Por Gustavo Cobos
24 Febrero 2015
En el derecho procesal penal existen los llamados testigos “de oídas”. Son aquellas personas que tienen para aportar a una investigación lo que escucharon decir a otros. Es decir que no presenciaron un hecho determinado ni son especialistas avezados en determinada materia que son citados para explicar una pericia o una autopsia. El testigo “de oídas” sólo puede contar lo que escuchó decir a otra persona. La causa en la que se investigó el crimen de Paulina Lebbos estuvo llena de ese “dicen que dicen”. ¿Es suficiente un testigo “de oídas” para imputar un delito a una persona, para llevarla a juicio y eventualmente condenarla? Sucedió con las hipótesis de “los hijos del poder”. La versión “de la calle” contaba que Paulina murió en una fiesta en Raco o El Cadillal, y que los responsables eran hijos de funcionarios del Poder Ejecutivo. El nombre de las personas involucradas varió siempre, según quien haya sido el testigo “de oídas” que la difundía. Pero no se logró salir del “dicen que dicen”.
El problema fue llevar a la práctica procesal penal esas versiones. Diego López Ávila, titular de la Fiscalía de Instrucción de la IV° Nominación, se hizo cargo de la causa siete años y medio después de que a Paulina la mataron. Romper las excusas absolutorias no es sencillo, porque tirar por tierra las versiones que pudieran dar los sospechosos implicaría recurrir a la recolección de pruebas que ya no existen. Realizar un allanamiento en alguna vivienda, club o terreno, difícilmente podría traer un resultado positivo, si se tiene en cuenta que, sin dudas, hubo maniobras para encubrir el crimen. La impericia del ex fiscal Carlos Albaca quedó demostrada en que desde fines de 2007 hasta principios de 2013, el expediente prácticamente no tuvo movimientos. Las medidas de pruebas fueron escasas y difusas, sin que se siguiera una hipótesis central. Y la dirección de la investigación de esas pruebas fueron dejadas exclusivamente en manos de Gendarmería Nacional o de la Policía tucumana, con nulo impulso procesal del fiscal. El problema con Albaca es que su poca actividad procesal no se circunscribe al caso Lebbos. En el homicidio del policía Juan Andrés Salinas, por el que fueron absueltos en 1995 los miembros del clan Ale, ni siquiera tuvo el impulso de firmar la prescripción de la causa. Cuando se jubiló, lo reemplazó de manera subrogante Adriana Giannoni, quien encontró redactado y perdido entre papeles amontonados en los pasillos, el requerimiento de sobreseimiento por prescripción.
Si esa inacción de Albaca en el caso Lebbos fue intencional o no, lo investiga la fiscala Juana Prieto de Sólimo. Lo cierto es que no se produjeron pruebas que tal vez hubieran facilitado llegar a la verdad. Los mensajes de texto, por ejemplo, sólo se guardan seis meses. Luego es imposible conocer su contenido. Los entrecruzamientos de llamados tampoco tienen la misma efectividad, cuando hay testigos que al ser citados a declarar no recuerdan en detalle porqué realizaron determinadas comunicaciones. Al vacío se le suma el irregular mercado de las telecomunicaciones. Muchas líneas telefónicas que fueron investigadas estaban a nombre de personas inexistentes. Incluso, hay números de teléfono que las prestatarias del servicio no supieron indicar a quiénes habían pertenecido.
Las versiones de los testigos “de oídas” no son pruebas por sí solas. Deben ser cotejadas con testigos más directos. Es lo que se hizo en la causa en el último año y medio. Fue citado a declarar un jardinero del gobernador José Alperovich, ya que un hombre aseguró que le había contado que los hijos del mandatario “tenían algo que ver”. El jardinero negó esa versión. López Ávila lo sometió a un careo con el denunciante, y los dos se mantuvieron firmes en su posición. Esas situaciones se repitieron hasta el hartazgo. Errado o no, el fiscal se convenció de que había agotado todas las pruebas que podía llevar adelante y que había determinado quiénes habrían realizado maniobras de encubrimiento, y que Luis Gómez alguna participación podría haber tenido, al tener el teléfono de Paulina en sus manos a horas de su desaparición. En el juicio oral, la declaración de algún testigo podría reabrir alguna hipótesis. Y esa fue la opción elegida, ante el riesgo de tener que firmar en unos años la prescripción y que ni siquiera los supuestos encubridores detectados vayan a juicio. Mientras tanto, Paulina sigue esperando justicia.
El problema fue llevar a la práctica procesal penal esas versiones. Diego López Ávila, titular de la Fiscalía de Instrucción de la IV° Nominación, se hizo cargo de la causa siete años y medio después de que a Paulina la mataron. Romper las excusas absolutorias no es sencillo, porque tirar por tierra las versiones que pudieran dar los sospechosos implicaría recurrir a la recolección de pruebas que ya no existen. Realizar un allanamiento en alguna vivienda, club o terreno, difícilmente podría traer un resultado positivo, si se tiene en cuenta que, sin dudas, hubo maniobras para encubrir el crimen. La impericia del ex fiscal Carlos Albaca quedó demostrada en que desde fines de 2007 hasta principios de 2013, el expediente prácticamente no tuvo movimientos. Las medidas de pruebas fueron escasas y difusas, sin que se siguiera una hipótesis central. Y la dirección de la investigación de esas pruebas fueron dejadas exclusivamente en manos de Gendarmería Nacional o de la Policía tucumana, con nulo impulso procesal del fiscal. El problema con Albaca es que su poca actividad procesal no se circunscribe al caso Lebbos. En el homicidio del policía Juan Andrés Salinas, por el que fueron absueltos en 1995 los miembros del clan Ale, ni siquiera tuvo el impulso de firmar la prescripción de la causa. Cuando se jubiló, lo reemplazó de manera subrogante Adriana Giannoni, quien encontró redactado y perdido entre papeles amontonados en los pasillos, el requerimiento de sobreseimiento por prescripción.
Si esa inacción de Albaca en el caso Lebbos fue intencional o no, lo investiga la fiscala Juana Prieto de Sólimo. Lo cierto es que no se produjeron pruebas que tal vez hubieran facilitado llegar a la verdad. Los mensajes de texto, por ejemplo, sólo se guardan seis meses. Luego es imposible conocer su contenido. Los entrecruzamientos de llamados tampoco tienen la misma efectividad, cuando hay testigos que al ser citados a declarar no recuerdan en detalle porqué realizaron determinadas comunicaciones. Al vacío se le suma el irregular mercado de las telecomunicaciones. Muchas líneas telefónicas que fueron investigadas estaban a nombre de personas inexistentes. Incluso, hay números de teléfono que las prestatarias del servicio no supieron indicar a quiénes habían pertenecido.
Las versiones de los testigos “de oídas” no son pruebas por sí solas. Deben ser cotejadas con testigos más directos. Es lo que se hizo en la causa en el último año y medio. Fue citado a declarar un jardinero del gobernador José Alperovich, ya que un hombre aseguró que le había contado que los hijos del mandatario “tenían algo que ver”. El jardinero negó esa versión. López Ávila lo sometió a un careo con el denunciante, y los dos se mantuvieron firmes en su posición. Esas situaciones se repitieron hasta el hartazgo. Errado o no, el fiscal se convenció de que había agotado todas las pruebas que podía llevar adelante y que había determinado quiénes habrían realizado maniobras de encubrimiento, y que Luis Gómez alguna participación podría haber tenido, al tener el teléfono de Paulina en sus manos a horas de su desaparición. En el juicio oral, la declaración de algún testigo podría reabrir alguna hipótesis. Y esa fue la opción elegida, ante el riesgo de tener que firmar en unos años la prescripción y que ni siquiera los supuestos encubridores detectados vayan a juicio. Mientras tanto, Paulina sigue esperando justicia.
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