Descuido en estatuas y placas de paseos públicos

Descuido en estatuas y placas de paseos públicos

Hasta hace un poco menos de cuatro décadas, emplazar una estatua en la ciudad de San Miguel de Tucumán era una empresa donde el Gobierno -municipal o provincial- ponía extremado cuidado. Así lo confirma rotundamente la calidad de las esculturas que fueron poblando nuestras plazas y parques. Se planificaba con idéntico esmero su ubicación, y lo mismo ocurría a la hora de colocar placas recordatorias de cualquier tipo. Lamentablemente, todo eso sufrió un enorme cambio cuando terminaban los años 70. Empezó a ganar, a los responsables de la ciudad, una verdadera fiebre por dotarla de figuras escultóricas, muchas de ellas lamentablemente ejecutadas sin la debida calidad y como de apuro. La calidad puede ser opinable, pero no el apuro. Se manifiesta, por ejemplo, en la desprolijidad en las inscripciones en la base de las efigies de la avenida Soldati. A los nombres, a veces se les agrega el título: consta el grado militar de Bernabé Aráoz, de Álvarez de Condarco, de Alejandro Heredia, de Crisóstomo Álvarez. Pero carecen del título, a pesar de que eran doctores en Derecho, Marcos Paz, Juan Bautista Alberdi, Bernardo Monteagudo. Además, hay errores. Ildefonso de las Muñecas era doctor en Teología y no “Fray”, ya que pertenecía al clero secular. El apellido del oficial sanmartiniano era Álvarez de Condarco y no “Condarco” a secas, como allí figura.

No se sabe qué ocurrirá con las identificaciones de Lucas Córdoba (estatua que, curiosamente, se restauró cambiándole el uniforme militar original por un traje civil), con Gregorio Aráoz de La Madrid y con José Eusebio Colombres, cuyos basamentos se encuentran en arreglo. Pareciera obvio que hay que unificar los nombres: todos deben llevar título, o no debe llevarlo ninguno. Sí debe marcarse, como positivo, que se esté cambiando la antiestética y deforme tipografía colocada en 1977.

Tan importante como la desprolijidad en las identificaciones, es la referida a la ubicación. Esto resalta en la efigie de Fernando Riera, hace poco emplazada en Congreso primera cuadra. Es una cabeza -de tamaño desmesurado respecto del delgado busto- con la cual prácticamente tropieza el peatón que gira en la esquina 24 de Septiembre, porque se la ha colocado, extrañamente, sobre un costado y no al centro de la calzada peatonal. Mucho hubiera ganado esa escultura, colocada una cuadra más al sur, en la plazoleta de la esquina Crisóstomo Álvarez.

En otros casos, los monumentos se suprimen de pronto. No hubo una razón de peso para borrar de la estatuaria urbana a Bernardino Rivadavia, retirando el busto que desde hace muchas décadas se emplazó en la plazoleta que enfrenta el Hospital de Niños. Hasta suena como un agravio gratuito al prócer que fue presidente de la República de 1826 a 1827. En otro orden, cabe hacer un reparo a los materiales precarios. En la plaza Belgrano, en el cerco de acrílico que rodea la Pirámide, las leyendas no estaban grabadas sino impresas en hojas plásticas adheridas, que se están despegando. También se van borrando las de las placas colocadas en el pequeño muro, a la izquierda de la estatua del prócer. Evidentemente, el moderno proceso para grabar sobre metal o mármol no resiste a la intemperie. Existe además un problema de vigilancia: dos de las placas ya fueron arrancadas. En suma, parece necesario destinar, al ornato de nuestros espacios públicos y de sus monumentos, una preocupación donde se cuiden la calidad, el material y el emplazamiento y se los preserve de la depredación.

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