21 Enero 2015
Por cuestionable y descalificadora que haya sido, la patada que pegó Leandro Marín sabe insuficiente como para que proliferen tantos jueces delivery que con inusitada ligereza bajan el pulgar y casi dan por terminada la carrera de un futbolista de 22 años. No deja de ser sugestivo que en un fútbol argentino con tanto desorden en el placard se disimulen unos cuantos problemas estructurales y en cambio se obstinen en un episodio si no menor de los que se consumen en sí mismo.
Desde luego que lo que hizo Marín carece de atenuantes, no hay manera de embellecer un arrebato así de violento, así de artero y así de peligroso para la integridad física de un compañero de trabajo, tal es Ricardo Centurión.
Pero Marín ha pagado y seguirá pagando: fue expulsado por el árbitro Patricio Loustau, fue reprobado por una buena parte de la tribuna de Boca, será sancionad y perderá terreno en la consideración de Rodolfo Arruabarrena.
¿Qué más? ¿Qué más deberá purgar Marín? ¿Un segundo de enajenación lo habrá forzado a tener que pagar la deuda eterna? ¿No entra en la cuenta de la enmienda que haya admitido su error y ejercido la integridad de acercarse al vestuario de Racing, dar la cara y ofrecer su pedido de disculpas al propio Centurión?
¿No entra en la cuenta que ese gesto haya sido recibido de buen grado por el damnificado inmediato y por varios de sus compañeros de Racing? El neuquino, quien está a punto de cumplir 22 años y apenas jugó medio centenar de partidos en primera división, cometió un error grave y expresó su arrepentimiento en tiempo y forma: ¿no merece una segunda oportunidad?
Pero la patada de Marín, reúne un tema adicional: unos cuantos creyeron ver en Marín una suerte de justiciero que puso en su lugar a Centurión, sindicado como un malintencionado que juega de la manera que juega por el puro placer de burlarse de sus adversarios. He allí otro disparate: tal parece que el que tenía que ofrecer sus excusas era Centurión. El viejo tic de convertir a la víctima en el victimario.
Desde luego que lo que hizo Marín carece de atenuantes, no hay manera de embellecer un arrebato así de violento, así de artero y así de peligroso para la integridad física de un compañero de trabajo, tal es Ricardo Centurión.
Pero Marín ha pagado y seguirá pagando: fue expulsado por el árbitro Patricio Loustau, fue reprobado por una buena parte de la tribuna de Boca, será sancionad y perderá terreno en la consideración de Rodolfo Arruabarrena.
¿Qué más? ¿Qué más deberá purgar Marín? ¿Un segundo de enajenación lo habrá forzado a tener que pagar la deuda eterna? ¿No entra en la cuenta de la enmienda que haya admitido su error y ejercido la integridad de acercarse al vestuario de Racing, dar la cara y ofrecer su pedido de disculpas al propio Centurión?
¿No entra en la cuenta que ese gesto haya sido recibido de buen grado por el damnificado inmediato y por varios de sus compañeros de Racing? El neuquino, quien está a punto de cumplir 22 años y apenas jugó medio centenar de partidos en primera división, cometió un error grave y expresó su arrepentimiento en tiempo y forma: ¿no merece una segunda oportunidad?
Pero la patada de Marín, reúne un tema adicional: unos cuantos creyeron ver en Marín una suerte de justiciero que puso en su lugar a Centurión, sindicado como un malintencionado que juega de la manera que juega por el puro placer de burlarse de sus adversarios. He allí otro disparate: tal parece que el que tenía que ofrecer sus excusas era Centurión. El viejo tic de convertir a la víctima en el victimario.