Por Gustavo Rodríguez
08 Febrero 2015
UN DETALLISTA. Daniel Yáñez muestra cuáles son los detalles de una de las boyas que realizó en su taller.
Daniel Yáñez es uno de los últimos artesanos de artículos de pesca de la provincia. En su taller de Paraguay 41 reina el orden. Hay de todo. Y ese todo es un mundo de anzuelos, plomos, equipos, herramientas e historias. “Empecé con esto porque buscaba la perfección en el deporte que me gusta practicar”, cuenta el licenciado en Econo0mía, docente universitario y Director del Instituto de Estadística de la Universidad Nacional de Tucumán.
Jueves por la tarde. Bajo un cielo plomizo y una asfixiante humedad, “Tito”, como es conocido en todos los ámbitos, comienza a desnudar algunos de los secretos de su vida, que se inició hace 64 años y medio en Villa 9 de Julio, barrio que nunca abandonó. “A los ocho años me enamoré de la actividad cuando pescaba mojarras primero y tarariras después en el lago San Miguel. Siempre me acompañó un amigo de la infancia que era rubito. Eso era malo, porque cada vez que pasábamos por la cancha de Sportivo Guzmán, nos pegaban por su condición. Por eso digo que aprendí a pescar a los golpes”, bromea.
En el orden del taller de Yáñez se descubre gran parte de su personalidad. Por eso no sorprende que haya decidido dejar de lado el deporte para dedicarse al estudio. Quiso ser contador público nacional, pero terminó siendo licenciado en Economía. “Antes en esa carrera había un par de materias de derecho que la dictaban abogados que no sabían enseñar. Me presenté a rendir y ellos dispusieron que sólo tomarían siete exámenes. Les mentí que era santiagueño y que quería presentarme para poder pasar la fiesta en casa y aceptaron”, relata entusiasmado dejando para el último la mejor parte.
“Mientras exponía los integrantes de la mesa charlaban de frivolidades. A la media hora, uno de los profesores se para y me dice ‘Yáñez es el mejor examen que escuché en los últimos 10 años’, se paró y me dio la mano. Después de haber terminado y aguardado unos minutos, un no docente se arrima y nos da la nota. Me quería morir cuando me enteré que me habían puesto un cinco. Ahí decidí estudiar Economía. Esa es una experiencia muy humillante porque jamás me saqué una nota tan baja”, cierra la anécdota.
“Tito” también recibió otros golpes en la vida, y no los oculta. Muestra con orgullo cada una de las marcas que le dejaron. A fines de los 60, además de comerse los libros, era militante universitario. “Me vivían metiendo en cana”, dice el licenciado. Según sus palabras, “en esa época no había muchas opciones: eras de izquierda o Montonero”. Se emociona hasta las lágrimas cuando recuerda a su hermano Tirso, que fue secuestrado cuando estudiaba en el Instituto Técnico. “Nunca más lo volvimos a ver. No pasó lo mismo con varios personajes que fueron entregadores y hoy son políticos que se cambian de partidos sin ningún problema con tal de llegar al poder”, asegura molesto.
Por sus ideas, el economista se alejó aún más de la pesca. El 23 de marzo de 1976 fue liberado por última vez (”tuve la suerte que otros no tuvieron”, reconoce), pero quedó cesante al día siguiente en su cargo de docente universitario. No le quedó otra que refugiarse en la finca de su suegro en Tajamar (Catamarca) junto a su esposa Yolanda y a su pequeña hija Eva. “Ahí hice de todo. Desde arar, hasta cortar leña, construir y sembrar. Nunca me voy a olvidar lo que me ocurrió en un censo agropecuario. La persona que me entrevistó casi se cae de espaldas cuando le dije que era un licenciado en economía. Llegó 1983 y las cosas comenzaron a cambiar”, relata con una sonrisa picaresca tallada en su rostro.
Volver a nacer
Con la llegada de la democracia Yáñez recuperó su vida y su otra pasión: la pesca. “En 1988, por recomendación del amigo Miguel ‘Loco’ Quesada, me asocié al club de Pesca y Regatas y ya no paré más, porque aprendí los secretos de un grande como fue Camilo Ferroni. Fui capitán de equipo de la entidad y aprendí de muchísimos monstruos que no tuvieron problemas en transmitir sus conocimientos”, destaca.
En la lista de sus maestros aparecen varios nombres. Entre otros, figuran Aurelio Font, Antonio Arévalo, el cordobés Miguel Romero y el mismo Quesada. “De todos aprendí algo, pero fue el arte de Aurelio lo que más me cautivó. Desgraciadamente el aspecto comercial terminó matando su arte. Sus creaciones, especialmente las boyas, eran únicas. Pero en un momento le empezaron a pedir más. Aumentar su producción significaba perder calidad. Él perdió, pero no los negocios, que las seguían vendiendo al mismo precio”, explica.
“Tito” cuenta que hacer una boya lleva su tiempo. Después de darle forma con un torno, hay que pintarla. “Eso es lo más duro. Por ejemplo, la pinto seis veces con color blanco y recién después la coloreo. Lleva muchísimo tiempo, pero no fallan y se conservan mucho más que las normales”, detalla.
“Prefiero no hacer algunas cosas porque no tengo elementos de calidad a causa de los problemas de importación”, confiesa sin ponerse colorado. “Si sigo fabricando es porque tengo personas que me consiguen cosas. Por ejemplo, un economista de primer nivel y mejor persona que trabaja en el FMI, cuando viene a Tucumán me trae elementos que son fundamentales. Y si no tengo para producir y vender, los hago para que le queden a mis hijos Paco y Pablo que también pescan”, reconoce.
“Tito” no se cansa de repetir que su tarea es perfeccionar lo que otros inventaron, aunque sí reconoce que creó el “Torombolo”, sistema de pesca de flote que se difundió rápidamente en esta y en otra provincia. “Esa creación encierra una gran historia. Cuando comprobé que funcionaba, le regalé varios a los integrantes del club para que lo utilizaran. Varios meses después se presentó en mi casa Néstor Aranzazú, el mejor pescador que conocí en mi vida, para pedirme que le fabricara dos. Esa fue la mayor satisfacción que tuve”, rememora.
A Yáñez siempre le fascinó pescar, pero lo apasionó mucho más participar en los concursos de pesca a nivel provincial, regional y nacional. “La gente habla mucho de estas competencias sin saber. Una vez, en la entrega de premios de un concurso, el conductor informó que se habían pescado 23.000 pejerreyes. Todos nos agarramos la cabeza, pero rápidamente aclararon que al día siguiente se sembrarían 5 millones de alevines. Acá en Tucumán pasa lo mismo. Por el trabajo de Flora y Fauna, con hombres apasionados como Carlos Riviere, se logró recuperar a El Cadillal”, comenta.
El economista cuenta que en 2013 decidió no competir más. “Un domingo muy frío me despierta uno de mis hijos para avisarme que teníamos que ir a un concurso. En ese momento me di cuenta que ya no podía hacerlo. ¡Si estaba temblando en la cama se imagina lo que pasaría si me metía al dique!”, recuerda, riéndose.
Yáñez, pese a las secuelas de una extraña enfermedad que lo castigó varios meses, sigue haciendo lo que más le gusta: pescar. Pero ahora con otro objetivo en mente. Aprovechando que su hijo Pablo acaba de asumir como presidente del club de Pesca y Regatas, buscará fundar una escuela para los futuros deportistas. Y el licenciado no tarda en comentar el por qué de este proyecto: “hay una frase de Cristo que se puede aplicar en todos los ámbitos de la vida: a los hambrientos no les des pescados, enséñales a pescar”.
Jueves por la tarde. Bajo un cielo plomizo y una asfixiante humedad, “Tito”, como es conocido en todos los ámbitos, comienza a desnudar algunos de los secretos de su vida, que se inició hace 64 años y medio en Villa 9 de Julio, barrio que nunca abandonó. “A los ocho años me enamoré de la actividad cuando pescaba mojarras primero y tarariras después en el lago San Miguel. Siempre me acompañó un amigo de la infancia que era rubito. Eso era malo, porque cada vez que pasábamos por la cancha de Sportivo Guzmán, nos pegaban por su condición. Por eso digo que aprendí a pescar a los golpes”, bromea.
En el orden del taller de Yáñez se descubre gran parte de su personalidad. Por eso no sorprende que haya decidido dejar de lado el deporte para dedicarse al estudio. Quiso ser contador público nacional, pero terminó siendo licenciado en Economía. “Antes en esa carrera había un par de materias de derecho que la dictaban abogados que no sabían enseñar. Me presenté a rendir y ellos dispusieron que sólo tomarían siete exámenes. Les mentí que era santiagueño y que quería presentarme para poder pasar la fiesta en casa y aceptaron”, relata entusiasmado dejando para el último la mejor parte.
“Mientras exponía los integrantes de la mesa charlaban de frivolidades. A la media hora, uno de los profesores se para y me dice ‘Yáñez es el mejor examen que escuché en los últimos 10 años’, se paró y me dio la mano. Después de haber terminado y aguardado unos minutos, un no docente se arrima y nos da la nota. Me quería morir cuando me enteré que me habían puesto un cinco. Ahí decidí estudiar Economía. Esa es una experiencia muy humillante porque jamás me saqué una nota tan baja”, cierra la anécdota.
“Tito” también recibió otros golpes en la vida, y no los oculta. Muestra con orgullo cada una de las marcas que le dejaron. A fines de los 60, además de comerse los libros, era militante universitario. “Me vivían metiendo en cana”, dice el licenciado. Según sus palabras, “en esa época no había muchas opciones: eras de izquierda o Montonero”. Se emociona hasta las lágrimas cuando recuerda a su hermano Tirso, que fue secuestrado cuando estudiaba en el Instituto Técnico. “Nunca más lo volvimos a ver. No pasó lo mismo con varios personajes que fueron entregadores y hoy son políticos que se cambian de partidos sin ningún problema con tal de llegar al poder”, asegura molesto.
Por sus ideas, el economista se alejó aún más de la pesca. El 23 de marzo de 1976 fue liberado por última vez (”tuve la suerte que otros no tuvieron”, reconoce), pero quedó cesante al día siguiente en su cargo de docente universitario. No le quedó otra que refugiarse en la finca de su suegro en Tajamar (Catamarca) junto a su esposa Yolanda y a su pequeña hija Eva. “Ahí hice de todo. Desde arar, hasta cortar leña, construir y sembrar. Nunca me voy a olvidar lo que me ocurrió en un censo agropecuario. La persona que me entrevistó casi se cae de espaldas cuando le dije que era un licenciado en economía. Llegó 1983 y las cosas comenzaron a cambiar”, relata con una sonrisa picaresca tallada en su rostro.
Volver a nacer
Con la llegada de la democracia Yáñez recuperó su vida y su otra pasión: la pesca. “En 1988, por recomendación del amigo Miguel ‘Loco’ Quesada, me asocié al club de Pesca y Regatas y ya no paré más, porque aprendí los secretos de un grande como fue Camilo Ferroni. Fui capitán de equipo de la entidad y aprendí de muchísimos monstruos que no tuvieron problemas en transmitir sus conocimientos”, destaca.
En la lista de sus maestros aparecen varios nombres. Entre otros, figuran Aurelio Font, Antonio Arévalo, el cordobés Miguel Romero y el mismo Quesada. “De todos aprendí algo, pero fue el arte de Aurelio lo que más me cautivó. Desgraciadamente el aspecto comercial terminó matando su arte. Sus creaciones, especialmente las boyas, eran únicas. Pero en un momento le empezaron a pedir más. Aumentar su producción significaba perder calidad. Él perdió, pero no los negocios, que las seguían vendiendo al mismo precio”, explica.
“Tito” cuenta que hacer una boya lleva su tiempo. Después de darle forma con un torno, hay que pintarla. “Eso es lo más duro. Por ejemplo, la pinto seis veces con color blanco y recién después la coloreo. Lleva muchísimo tiempo, pero no fallan y se conservan mucho más que las normales”, detalla.
“Prefiero no hacer algunas cosas porque no tengo elementos de calidad a causa de los problemas de importación”, confiesa sin ponerse colorado. “Si sigo fabricando es porque tengo personas que me consiguen cosas. Por ejemplo, un economista de primer nivel y mejor persona que trabaja en el FMI, cuando viene a Tucumán me trae elementos que son fundamentales. Y si no tengo para producir y vender, los hago para que le queden a mis hijos Paco y Pablo que también pescan”, reconoce.
“Tito” no se cansa de repetir que su tarea es perfeccionar lo que otros inventaron, aunque sí reconoce que creó el “Torombolo”, sistema de pesca de flote que se difundió rápidamente en esta y en otra provincia. “Esa creación encierra una gran historia. Cuando comprobé que funcionaba, le regalé varios a los integrantes del club para que lo utilizaran. Varios meses después se presentó en mi casa Néstor Aranzazú, el mejor pescador que conocí en mi vida, para pedirme que le fabricara dos. Esa fue la mayor satisfacción que tuve”, rememora.
A Yáñez siempre le fascinó pescar, pero lo apasionó mucho más participar en los concursos de pesca a nivel provincial, regional y nacional. “La gente habla mucho de estas competencias sin saber. Una vez, en la entrega de premios de un concurso, el conductor informó que se habían pescado 23.000 pejerreyes. Todos nos agarramos la cabeza, pero rápidamente aclararon que al día siguiente se sembrarían 5 millones de alevines. Acá en Tucumán pasa lo mismo. Por el trabajo de Flora y Fauna, con hombres apasionados como Carlos Riviere, se logró recuperar a El Cadillal”, comenta.
El economista cuenta que en 2013 decidió no competir más. “Un domingo muy frío me despierta uno de mis hijos para avisarme que teníamos que ir a un concurso. En ese momento me di cuenta que ya no podía hacerlo. ¡Si estaba temblando en la cama se imagina lo que pasaría si me metía al dique!”, recuerda, riéndose.
Yáñez, pese a las secuelas de una extraña enfermedad que lo castigó varios meses, sigue haciendo lo que más le gusta: pescar. Pero ahora con otro objetivo en mente. Aprovechando que su hijo Pablo acaba de asumir como presidente del club de Pesca y Regatas, buscará fundar una escuela para los futuros deportistas. Y el licenciado no tarda en comentar el por qué de este proyecto: “hay una frase de Cristo que se puede aplicar en todos los ámbitos de la vida: a los hambrientos no les des pescados, enséñales a pescar”.