Por Carlos Páez de la Torre H
14 Febrero 2015
NICOLÁS AVELLANEDA. Una medalla acuñada a medio siglo de su muerte, registra el rostro de los últimos años la gaceta / archivo
Al entregar el bastón presidencial a su sucesor y comprovinciano Julio Argentino Roca, en 1880, el saliente Nicolás Avellaneda rehusó hacer un balance de la tarea cumplida en su período. “Prefiero por mi parte el silencio. La narración de los actos de mi gobierno pertenece a los contemporáneos. Su juicio, a los que vendrán después”, afirmó.
Pero, añadiría, “sólo necesito decir una palabra y pido al señor presidente permiso para pronunciarla en su presencia. Los tiempos han sido tormentosos y, bajo su ruda influencia, he podido a veces preguntarme si había debido ambicionar el gobierno. Pero nunca me ha arrepentido de haberlo ejercido con equidad constante y con benevolencia casi infatigable”.
Comentando estas palabras, Paul Groussac las considera por demás modestas y, a la vez, reveladoras de su fisonomía moral de hombre justiciero y benévolo. Fue tachado de irresoluto y pusilánime, pero eso no le impidió “cumplir los actos más enérgicos y eficaces”.
Es que “conocía la diferencia mínima que suele existir entre un opositor y un partidario, y aplicaba al revolucionario su clemencia, lo mismo que al adversario su equidad. No era sectario en filosofía ni jacobino en política, porque era realmente filósofo y político”. Carecía de esa “mediocridad de espíritu” que rodea “las convicciones dogmáticas e inflexibles”. Para Groussac, tenía Avellaneda “una inteligencia eminentemente comprensiva”. Por eso practicó la inspirada máxima de Madame de Stäel: “comprenderlo todo, es perdonarlo todo”.
Pero, añadiría, “sólo necesito decir una palabra y pido al señor presidente permiso para pronunciarla en su presencia. Los tiempos han sido tormentosos y, bajo su ruda influencia, he podido a veces preguntarme si había debido ambicionar el gobierno. Pero nunca me ha arrepentido de haberlo ejercido con equidad constante y con benevolencia casi infatigable”.
Comentando estas palabras, Paul Groussac las considera por demás modestas y, a la vez, reveladoras de su fisonomía moral de hombre justiciero y benévolo. Fue tachado de irresoluto y pusilánime, pero eso no le impidió “cumplir los actos más enérgicos y eficaces”.
Es que “conocía la diferencia mínima que suele existir entre un opositor y un partidario, y aplicaba al revolucionario su clemencia, lo mismo que al adversario su equidad. No era sectario en filosofía ni jacobino en política, porque era realmente filósofo y político”. Carecía de esa “mediocridad de espíritu” que rodea “las convicciones dogmáticas e inflexibles”. Para Groussac, tenía Avellaneda “una inteligencia eminentemente comprensiva”. Por eso practicó la inspirada máxima de Madame de Stäel: “comprenderlo todo, es perdonarlo todo”.
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