El espectador del paraíso

El espectador del paraíso

Gianiodis es dueño de una platea en el teatro “al aire libre”. Cada mediodía, el cielo actúa para su deleite.

02 Enero 2015
Religiosamente desde que se afincó en la ladera de la Loma Grande, Ricardo Gianiodis toma asiento en su galería-balcón y se prepara para contemplar un espectáculo celestial. “A partir del mediodía, las nubes comienzan a caer sobre el lago. Es como ver una cascada blanca”, metaforiza mientras revuelve el café que ha preparado María Luisa, su esposa.

Desde el agua, las nubes avanzan y se establecen sobre El Muñoz. Un viento que sopla del este las barre hacia el punto opuesto. “Es increíble: mientras una parte está cubierta, la zona donde vivo permanece despejada. El cielo se cierra abajo, pero, aquí arriba, tenemos sol y podemos ver este paisaje”, cuenta deslumbrado. En lontananza, todo lo estático se vuelve dinámico.

Naturalezas vivas

Los rayos, justamente, iluminan su rostro colorado. Él, sin embargo, se enfrenta al horizonte sin anteojos de sol. Su casa delimitada por una pirca por lo menos centenaria es un mirador natural: de un lado está el río Las Puertas, del otro se alzan las montañas. “Siempre digo que las ventanas son los marcos de la naturaleza que nos rodea. El Pabellón asoma por las habitaciones como si fuera un cuadro”, comenta divertido.

Las curvas y quebradas; el cielo movedizo e inestable; el verano con frazada; los senderos escondidos; el caballo andariego; las costumbres ancestrales. De todo eso se enamoró Gianiodis hace 53 años, cuando subió por primera vez a pasar un enero junto con su familia. “Mis padres me contaban que en el camino había un indio. ¡Yo quería verlo!”, recuerda evocando la estatua plantada en la ruta 307. Pasaron los estíos, pero la ilusión de la infancia permaneció intacta. Y Gianiodis volvió siempre a un lugar que él retrata como una fuente inagotable de anécdotas, aventuras y oportunidades.

Las cosas, desde luego, han cambiado desde sus veraneos iniciales. El comerciante y prestador de servicios de fumigación anota las corridas entre las tradiciones casi extinguidas. Y se larga a contar que la ganadería trashumante pasta en el monte, en invierno. “Entonces, la corrida consistía en salir en grupo a buscar la hacienda para llevarla al corral. Allí, cada dueño reconocía a sus animales por la señal, el número o la marca en el anca. El ternero se iba con el dueño de la madre”, explica con nostalgia. Esa faena colectiva desapareció, así como bajó el número de cabezas, y el turismo y el crecimiento inmobiliario transformaron la economía de la zona.

Una “Grecia” aquí nomás

Es cierto que en temporada alta el pueblo explota, pero Gianiodis, que seguro tiene antepasados griegos, cree que todavía hay sitio generoso para la paz y el retiro. “Cada cual elige cómo quiere estar. Yo subo y me encuentro conmigo mismo. Un día me peleo, al otro día me reconcilio. En el ruido a lo mejor uno se hace el distraído”, medita mientras acaricia a su perrazo, justo antes de que lleguen su hijo, su nuera y su nieta recién nacida. El veraneante dice que con paciencia todo se puede, incluso amansar un caballo. Él consiguió domar al suyo, “Pullo” o “Puyo”, a fuerza de sentarse en el césped y esperar. “La montaña tiene mucho carácter; huele a tierra con viento y suena a ovejas que pasan”, confiesa Gianiodis, que bien podría ser definido como un hombre cautivado por los misterios de ese paraíso llamado Tafí del Valle.

Tamaño texto
Comentarios
Comentarios