Por Gustavo Cobos
03 Marzo 2015
“¡Doctora, ayúdeme, no puedo seguir así!”, le suplicó el ladrón de 24 años a una fiscala. El muchacho había sido atrapado luego de un robo en diciembre del año pasado. Y no le pedía que lo dejara libre, sino que lo ayudara a pelear por su adicción a las drogas, que se estaba llevando su vida. “Hace siete años que consumo y no encuentro salida”, agregó en su declaración. El joven estuvo detenido unos días, y como el delito por el que estaba acusado es excarcelable, debía recuperar su libertad. Pero antes de eso, la representante del Ministerio Público se comunicó con un centro de asistencia para adictos que depende de una Iglesia Evangélica, que queda en la periferia de la capital. Allí lo recibieron. “Sigue con nosotros, está bien, recuperándose”, le escribió por mensaje de texto el pastor hace una semana a la fiscala de Instrucción Adriana Giannoni.
La decisión de la funcionaria judicial fue a título personal, ya que no tiene las atribuciones para ordenar una internación o un tratamiento de rehabilitación. Pero quienes sí lo tienen, como los jueces, toman decisiones controvertidas, y su resolución está limitada a las pocas herramientas que les brinda el Poder Ejecutivo. Uno de estos casos es el de Germán “Mocho” Zamudio. El hijo del ex ministro de Desarrollo Social de la provincia está acusado por el asalto a un “Pago Fácil” y recuperó la libertad la semana pasada. En realidad Zamudio salió de la cárcel de Villa Urquiza a mediados de enero, luego de que la Cámara de Apelaciones le concediera prisión preventiva domiciliaria para que pudiera realizar el tratamiento de rehabilitación que los muros de la cárcel le impedían. La decisión, que puede considerarse humanitaria y acertada para una persona sobre la que pesa el principio de inocencia, es insólita. Es difícil encontrar un antecedente de prisión preventiva domiciliaria. Incluso la mayoría de los detenidos que sufren de adicción a los estupefacientes no reciben tratamiento. Los jefes de las comisarías admiten por lo bajo que casi todas las semanas deben trasladar algún preso a un CAPS, por los cortes que se provocan en los brazos por la abstinencia. En el servicio penitenciario, donde todo se maneja a puertas cerradas, cuentan con servicio médico y psicológico pero no con instalaciones para tratar este tipo de consumos problemáticos. Además, en la cárcel circula marihuana, cocaína y otros fármacos. Lo reconocen varios adictos que están detenidos y que declaran en juicios orales. Pero ningún tribunal ordena investigar cómo ingresa la droga al servicio penitenciario. Uno de los casos en los que se reconoció que hay reclusos con problemas de adicción se ventiló el viernes de la semana pasada, cuando la sala II de la Cámara Penal condenó a prisión perpetua a Julio Hernán Pereyra y a Daniel Gustavo Naranjo, por haber matado a Matías Garay en 2012 cuando intentaron robarle la moto. Los dos jóvenes llevan más de dos años detenidos, y sus abogados admitieron que son adictos. El tribunal dispuso en el fallo que se verifique esa adicción, y de ser así se los someta a un tratamiento en una institución adecuada. El problema es que esa institución “adecuada” no existe. Los tratamientos se realizan en el hospital psiquiátrico Obarrio, son ambulatorios y su cumplimiento no suele tener un seguimiento judicial. Además, luego de ser llevado al hospital a la “consulta”, el preso regresa al mismo pabellón en el que consume.
La problemática que genera la relación entre adicción a las drogas y el delito no es nueva y fue harta debatida. Pero la declamación de dedicarse al tema no se ve plasmada en los hechos. Hace dos días debería haber comenzado a regir la provincialización de las causas de “microtráfico” de estupefacientes, pero tras el pedido del ministro Fiscal Edmundo Jiménez, la Corte Suprema de Justicia suspendió su aplicación hasta que defina la constitucionalidad de la ley. Al margen de la discusión de fondo, el gobernador José Alperovich que había anunciado en enero del año pasado el impulso de la provincialización como una de las grandes soluciones al combate del narcotráfico, ahora dijo que si la Corte le dice que no, se buscará otro camino. Pero en su discurso de apertura de sesiones legislativas esquivó hablar del tema. Usó la palabra “droga” una sola vez para referirse al plan integral de seguridad implementado el año pasado, no dijo “narcotráfico” y mencionó el término “adicciones” de manera general en dos oportunidades. Los adictos, parece, aún deben esperar.
La decisión de la funcionaria judicial fue a título personal, ya que no tiene las atribuciones para ordenar una internación o un tratamiento de rehabilitación. Pero quienes sí lo tienen, como los jueces, toman decisiones controvertidas, y su resolución está limitada a las pocas herramientas que les brinda el Poder Ejecutivo. Uno de estos casos es el de Germán “Mocho” Zamudio. El hijo del ex ministro de Desarrollo Social de la provincia está acusado por el asalto a un “Pago Fácil” y recuperó la libertad la semana pasada. En realidad Zamudio salió de la cárcel de Villa Urquiza a mediados de enero, luego de que la Cámara de Apelaciones le concediera prisión preventiva domiciliaria para que pudiera realizar el tratamiento de rehabilitación que los muros de la cárcel le impedían. La decisión, que puede considerarse humanitaria y acertada para una persona sobre la que pesa el principio de inocencia, es insólita. Es difícil encontrar un antecedente de prisión preventiva domiciliaria. Incluso la mayoría de los detenidos que sufren de adicción a los estupefacientes no reciben tratamiento. Los jefes de las comisarías admiten por lo bajo que casi todas las semanas deben trasladar algún preso a un CAPS, por los cortes que se provocan en los brazos por la abstinencia. En el servicio penitenciario, donde todo se maneja a puertas cerradas, cuentan con servicio médico y psicológico pero no con instalaciones para tratar este tipo de consumos problemáticos. Además, en la cárcel circula marihuana, cocaína y otros fármacos. Lo reconocen varios adictos que están detenidos y que declaran en juicios orales. Pero ningún tribunal ordena investigar cómo ingresa la droga al servicio penitenciario. Uno de los casos en los que se reconoció que hay reclusos con problemas de adicción se ventiló el viernes de la semana pasada, cuando la sala II de la Cámara Penal condenó a prisión perpetua a Julio Hernán Pereyra y a Daniel Gustavo Naranjo, por haber matado a Matías Garay en 2012 cuando intentaron robarle la moto. Los dos jóvenes llevan más de dos años detenidos, y sus abogados admitieron que son adictos. El tribunal dispuso en el fallo que se verifique esa adicción, y de ser así se los someta a un tratamiento en una institución adecuada. El problema es que esa institución “adecuada” no existe. Los tratamientos se realizan en el hospital psiquiátrico Obarrio, son ambulatorios y su cumplimiento no suele tener un seguimiento judicial. Además, luego de ser llevado al hospital a la “consulta”, el preso regresa al mismo pabellón en el que consume.
La problemática que genera la relación entre adicción a las drogas y el delito no es nueva y fue harta debatida. Pero la declamación de dedicarse al tema no se ve plasmada en los hechos. Hace dos días debería haber comenzado a regir la provincialización de las causas de “microtráfico” de estupefacientes, pero tras el pedido del ministro Fiscal Edmundo Jiménez, la Corte Suprema de Justicia suspendió su aplicación hasta que defina la constitucionalidad de la ley. Al margen de la discusión de fondo, el gobernador José Alperovich que había anunciado en enero del año pasado el impulso de la provincialización como una de las grandes soluciones al combate del narcotráfico, ahora dijo que si la Corte le dice que no, se buscará otro camino. Pero en su discurso de apertura de sesiones legislativas esquivó hablar del tema. Usó la palabra “droga” una sola vez para referirse al plan integral de seguridad implementado el año pasado, no dijo “narcotráfico” y mencionó el término “adicciones” de manera general en dos oportunidades. Los adictos, parece, aún deben esperar.
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