Por Gustavo Martinelli
13 Enero 2015
Samuel Beckett se hizo célebre con una obra que dejó una huella indeleble en la Literatura: “Esperando a Godot”. Considerada una pieza emblemática del “teatro del absurdo”, su trama se puede sintetizar con una sola palabra: espera. Los protagonistas Vladimir y Estragon se la pasan esperando la llegada de un personaje llamado Godot al que ni siquiera conocen y del que no tienen ningún tipo de referencia. Es una historia en la que no pasa nada. Pero, al mismo tiempo, lo dice todo. Mientras esperan, Vladimir y Estragon hablan sin comprenderse, generan malentendidos, se interrumpen, repiten frases y hasta se pelean groseramente. Pero permanecen sentados esperando. Y, al final de la obra, siguen siendo ellos mismos: no aprenden nada, no encuentran soluciones, no descubren ningún secreto de la vida y, por supuesto, no llegan a entenderse nunca. Sólo los une la espera.
Salvando las distancias, nuestra sociedad vive una situación similar. Muchos somos como Vladimir y Estragon que esperan a un Godot que nunca llega. Son Vladimir y Estragon esos pequeños que florecen con una frecuencia vergonzosa en los semáforos de nuestra ciudad, mendigando un poco de la dignidad que se les ha negado. Ellos esperan ayuda. Una ayuda efectiva y real; no la que les promete un Estado que, como Godot, permanece siempre fuera de escena. Y también esperan una ayuda de cada uno de nosotros, los que pasamos por ese semáforo y que apenas los percibimos en su desdicha. O como aquellos vecinos de numerosos barrios olvidados, que padecen el infierno de la indiferencia estatal y el maltrato de las empresas de servicios. Ellos también son como Vladimir y Estragon: aguardan algo que nunca llega. Un servicio de agua digno, luz las 24 horas del día, calles en buen estado, plazas sin malezas y veredas sin agua servida. Pero, a diferencia de la obra de Beckett, la de los vecinos es una espera mendaz, que a veces culmina fugazmente en época de elecciones.
Cuando le preguntaron a Beckett quien o qué era Godot, el dramaturgo respondió escuetamente: “Si lo supiera, lo habría dicho en la obra”. Por eso, no hay ninguna razón para no considerar que Godot es lo que cada uno cree que es: Dios, el Estado, el conocimiento o la libertad. Y, en nuestro caso, bien podría ser la dignidad. Sí, porque hoy el pueblo vive de las promesas y los dirigentes, de sus victorias. De lo contrario... ¿cómo se entiende que en la calle haya cada vez menos solidaridad y más individualismo? ¿Cómo se puede aceptar que en la puerta de los bancos haya familias enteras estirando las manos por unas monedas? ¿Cómo es posible que no se haga nada para detener el descenso a los infiernos de aquellos que nada tienen? ¿Cómo se hace para seguir andando después de ver a esos niños que comen y duermen en los cajeros de los bancos? Ernesto Sábato, en “La resistencia”, hace un aporte interesante. Dice, por ejemplo: “el hombre de la posmodernidad está encadenado a las comodidades que le procura la técnica, y con frecuencia no se atreve a hundirse en experiencias hondas como el amor o la solidaridad. Pero el ser humano, paradójicamente sólo se salvará si pone su vida en riesgo por el otro, por su prójimo, o su vecino, o por los chicos abandonados en el frío de las calles, sin el cuidado que esos años requieren y que viven en esa intemperie que arrastrarán como una herida abierta por el resto de sus días. Estos chicos nos pertenecen como hijos y han de ser el primer motivo de nuestras luchas, la más genuina de nuestras vocaciones”. Es decir que lo que Sábato nos pidió antes de morir es mayor compromiso. Ni tanto, ni tan poco. Un compromiso similar al que tuvieron nuestros próceres y que hoy aún tienen esos seres anónimos que sostienen nuestra humanidad. Un compromiso que nos haga sentir orgullosos de ser hombres que pisan esta tierra. Un compromiso que, en definitiva, nos permita redimirnos de esta indiferencia social; que nos permita dejar de ser Vladimir o Estragon y hacer algo para ser protagonistas de nuestra historia. Porque de nuestro compromiso ante la orfandad del prójimo puede surgir una nueva manera de vivir. Una manera donde el replegarse sobre sí mismo sea un escándalo y el olvido del otro, una inconcebible irrealidad.
Salvando las distancias, nuestra sociedad vive una situación similar. Muchos somos como Vladimir y Estragon que esperan a un Godot que nunca llega. Son Vladimir y Estragon esos pequeños que florecen con una frecuencia vergonzosa en los semáforos de nuestra ciudad, mendigando un poco de la dignidad que se les ha negado. Ellos esperan ayuda. Una ayuda efectiva y real; no la que les promete un Estado que, como Godot, permanece siempre fuera de escena. Y también esperan una ayuda de cada uno de nosotros, los que pasamos por ese semáforo y que apenas los percibimos en su desdicha. O como aquellos vecinos de numerosos barrios olvidados, que padecen el infierno de la indiferencia estatal y el maltrato de las empresas de servicios. Ellos también son como Vladimir y Estragon: aguardan algo que nunca llega. Un servicio de agua digno, luz las 24 horas del día, calles en buen estado, plazas sin malezas y veredas sin agua servida. Pero, a diferencia de la obra de Beckett, la de los vecinos es una espera mendaz, que a veces culmina fugazmente en época de elecciones.
Cuando le preguntaron a Beckett quien o qué era Godot, el dramaturgo respondió escuetamente: “Si lo supiera, lo habría dicho en la obra”. Por eso, no hay ninguna razón para no considerar que Godot es lo que cada uno cree que es: Dios, el Estado, el conocimiento o la libertad. Y, en nuestro caso, bien podría ser la dignidad. Sí, porque hoy el pueblo vive de las promesas y los dirigentes, de sus victorias. De lo contrario... ¿cómo se entiende que en la calle haya cada vez menos solidaridad y más individualismo? ¿Cómo se puede aceptar que en la puerta de los bancos haya familias enteras estirando las manos por unas monedas? ¿Cómo es posible que no se haga nada para detener el descenso a los infiernos de aquellos que nada tienen? ¿Cómo se hace para seguir andando después de ver a esos niños que comen y duermen en los cajeros de los bancos? Ernesto Sábato, en “La resistencia”, hace un aporte interesante. Dice, por ejemplo: “el hombre de la posmodernidad está encadenado a las comodidades que le procura la técnica, y con frecuencia no se atreve a hundirse en experiencias hondas como el amor o la solidaridad. Pero el ser humano, paradójicamente sólo se salvará si pone su vida en riesgo por el otro, por su prójimo, o su vecino, o por los chicos abandonados en el frío de las calles, sin el cuidado que esos años requieren y que viven en esa intemperie que arrastrarán como una herida abierta por el resto de sus días. Estos chicos nos pertenecen como hijos y han de ser el primer motivo de nuestras luchas, la más genuina de nuestras vocaciones”. Es decir que lo que Sábato nos pidió antes de morir es mayor compromiso. Ni tanto, ni tan poco. Un compromiso similar al que tuvieron nuestros próceres y que hoy aún tienen esos seres anónimos que sostienen nuestra humanidad. Un compromiso que nos haga sentir orgullosos de ser hombres que pisan esta tierra. Un compromiso que, en definitiva, nos permita redimirnos de esta indiferencia social; que nos permita dejar de ser Vladimir o Estragon y hacer algo para ser protagonistas de nuestra historia. Porque de nuestro compromiso ante la orfandad del prójimo puede surgir una nueva manera de vivir. Una manera donde el replegarse sobre sí mismo sea un escándalo y el olvido del otro, una inconcebible irrealidad.
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