Por José Nazaro
26 Febrero 2015
En la habitación tenía apenas una cama, algo de ropa y dos despertadores. Le rompieron la puerta, se llevaron la ropa y también los dos despertadores. En cuanto descubrió el robo, se largó a llorar. Más que por la ropa, por la desaparición de los relojes ¿Su valor? Para muchos, sin duda, ínfimo, pero para este ex adicto de 25 años, incalculable: combinados, eran la garantía de que cada mañana se iba a despertar a tiempo para ir a la cosecha del limón, ganarse unos pesos, mantenerse ocupado y no volver a consumir paco. ¿Por qué no ir a comprarse otro? Porque aquellos que tuvieron la desgracia de crecer en la villa más grande de Tucumán están obligados a elegir permanentemente: o comen o se compran el despertador; la miseria no les da más opciones.
A ocho meses del fin de los mandatos de José Alperovich y de Domingo Amaya (en la provincia y en la capital, respectivamente), la existencia de La Costanera constituye uno de los fracasos más grandes de estas dos administraciones. Si bien es un barrio que nació hace unos 40 años, el hecho de que durante más de una década la realidad de 3.000 familias prácticamente no haya mejorado (y en muchos casos sea increíblemente peor) constituye un insulto a la buena fe de los votantes. Basta recordar que durante años se negó sistemáticamente la existencia del paco (la basura de todas las drogas que, como si fuese una ironía, es la reina en este barrio) hasta que la cantidad de adictos, de muertes y el grito desesperado de sus madres se hizo imposible de ocultar.
¿Por qué es fundamental que nunca nos olvidemos de que La Costanera existe? Porque, más allá de la lógica necesidad de ayudar a quienes la habitan, es uno de los termómetros que nos permiten medir el estado de degradación de nuestra sociedad. Un ejemplo: mientras que el Gobierno gastaba $130 millones en construir el nuevo edificio de la Legislatura, a cinco minutos en auto de esa mole de 10 pisos los adolescentes adictos se suicidaban (y se suicidan) para escapar del tormento de la adicción a las drogas.
Entre los actores que trabajan a diario para modificar la realidad de este barrio (se destacan la Pastoral Social de la Arquidiócesis, el Ministerio de Desarrollo Social e Iglesias evangélicas) hay consenso: quienes viven en La Costanera han naturalizado la pobreza. ¿Qué significa? Que están acostumbrados a vivir de ese modo y que no imaginan una realidad diferente. No conocen la esperanza. Y ese es el peor diagnóstico. La mayor parte de las familias subsiste con lo que el resto de los vecinos de la ciudad desecha: son cartoneros, es decir, deben escarbar entre la basura para obtener el sustento diario. Y a esa tarea se abocan todos, chicos y grandes. Así, los que van a la escuela no son mayoría.
A eso hay que sumarle el hacinamiento (viven hasta tres generaciones en casillas de no más de dos ambientes) y la omnipresencia de la violencia y de la droga, a la que muchos recurren como una manera quizás inconsciente de llenar los vacíos que les deja la pobreza estructural.
Como si fuera poco, para ellos, los adictos, el barrio funciona como una especie de remolino del que es muy difícil escapar. La bendición de poder rehabilitarse en algún centro terapéutico o en alguna Fazenda de la Esperanza dura poco: la mayoría (como el chico de la historia que encabeza esta columna) está condenada por la miseria a regresar al mismo entorno infernal de consumo del que salió ¿Cuánto tiempo pueden resistir limpios?
Sería injusto no reconocer que el Estado ha intervenido en el barrio. El Municipio capitalino lleva adelante obras de urbanización (la construcción de la avenida Costanera, por ejemplo), que son fundamentales para ordenar la zona, mejorar la calidad de vida y llevar algo de dignidad al lugar. El Gobierno provincial, por su parte, anunció que en un mes comenzará la construcción de un centro de contención y rehabilitación de adictos dentro de la mismísima Costanera. Según la Secretaría de Prevención de las Adicciones, costará $ 11 millones, ocupará una manzana y tendrá espacios verdes y campos para practicar deportes. Sería muy importante que se concrete, porque, según los trabajadores sociales y los religiosos que caminan las calles y los pasillos de la villa, lo que se necesita con urgencia son espacios de contención, que muestren que otro tipo de vida es posible; en definitiva, que despierten esperanza.
La Costanera está en el límite este de la ciudad, a 20 cuadras de la Casa de Gobierno, entre el río Salí y la autopista de Circunvalación. La ciudad creció observando el cerro y siempre le dio la espalda. Es hora de mirarla cara a cara. Ojalá que el próximo Gobierno no la ponga en el fondo de su lista de prioridades.
A ocho meses del fin de los mandatos de José Alperovich y de Domingo Amaya (en la provincia y en la capital, respectivamente), la existencia de La Costanera constituye uno de los fracasos más grandes de estas dos administraciones. Si bien es un barrio que nació hace unos 40 años, el hecho de que durante más de una década la realidad de 3.000 familias prácticamente no haya mejorado (y en muchos casos sea increíblemente peor) constituye un insulto a la buena fe de los votantes. Basta recordar que durante años se negó sistemáticamente la existencia del paco (la basura de todas las drogas que, como si fuese una ironía, es la reina en este barrio) hasta que la cantidad de adictos, de muertes y el grito desesperado de sus madres se hizo imposible de ocultar.
¿Por qué es fundamental que nunca nos olvidemos de que La Costanera existe? Porque, más allá de la lógica necesidad de ayudar a quienes la habitan, es uno de los termómetros que nos permiten medir el estado de degradación de nuestra sociedad. Un ejemplo: mientras que el Gobierno gastaba $130 millones en construir el nuevo edificio de la Legislatura, a cinco minutos en auto de esa mole de 10 pisos los adolescentes adictos se suicidaban (y se suicidan) para escapar del tormento de la adicción a las drogas.
Entre los actores que trabajan a diario para modificar la realidad de este barrio (se destacan la Pastoral Social de la Arquidiócesis, el Ministerio de Desarrollo Social e Iglesias evangélicas) hay consenso: quienes viven en La Costanera han naturalizado la pobreza. ¿Qué significa? Que están acostumbrados a vivir de ese modo y que no imaginan una realidad diferente. No conocen la esperanza. Y ese es el peor diagnóstico. La mayor parte de las familias subsiste con lo que el resto de los vecinos de la ciudad desecha: son cartoneros, es decir, deben escarbar entre la basura para obtener el sustento diario. Y a esa tarea se abocan todos, chicos y grandes. Así, los que van a la escuela no son mayoría.
A eso hay que sumarle el hacinamiento (viven hasta tres generaciones en casillas de no más de dos ambientes) y la omnipresencia de la violencia y de la droga, a la que muchos recurren como una manera quizás inconsciente de llenar los vacíos que les deja la pobreza estructural.
Como si fuera poco, para ellos, los adictos, el barrio funciona como una especie de remolino del que es muy difícil escapar. La bendición de poder rehabilitarse en algún centro terapéutico o en alguna Fazenda de la Esperanza dura poco: la mayoría (como el chico de la historia que encabeza esta columna) está condenada por la miseria a regresar al mismo entorno infernal de consumo del que salió ¿Cuánto tiempo pueden resistir limpios?
Sería injusto no reconocer que el Estado ha intervenido en el barrio. El Municipio capitalino lleva adelante obras de urbanización (la construcción de la avenida Costanera, por ejemplo), que son fundamentales para ordenar la zona, mejorar la calidad de vida y llevar algo de dignidad al lugar. El Gobierno provincial, por su parte, anunció que en un mes comenzará la construcción de un centro de contención y rehabilitación de adictos dentro de la mismísima Costanera. Según la Secretaría de Prevención de las Adicciones, costará $ 11 millones, ocupará una manzana y tendrá espacios verdes y campos para practicar deportes. Sería muy importante que se concrete, porque, según los trabajadores sociales y los religiosos que caminan las calles y los pasillos de la villa, lo que se necesita con urgencia son espacios de contención, que muestren que otro tipo de vida es posible; en definitiva, que despierten esperanza.
La Costanera está en el límite este de la ciudad, a 20 cuadras de la Casa de Gobierno, entre el río Salí y la autopista de Circunvalación. La ciudad creció observando el cerro y siempre le dio la espalda. Es hora de mirarla cara a cara. Ojalá que el próximo Gobierno no la ponga en el fondo de su lista de prioridades.