Por Federico Türpe
07 Marzo 2015
Cuando algunos opositores afirman, tanto a nivel nacional como provincial, que este ha sido el gobierno más corrupto de la historia, la mitad es verdad y la otra mitad es mentira.
Es mentira porque hay resortes de control que funcionan. Aunque selectiva y antojadizamente, quizás medido de acuerdo al “lealtadómetro”, la Nación audita los planes y el dinero que envía a las provincias.
La semana pasada, por ejemplo, hubo auditores en Yerba Buena y en Trancas supervisando el destino de los planes Más Cerca.
Aún no se conocen los resultados de estos dos casos, pero sí en otros donde las ayudas han sido suspendidas porque no se utilizaban como corresponde. Incluso, miles de personas han perdido la Asignación Universal por Hijo, el más sensible de los planes, por no cumplir con requisitos como garantizar la escolaridad de sus hijos o por no realizar los controles médicos obligatorios.
En Tucumán, la gestión de José Alperovich cuenta con un número significativamente menor de denuncias por corrupción que la de Julio Miranda, por ejemplo. Podrá decirse que Alperovich tiene alambrado al Poder Judicial y de rodillas a la Legislatura, pero la verdad es que hay parlamentarios opositores y también jueces y fiscales independientes (pocos, pero hay), y las acusaciones que han llegado a la Justicia son bastante menos que las que soportó su antecesor.
Aunque es cierto, hay que recordar, que las pocas denuncias que alcanzaron trámite judicial no prosperaron, pero ese es otro tema.
Ahora, también es mitad verdad que los gobiernos de Néstor, Cristina y José son los más corruptos de la historia, por dos principales razones: por la cantidad de años que estuvieron en el gobierno (doce cumplirán en diciembre) y porque ningún otro administró tanto dinero.
Aunque hubieran sido igual de deshonestos que el menos deshonesto de los gobiernos, por tiempo y presupuesto, invariablemente, fueron los más corruptos. Es una cuestión cuantitativa, al margen del debate cualitativo.
Esto ocurre porque Argentina es un país endémicamente corrupto. Y eso no se cambia con un presidente o un gobernador honrado, suponiendo que los haya habido o los hubiera en el futuro. Porque todo lo que está por debajo de ellos está contaminado.
Los poderes legislativos y los concejos deliberantes están tarifados. Eso lo sabe todo el mundo y lo admiten en confianza algunos parlamentarios. Pero es muy difícil probarlo. Cada servicio público que aumenta su arancel está sospechado. Cada excepción a una ordenanza que se aprueba está sospechada. Cada ley que tiene beneficiarios directos está sospechada. Cada gasto o compra que se aprueba están sospechados.
En la Justicia, al que tiene dinero le va mejor, y esto no es una suposición, es un hecho. La libertad y las penas están tarifadas. Las cárceles y las comisarías están llenas de pobres y no vaya a creer usted que es porque los ricos son más honestos.
La obra pública es un escándalo en la Argentina. Cada expediente que se revisa en detalle está manchado o salpicado de suspicacias. Adjudicaciones directas a amigos, socios y parientes, sobreprecios, calidad y cantidad de materiales menores al pautado, comisiones exigidas u ofrecidas en cada trámite, trabajos innecesarios aprobados en tiempo récord, entre un largo etcétera.
Los argentinos somos los reyes de la coima y del tráfico de influencias. Coimeamos para sortear una cola, coimeamos para evitar una multa, coimeamos hasta para conseguir un mejor lugar en un espectáculo o que nos atiendan mejor en una fiesta. Y el que lo hace siempre queda como el más pícaro, mientras el honesto pasa por tonto.
Un sondeo realizado hace un par de años por LA GACETA indicaba que más del 80% de las personas admitía haber pagado una coima a un inspector de tránsito. Entonces, no es verdad que la mayoría es honesta. Somos evasores empedernidos.
El porcentaje de usuarios que elige pagar el gas o la luz subsidiados es apenas menor en barrios de alto poder adquisitivo al de barrios carenciados, según informaron las empresas. Más dinero y más educación no nos hacen menos ventajistas. Por eso la corrupción está en la raíz de nuestra sociedad, está naturalizada, tanto que un simple gesto de honestidad, como por ejemplo devolver un dinero encontrado, se gana un titular en los diarios.
La corrupción está tan naturalizada como la frase “¿conocés a alguien en…?” Complétese con Anses, PAMI, Rentas, AFIP, colegio, escuela, Policía, Justicia, hospital, boliche o lo que fuera. Siempre tratamos de buscar un atajo, el camino más corto, el que signifique menos esfuerzo y dinero. Y aplaudimos al granuja, al sinvergüenza, porque se hizo carne en nuestra cultura. El que hace la cola y paga lo que corresponde es un tarado, un perdedor, un débil, un pusilánime.
Hace años debiéramos haber declarado en este país la emergencia ética y moral.
Contó un ex concejal peronista, hoy funcionario de un ente autónomo de la provincia, que en 1995, durante la primera sesión del nuevo Concejo Deliberante de la capital, estaba un grupo de ediles reunidos para organizar el reparto de comisiones (Hacienda, Obras Públicas, Salud, Transporte, etcétera).
En ese momento, le preguntan a un concejal, también peronista, que estaba más alejado del grupo que organizaba las comisiones: “Che, J… ¿qué comisión querés vos?”, a lo que el concejal responde, “lo mismo de siempre, el 20%”.
Está tan naturalizada la corrupción que todo el que escucha esta anécdota estalla de la risa. Porque ya no nos escandaliza nada.
Es mentira porque hay resortes de control que funcionan. Aunque selectiva y antojadizamente, quizás medido de acuerdo al “lealtadómetro”, la Nación audita los planes y el dinero que envía a las provincias.
La semana pasada, por ejemplo, hubo auditores en Yerba Buena y en Trancas supervisando el destino de los planes Más Cerca.
Aún no se conocen los resultados de estos dos casos, pero sí en otros donde las ayudas han sido suspendidas porque no se utilizaban como corresponde. Incluso, miles de personas han perdido la Asignación Universal por Hijo, el más sensible de los planes, por no cumplir con requisitos como garantizar la escolaridad de sus hijos o por no realizar los controles médicos obligatorios.
En Tucumán, la gestión de José Alperovich cuenta con un número significativamente menor de denuncias por corrupción que la de Julio Miranda, por ejemplo. Podrá decirse que Alperovich tiene alambrado al Poder Judicial y de rodillas a la Legislatura, pero la verdad es que hay parlamentarios opositores y también jueces y fiscales independientes (pocos, pero hay), y las acusaciones que han llegado a la Justicia son bastante menos que las que soportó su antecesor.
Aunque es cierto, hay que recordar, que las pocas denuncias que alcanzaron trámite judicial no prosperaron, pero ese es otro tema.
Ahora, también es mitad verdad que los gobiernos de Néstor, Cristina y José son los más corruptos de la historia, por dos principales razones: por la cantidad de años que estuvieron en el gobierno (doce cumplirán en diciembre) y porque ningún otro administró tanto dinero.
Aunque hubieran sido igual de deshonestos que el menos deshonesto de los gobiernos, por tiempo y presupuesto, invariablemente, fueron los más corruptos. Es una cuestión cuantitativa, al margen del debate cualitativo.
Esto ocurre porque Argentina es un país endémicamente corrupto. Y eso no se cambia con un presidente o un gobernador honrado, suponiendo que los haya habido o los hubiera en el futuro. Porque todo lo que está por debajo de ellos está contaminado.
Los poderes legislativos y los concejos deliberantes están tarifados. Eso lo sabe todo el mundo y lo admiten en confianza algunos parlamentarios. Pero es muy difícil probarlo. Cada servicio público que aumenta su arancel está sospechado. Cada excepción a una ordenanza que se aprueba está sospechada. Cada ley que tiene beneficiarios directos está sospechada. Cada gasto o compra que se aprueba están sospechados.
En la Justicia, al que tiene dinero le va mejor, y esto no es una suposición, es un hecho. La libertad y las penas están tarifadas. Las cárceles y las comisarías están llenas de pobres y no vaya a creer usted que es porque los ricos son más honestos.
La obra pública es un escándalo en la Argentina. Cada expediente que se revisa en detalle está manchado o salpicado de suspicacias. Adjudicaciones directas a amigos, socios y parientes, sobreprecios, calidad y cantidad de materiales menores al pautado, comisiones exigidas u ofrecidas en cada trámite, trabajos innecesarios aprobados en tiempo récord, entre un largo etcétera.
Los argentinos somos los reyes de la coima y del tráfico de influencias. Coimeamos para sortear una cola, coimeamos para evitar una multa, coimeamos hasta para conseguir un mejor lugar en un espectáculo o que nos atiendan mejor en una fiesta. Y el que lo hace siempre queda como el más pícaro, mientras el honesto pasa por tonto.
Un sondeo realizado hace un par de años por LA GACETA indicaba que más del 80% de las personas admitía haber pagado una coima a un inspector de tránsito. Entonces, no es verdad que la mayoría es honesta. Somos evasores empedernidos.
El porcentaje de usuarios que elige pagar el gas o la luz subsidiados es apenas menor en barrios de alto poder adquisitivo al de barrios carenciados, según informaron las empresas. Más dinero y más educación no nos hacen menos ventajistas. Por eso la corrupción está en la raíz de nuestra sociedad, está naturalizada, tanto que un simple gesto de honestidad, como por ejemplo devolver un dinero encontrado, se gana un titular en los diarios.
La corrupción está tan naturalizada como la frase “¿conocés a alguien en…?” Complétese con Anses, PAMI, Rentas, AFIP, colegio, escuela, Policía, Justicia, hospital, boliche o lo que fuera. Siempre tratamos de buscar un atajo, el camino más corto, el que signifique menos esfuerzo y dinero. Y aplaudimos al granuja, al sinvergüenza, porque se hizo carne en nuestra cultura. El que hace la cola y paga lo que corresponde es un tarado, un perdedor, un débil, un pusilánime.
Hace años debiéramos haber declarado en este país la emergencia ética y moral.
Contó un ex concejal peronista, hoy funcionario de un ente autónomo de la provincia, que en 1995, durante la primera sesión del nuevo Concejo Deliberante de la capital, estaba un grupo de ediles reunidos para organizar el reparto de comisiones (Hacienda, Obras Públicas, Salud, Transporte, etcétera).
En ese momento, le preguntan a un concejal, también peronista, que estaba más alejado del grupo que organizaba las comisiones: “Che, J… ¿qué comisión querés vos?”, a lo que el concejal responde, “lo mismo de siempre, el 20%”.
Está tan naturalizada la corrupción que todo el que escucha esta anécdota estalla de la risa. Porque ya no nos escandaliza nada.
Lo más popular