan implementar un plan de contención básico para frenar los desmanes. En diciembre, en el colegio Cooperativa Nuestra Señora de Itatí, en Lastenia, vándalos no identificados ingresaron por la noche y se llevaron 30 sillas de una de las aulas. Al otro día, los estudiantes tuvieron que tomar clases sentados en el piso. Pero lo más indignante es que éste fue el octavo robo que sufrió la escuela, que al culminar su año escolar ya había sido despojada sistemáticamente de cortinas, ventiladores, equipos de audio, sillas y matafuegos, entre otras elementos. Esto debe ser analizado no solamente desde el punto de vista del daño que se ocasiona al ya precario sistema educativo, sino también el de las motivaciones de quienes, con tanto vandalismo, roban y destruyen una propiedad común que en otros tiempos era inviolable, porque era considerada un bien invalorable para la niñez y adolescencia. Los ataques -no se los puede describir de otra forma-, robos y daños contra los edificios escolares, tienen que ver también con una forma de rechazo al sistema, producto de una marginación que va más allá de lo económico para internarse en lo cultural, y la violencia que se desata en esos lugares pinta bien a las claras el tipo de mal que aqueja a muchos integrantes de nuestra sociedad. Hace unos meses, ante la proliferación de los robos en las escuelas, el secretario de Seguridad había declarado que no se puede poner un policía por escuela y que en muchos casos se trataba de problemas de falencias sociales. Dijo también que con el Ministerio de Educación se había propuesto un sistema de “corredores escolares” y que “los padres no quisieron colaborar ni siquiera con la seguridad de la escuela a la que asisten sus hijos”. Con esto, el funcionario diluyó la responsabilidad de un Estado que ha desmantelado a las escuelas de conserjes y de cuidadores, y que evidentemente no ha encontrado la forma de resolver esas falencias sociales con la integración entre la escuela y la comunidad en la que está inserta. En algunos casos, los vecinos ni siquiera sienten una pertenencia hacia la escuela. Parece increíble que en todos estos años no se haya diseñado un plan para proteger los establecimientos educativos. Por eso, al inicio del año escolar es oportuno advertir la necesidad de debatir la situación para resolverla de una vez por todas.
Pero esta escuela no es la única que sufrió los embates de un vandalismo que, lejos de menguar, crece desbocadamente sin que las autoridades consigan implementar un plan de contención básico para frenar los desmanes. En diciembre, en el colegio Cooperativa Nuestra Señora de Itatí, en Lastenia, vándalos no identificados ingresaron por la noche y se llevaron 30 sillas de una de las aulas. Al otro día, los estudiantes tuvieron que tomar clases sentados en el piso. Pero lo más indignante es que éste fue el octavo robo que sufrió la escuela, que al culminar su año escolar ya había sido despojada sistemáticamente de cortinas, ventiladores, equipos de audio, sillas y matafuegos, entre otras elementos. Esto debe ser analizado no solamente desde el punto de vista del daño que se ocasiona al ya precario sistema educativo, sino también el de las motivaciones de quienes, con tanto vandalismo, roban y destruyen una propiedad común que en otros tiempos era inviolable, porque era considerada un bien invalorable para la niñez y adolescencia. Los ataques -no se los puede describir de otra forma-, robos y daños contra los edificios escolares, tienen que ver también con una forma de rechazo al sistema, producto de una marginación que va más allá de lo económico para internarse en lo cultural, y la violencia que se desata en esos lugares pinta bien a las claras el tipo de mal que aqueja a muchos integrantes de nuestra sociedad. Hace unos meses, ante la proliferación de los robos en las escuelas, el secretario de Seguridad había declarado que no se puede poner un policía por escuela y que en muchos casos se trataba de problemas de falencias sociales. Dijo también que con el Ministerio de Educación se había propuesto un sistema de “corredores escolares” y que “los padres no quisieron colaborar ni siquiera con la seguridad de la escuela a la que asisten sus hijos”. Con esto, el funcionario diluyó la responsabilidad de un Estado que ha desmantelado a las escuelas de conserjes y de cuidadores, y que evidentemente no ha encontrado la forma de resolver esas falencias sociales con la integración entre la escuela y la comunidad en la que está inserta. En algunos casos, los vecinos ni siquiera sienten una pertenencia hacia la escuela. Parece increíble que en todos estos años no se haya diseñado un plan para proteger los establecimientos educativos. Por eso, al inicio del año escolar es oportuno advertir la necesidad de debatir la situación para resolverla de una vez por todas.
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