01 Febrero 2015
CURIOSA INSPIRACIÓN. Durante la última década del siglo pasado, en la Argentina, el protagonista indiscutible de varias novelas fue el dinero. FOTO DE authoritypublishing.com
“El dinero, signo del oro, obligado a circular sin reposo, no es más que la ficción, el simulacro -o como diría Marx: el enigma- del valor”.
Ricardo Piglia
En la década de 1990, más exactamente entre comienzos de los años 90 y 2001, se escribieron en Argentina varias novelas cuyo protagonista indiscutible fue el dinero. Y no porque en ellas proliferara la mención a monedas y billetes ni porque se incluyera algún episodio que pudiera calificarse como económico.
El dinero no era, en esas novelas, un elemento más ni un tema recurrente; tampoco construía un sistema de referencias ni permitía simplemente reconstruir un contexto. Más bien, el dinero era el motor de la trama, lo que echaba a andar la historia, la matriz explicativa del relato. Y por la vía de la ficción, iluminaba zonas veladas de espacios y temporalidades en la Argentina contemporánea.
El hecho no sería tan contundente, o tal vez no me hubiera llamado demasiado la atención, si no se tratara de novelas escritas tanto por escritores que hallaron su plena consagración en esos años como por escritores jóvenes que intentaban consolidar un proyecto literario personal. En todos los casos, y más allá del efecto desigual que provocaron en su momento en el público, fueron novelas de lectura obligatoria para la crítica especializada, y sus autores se confirmaron, en los años siguientes, como figuras ineludibles de la escena cultural. El aire, de Sergio Chejfec, primera de la serie, fue publicada en 1992 por la filial argentina de la editorial Alfaguara, que dos años después publicaría Wasabi, de Alan Pauls, o sea las dos ficciones del dinero escritas por los jóvenes. En 1997, la tercera novela de Ricardo Piglia, Plata quemada, recibió el Premio Planeta y fue difundida en todo el mercado en lengua castellana antes de ampliar todavía más su circulación mundial con la versión cinematográfica. Aunque publicada por Anagrama en 2002, Varamo está fechada por su autor en 1999 y pertenece a la tanda de novelas que César Aira publicó en esos años en España. Por último, La experiencia sensible, de Rodolfo Fogwill, reconocido ya por Los pichiciegos, también es lanzada en España, en 2001, por la editorial Mondadori.
Las tres ficciones del dinero de los escritores mayores se proyectaron mundialmente a finales de los años noventa, en las vísperas del siglo XXI.
Basta con resumir en pocas líneas los respectivos argumentos de estas novelas para advertir que el dinero es su protagonista: en una ciudad desaparecen las monedas y los billetes hasta que el vidrio los remplaza por completo (El aire); un escritor recibe un premio literario que consiste en una residencia en Francia para escribir una novela, pero le crece un bulto en la espalda y termina convertido en homeless (Wasabi); tras una extenuante persecución policial, unos tipos hacen arder el millonario botín de un robo aunque les cueste la vida (Plata quemada); la poesía moderna nace de la imaginación de un empleado público después de recibir como parte de su sueldo dos billetes falsos (Varamo); en plena dictadura militar, una familia argentina pasa sus vacaciones en Las Vegas, donde circula plata sin parar y solo es posible gastarla jugando en el casino (La experiencia sensible). Las cinco novelas parecían responder un siglo y medio después, aun sin quererlo, al genial anuncio de Honoré de Balzac a mediados de la década de 1850 cuando en su Comedia humana convirtió al dinero en el nuevo héroe moderno. Y parecían hacerlo de un modo acorde a su tiempo, un tiempo de arrasadora modernización, de tan radical modernización que, según ciertas teorizaciones, llegó a acabar, en su propio ímpetu, con la misma modernidad que hasta el momento le había resultado inherente. Dinero extinto, dinero falso, gratuitamente gastado, dinero quemado, dinero que compromete el cuerpo hasta deformarlo. Es evidente que ese dinero ya no es más el nuevo héroe moderno como lo había sido para Balzac al escribir sus novelas sobre las ilusiones perdidas en París, sobre la casa banquera Nucingen, sobre los ascensos y las caídas de fortuna; como lo había sido para Balzac al lograr, todavía hoy, que una bancarrota nos haga palpitar igual que el relato de la caída de un imperio o que una herencia nos provoque la misma avidez que las aventuras sentimentales de un joven galante.
Pero tampoco es ese dinero volátil cuya maníaca circulación mundial supo describir Émile Zola en 1890 en El dinero, o algo tardíamente, ya en 1903, el estadounidense Frank Norris con las alzas y las bajas del trigo que le daban ritmo a The Pit. Ni el que en América Latina, en un Brasil ya republicano, eligió como tema Alfred de Taunay a mediados de los años 90 con O enci lha mento, o en Guatemala, en el novecientos, Enrique Martínez Sobral con Humo. Y por último: tampoco era el dinero que, en Argentina, había presentado tempranamente Julián Martel, en 1891, en La Bolsa, igual a como lo hicieron otras cuatro novelas que, en apenas dos años, se ocuparon de lo que se conoció como el crac del 90 y contaron (según lo muestran algunos títulos: Horas de fiebre, Abismos, Grandezas) la entrega desenfrenada de sus protagonistas a la especulación y la caída brutal que los llevó a la locura o al suicidio.
Casi a la vuelta del siglo XX, en el umbral de un nuevo siglo, se trataba ahora de un dinero ubicuo pero a la vez en plena y definitiva licuefacción, peculiar a esa modernidad líquida con la que Zygmunt Bauman intentó explicar algo del mundo contemporáneo y su reasignación de los “poderes de disolución” de la modernidad. Para decirlo de otro modo: se trataba de un dinero que, en vez de mostrar su potencial heroicidad, declaraba la imposibilidad de ser, para siempre y con la forma que fuere, un héroe moderno.
* Fondo de Cultura.
Ricardo Piglia
En la década de 1990, más exactamente entre comienzos de los años 90 y 2001, se escribieron en Argentina varias novelas cuyo protagonista indiscutible fue el dinero. Y no porque en ellas proliferara la mención a monedas y billetes ni porque se incluyera algún episodio que pudiera calificarse como económico.
El dinero no era, en esas novelas, un elemento más ni un tema recurrente; tampoco construía un sistema de referencias ni permitía simplemente reconstruir un contexto. Más bien, el dinero era el motor de la trama, lo que echaba a andar la historia, la matriz explicativa del relato. Y por la vía de la ficción, iluminaba zonas veladas de espacios y temporalidades en la Argentina contemporánea.
El hecho no sería tan contundente, o tal vez no me hubiera llamado demasiado la atención, si no se tratara de novelas escritas tanto por escritores que hallaron su plena consagración en esos años como por escritores jóvenes que intentaban consolidar un proyecto literario personal. En todos los casos, y más allá del efecto desigual que provocaron en su momento en el público, fueron novelas de lectura obligatoria para la crítica especializada, y sus autores se confirmaron, en los años siguientes, como figuras ineludibles de la escena cultural. El aire, de Sergio Chejfec, primera de la serie, fue publicada en 1992 por la filial argentina de la editorial Alfaguara, que dos años después publicaría Wasabi, de Alan Pauls, o sea las dos ficciones del dinero escritas por los jóvenes. En 1997, la tercera novela de Ricardo Piglia, Plata quemada, recibió el Premio Planeta y fue difundida en todo el mercado en lengua castellana antes de ampliar todavía más su circulación mundial con la versión cinematográfica. Aunque publicada por Anagrama en 2002, Varamo está fechada por su autor en 1999 y pertenece a la tanda de novelas que César Aira publicó en esos años en España. Por último, La experiencia sensible, de Rodolfo Fogwill, reconocido ya por Los pichiciegos, también es lanzada en España, en 2001, por la editorial Mondadori.
Las tres ficciones del dinero de los escritores mayores se proyectaron mundialmente a finales de los años noventa, en las vísperas del siglo XXI.
Basta con resumir en pocas líneas los respectivos argumentos de estas novelas para advertir que el dinero es su protagonista: en una ciudad desaparecen las monedas y los billetes hasta que el vidrio los remplaza por completo (El aire); un escritor recibe un premio literario que consiste en una residencia en Francia para escribir una novela, pero le crece un bulto en la espalda y termina convertido en homeless (Wasabi); tras una extenuante persecución policial, unos tipos hacen arder el millonario botín de un robo aunque les cueste la vida (Plata quemada); la poesía moderna nace de la imaginación de un empleado público después de recibir como parte de su sueldo dos billetes falsos (Varamo); en plena dictadura militar, una familia argentina pasa sus vacaciones en Las Vegas, donde circula plata sin parar y solo es posible gastarla jugando en el casino (La experiencia sensible). Las cinco novelas parecían responder un siglo y medio después, aun sin quererlo, al genial anuncio de Honoré de Balzac a mediados de la década de 1850 cuando en su Comedia humana convirtió al dinero en el nuevo héroe moderno. Y parecían hacerlo de un modo acorde a su tiempo, un tiempo de arrasadora modernización, de tan radical modernización que, según ciertas teorizaciones, llegó a acabar, en su propio ímpetu, con la misma modernidad que hasta el momento le había resultado inherente. Dinero extinto, dinero falso, gratuitamente gastado, dinero quemado, dinero que compromete el cuerpo hasta deformarlo. Es evidente que ese dinero ya no es más el nuevo héroe moderno como lo había sido para Balzac al escribir sus novelas sobre las ilusiones perdidas en París, sobre la casa banquera Nucingen, sobre los ascensos y las caídas de fortuna; como lo había sido para Balzac al lograr, todavía hoy, que una bancarrota nos haga palpitar igual que el relato de la caída de un imperio o que una herencia nos provoque la misma avidez que las aventuras sentimentales de un joven galante.
Pero tampoco es ese dinero volátil cuya maníaca circulación mundial supo describir Émile Zola en 1890 en El dinero, o algo tardíamente, ya en 1903, el estadounidense Frank Norris con las alzas y las bajas del trigo que le daban ritmo a The Pit. Ni el que en América Latina, en un Brasil ya republicano, eligió como tema Alfred de Taunay a mediados de los años 90 con O enci lha mento, o en Guatemala, en el novecientos, Enrique Martínez Sobral con Humo. Y por último: tampoco era el dinero que, en Argentina, había presentado tempranamente Julián Martel, en 1891, en La Bolsa, igual a como lo hicieron otras cuatro novelas que, en apenas dos años, se ocuparon de lo que se conoció como el crac del 90 y contaron (según lo muestran algunos títulos: Horas de fiebre, Abismos, Grandezas) la entrega desenfrenada de sus protagonistas a la especulación y la caída brutal que los llevó a la locura o al suicidio.
Casi a la vuelta del siglo XX, en el umbral de un nuevo siglo, se trataba ahora de un dinero ubicuo pero a la vez en plena y definitiva licuefacción, peculiar a esa modernidad líquida con la que Zygmunt Bauman intentó explicar algo del mundo contemporáneo y su reasignación de los “poderes de disolución” de la modernidad. Para decirlo de otro modo: se trataba de un dinero que, en vez de mostrar su potencial heroicidad, declaraba la imposibilidad de ser, para siempre y con la forma que fuere, un héroe moderno.
* Fondo de Cultura.
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