Por Carlos Páez de la Torre H
28 Diciembre 2014
EL VIAJE DEL MENHIR. El fotógrafo Luis Posse se encargó de registrar, con su cámara, el traslado a Tucumán de la enorme piedra, de más de 3 metros de largo y de unos 1.800 kilogramos de peso.
Entre los tan afamados megalitos del valle de Tafí, el más prestigioso sin duda es el denominado “Menhir Ambrosetti”. Fuera de su enorme valor científico, la historia de la gran piedra tallada registra la peculiaridad de que, luego de estar en el valle durante siglos, en 1915 fue trasladada al Parque 9 de Julio, de San Miguel de Tucumán. Allí permaneció exactamente 62 años, cumplidos los cuales fue devuelta a su lugar de origen.
Creemos que la primera mención de los megalitos de Tafí fue obra de Germán Burmeister. En su “Viaje a los Estados del Plata” (1861), cuenta que Carlos Olearius, un compatriota afincado en Tucumán, le informó, en 1859, que en las cercanías del complejo jesuita de La Banda, pudo ver “dos piedras que tienen tres y dos tercios varas de largo por media vara de ancho, que están completamente cubiertas con inscripciones; una de ellas está en pie, mientras que a la otra la han echado abajo”. Olearius hizo un dibujo de la piedra y se lo trajo. “Tiene una decoración muy sencilla, cuya naturaleza no se puede explicar bien”, apuntó Burmeister.
Ambrosetti en el valle
Pasarían casi cuatro décadas hasta que el naturalista Juan Bautista Ambrosetti presentara, a la comunidad científica, el megalito que lleva su nombre, así como los otros que revisó en el valle. En el “Boletín del Instituto Geográfico Argentino”, de 1897, publicó el artículo “Los monumentos megalíticos del valle de Tafí (Tucumán)”. Ilustrado con algunas borrosas fotografías, traía un dibujo del famoso menhir, ejecutado a pluma por uno de sus compañeros de expedición, Federico Voltmer.
Cuenta Ambrosetti que, en noviembre de 1896, durante su excursión por el paraje, el estanciero Ángel Miguel Esteves le avisó que en el lado sur, en tierras de don Justiniano Frías, “se hallaba una gran piedra con signos grabados”. Le informó también que, años atrás, la había visto Paul Groussac, y luego “unos señores franceses que cometieron la estupidez de derribarla, creyendo hallar debajo de ella tesoros escondidos y antigüedades”.
Al día siguiente, 28 de noviembre, Ambrosetti se trasladó hacia ese punto. Lo acompañaban el dibujante Voltmer; el ayudante fotógrafo Santiago París; el ayudante naturalista Emilio Budin, y el profesor Amado Juárez, en cuya casa de Tafí se hospedaban. Un peón conducía “un aparato fotográfico estereoscópico”. Anduvieron “unas tres cuadras rumbo sur por una loma llamada del Algarrobo”, hasta arribar al sitio donde estaba la piedra.
Todo un hallazgo
Ambrosetti narra. “No sé cómo pintar mi sorpresa, cuando me hallé en presencia de un verdadero menhir de 3.10 m. de largo, de un ancho casi constante desde 50 centímetros y de un grueso más o menos de 20 centímetros. Sobre una de las caras aparecían, profundamente esculpidos, una serie de dibujos regulares, verdaderas ‘cup sculptures’ dispuestas en su mayor parte en sentido horizontal, cruzando el menhir a lo ancho”.
Decía que “a juzgar por la posición que ocupa en el suelo y el agujero que aun se notaba en la tierra donde otrora se hallaba enterrado, y por otras razones más, es posible que el menhir debiera mirar con su cara esculpida hacia el sur, derecho al gran cerro del Ñuñorco, que esa dirección se eleva majestuoso; dando el otro frente hacia el cerro del Pabellón, en las cadenas de las Cumbres de Calchaquí, que cortan con su alto filo el horizonte por la parte norte”.
El interesantísimo artículo de Bumeister se extendía de la página 105 a la 172 del “Boletín”. Después, los arqueólogos E. T. Hamy, Eric Boman y Carlos Bruch ahondarían sobre el hallazgo.
Orden de traslado
El tiempo prosiguió su marcha. Dieciocho años después del articulo de Ambrosetti, el gobernador de Tucumán, Ernesto Padilla, buscaba afanosamente otorgar atractivos históricos a la ciudad, con motivo de los inminentes festejos del Centenario de la Independencia. Ya se había inaugurado el parque 9 de Julio y, dentro de sus ámbitos, Padilla había logrado salvar de la demolición, y restaurar, la Casa del Obispo José Eusebio Colombres. Se le ocurrió entonces traer de Tafí el menhir Ambrosetti, y emplazarlo en sus inmediaciones.
Mirada con los criterios de hoy, la traslación resulta criticable. No ocurría así en esos años. Más que suscitar alguna aislada queja científica, la medida dio material a los opositores de Padilla para asestarle caricaturas y versos intencionados.
Por ejemplo, en “El Orden”, aparecía dibujado el gobernador de pie junto al menhir: llevaba en una mano el símbolo romano de los deportes, mientras con la otra aferraba la cinta atada al cuello de una pequeña elefanta. La leyenda decía que las “cuatro obras fundamentales” de su gobierno, eran “conseguir enhiestar el menhir, dar leche a la infancia desvalida, fomentar el deporte en la niñez y velar por la salud de Ernestina, la (elefanta) huésped del Zoo”….
El envoltorio
A pesar de las bromas, Padilla siguió adelante. Obtuvo de los Frías Silva, dueños de la estancia de El Mollar (en cuyos campos se hallaba el menhir) los permisos del caso. Y encargó a un calificado amigo, el naturalista Clemente Onelli, director del Zoológico de Buenos Aires, elegir la ubicación que tendría el megalito en el parque y dirigir la respectiva instalación.
El traslado no era cosa sencilla, ya que todavía faltaban 28 años para que existiera camino de auto a Tafí. Era la época en que, desde Acheral hasta el valle, el trayecto sólo podía hacerse a caballo, entre peligrosas y escarpadas sendas y tras sortear ríos torrentosos. Padilla confió la misión de traer hasta el bajo la enorme piedra, a un tafinisto intrépido, don Segundo Ríos Bravo, y puso a su disposición 40 hombres.
Asimismo, destacó al joven fotógrafo Luis “Perillo” Posse, para documentar el viaje. Posteriormente Posse narraría, para LA GACETA, los detalles de la expedición.
Ríos Bravo hizo construir una “aipa” de cueros de oveja y madera fuerte, con ruedas de carro: allí viajaría acostado el menhir. Para protegerlo de los golpes que pudiera recibir durante la travesía, iba envuelto en cueros, trapos y lonas, todo ligado con recias ataduras.
Dura travesía
La expedición salió de El Mollar exactamente el 4 de octubre de 1915. Todos iban a caballo, y se turnaban para tirar, a pie, de la tosca armazón rodada que conducía la piedra. Hoy que se va y se viene de Tafí del Valle por una ruta pavimentada, resulta difícil imaginar lo que era ese viaje en 1915. Por de pronto, requería cruzar decenas de veces el río y encontrar, entre las sendas, la que diese lugar al paso de las ruedas. Era preciso abrirle camino con hachas y palas, además de usar la barreta para mover las piedras grandes.
Ni bien el grupo empezó a caminar con su carga, comenzó también a llover. “El cerro se ha enojado”, decían inquietos los porteadores. Padilla escribía a Onelli: “Esperamos aplacarlo (al cerro) con las horas que aquí esperan a su venerable ancianidad”. Apuntaba sus dudas sobre el menhir: “¿Qué será de él? ¿Llegará sano? Así sea, para el cumplimiento de tantas cosas educativas y bellas que vinculo a su instalación en las puertas de la ciudad”.
Un mes de marcha
Contaba Posse que la gente de la montaña salía de sus ranchos, y miraba curiosa el paso de la misteriosa caja embalada con tanta prolijidad. Para divertirse, los porteadores, muy seriamente, les decían que se trataba del cadáver de un indio muy viejo, muy alto y muy rico, que había dispuesto por testamento que lo enterraran en Tucumán, y que a eso iban…
Por fin, el 3 de noviembre, un mes después de haber partido, la expedición llegó a Acheral sin contratiempos. El envoltorio fue cargado en un vagón del Ferrocarril Provincial, que en un rato lo puso en Tucumán. “Bienvenido el gigante de piedra”, escribió en LA GACETA el poeta Ricardo Jaimes Freyre: no dudaba que “será un evocador de las razas que cayeron bajo la espada implacable de los hombres de hierro”. Jocosamente, un cronista político prefería considerarlo “un Matusalén de piedra cuyo origen, como el del presidente Victorino de la Plaza, se pierde en la noche de los tiempos”...
En el parque
Onelli arribó a Tucumán el 6 de noviembre, de acuerdo a lo convenido con Padilla. Traía también el busto en bronce del obispo Colombres, que iba a colocarse frente a la casa del prócer. El gobernador ya había hecho llevar el menhir al parque. El famoso megalito esperaba en el sitio elegido, “con varios montones de piedra –canto rodado- y además, grandes pedrones que vienen de Lules”, le escribió a Onelli. Agregaba que “tiene, pues, reunidos todos los elementos para que su ojo de director ordene las cosas y las presente bellas y armoniosas en breves días”.
Alzado mediante un fuerte aparejo de hierros y cadenas, apto para sostener sus 1.800 kilos de peso, el menhir fue plantado en el parque, bajo la cuidadosa supervisión de Onelli. La revista porteña “Caras y Caretas” registró el momento en que lo orientaba “estratégicamente, como reloj solar”. Otra fotografía, del 3 de diciembre, en LA GACETA, mostraba ya al megalito instalado.
Allí estuvo exactamente 62 años. Hasta que, en mayo de 1977, una camioneta del Gobierno lo condujo, raudamente, de regreso a El Mollar, como la pieza más destacada del efímero “Parque de los Menhires” que se habilitó ese año. Claro que ya no se sabía con exactitud el punto donde estuvo colocado originalmente, cuando lo apreció Ambrosetti.
Creemos que la primera mención de los megalitos de Tafí fue obra de Germán Burmeister. En su “Viaje a los Estados del Plata” (1861), cuenta que Carlos Olearius, un compatriota afincado en Tucumán, le informó, en 1859, que en las cercanías del complejo jesuita de La Banda, pudo ver “dos piedras que tienen tres y dos tercios varas de largo por media vara de ancho, que están completamente cubiertas con inscripciones; una de ellas está en pie, mientras que a la otra la han echado abajo”. Olearius hizo un dibujo de la piedra y se lo trajo. “Tiene una decoración muy sencilla, cuya naturaleza no se puede explicar bien”, apuntó Burmeister.
Ambrosetti en el valle
Pasarían casi cuatro décadas hasta que el naturalista Juan Bautista Ambrosetti presentara, a la comunidad científica, el megalito que lleva su nombre, así como los otros que revisó en el valle. En el “Boletín del Instituto Geográfico Argentino”, de 1897, publicó el artículo “Los monumentos megalíticos del valle de Tafí (Tucumán)”. Ilustrado con algunas borrosas fotografías, traía un dibujo del famoso menhir, ejecutado a pluma por uno de sus compañeros de expedición, Federico Voltmer.
Cuenta Ambrosetti que, en noviembre de 1896, durante su excursión por el paraje, el estanciero Ángel Miguel Esteves le avisó que en el lado sur, en tierras de don Justiniano Frías, “se hallaba una gran piedra con signos grabados”. Le informó también que, años atrás, la había visto Paul Groussac, y luego “unos señores franceses que cometieron la estupidez de derribarla, creyendo hallar debajo de ella tesoros escondidos y antigüedades”.
Al día siguiente, 28 de noviembre, Ambrosetti se trasladó hacia ese punto. Lo acompañaban el dibujante Voltmer; el ayudante fotógrafo Santiago París; el ayudante naturalista Emilio Budin, y el profesor Amado Juárez, en cuya casa de Tafí se hospedaban. Un peón conducía “un aparato fotográfico estereoscópico”. Anduvieron “unas tres cuadras rumbo sur por una loma llamada del Algarrobo”, hasta arribar al sitio donde estaba la piedra.
Todo un hallazgo
Ambrosetti narra. “No sé cómo pintar mi sorpresa, cuando me hallé en presencia de un verdadero menhir de 3.10 m. de largo, de un ancho casi constante desde 50 centímetros y de un grueso más o menos de 20 centímetros. Sobre una de las caras aparecían, profundamente esculpidos, una serie de dibujos regulares, verdaderas ‘cup sculptures’ dispuestas en su mayor parte en sentido horizontal, cruzando el menhir a lo ancho”.
Decía que “a juzgar por la posición que ocupa en el suelo y el agujero que aun se notaba en la tierra donde otrora se hallaba enterrado, y por otras razones más, es posible que el menhir debiera mirar con su cara esculpida hacia el sur, derecho al gran cerro del Ñuñorco, que esa dirección se eleva majestuoso; dando el otro frente hacia el cerro del Pabellón, en las cadenas de las Cumbres de Calchaquí, que cortan con su alto filo el horizonte por la parte norte”.
El interesantísimo artículo de Bumeister se extendía de la página 105 a la 172 del “Boletín”. Después, los arqueólogos E. T. Hamy, Eric Boman y Carlos Bruch ahondarían sobre el hallazgo.
Orden de traslado
El tiempo prosiguió su marcha. Dieciocho años después del articulo de Ambrosetti, el gobernador de Tucumán, Ernesto Padilla, buscaba afanosamente otorgar atractivos históricos a la ciudad, con motivo de los inminentes festejos del Centenario de la Independencia. Ya se había inaugurado el parque 9 de Julio y, dentro de sus ámbitos, Padilla había logrado salvar de la demolición, y restaurar, la Casa del Obispo José Eusebio Colombres. Se le ocurrió entonces traer de Tafí el menhir Ambrosetti, y emplazarlo en sus inmediaciones.
Mirada con los criterios de hoy, la traslación resulta criticable. No ocurría así en esos años. Más que suscitar alguna aislada queja científica, la medida dio material a los opositores de Padilla para asestarle caricaturas y versos intencionados.
Por ejemplo, en “El Orden”, aparecía dibujado el gobernador de pie junto al menhir: llevaba en una mano el símbolo romano de los deportes, mientras con la otra aferraba la cinta atada al cuello de una pequeña elefanta. La leyenda decía que las “cuatro obras fundamentales” de su gobierno, eran “conseguir enhiestar el menhir, dar leche a la infancia desvalida, fomentar el deporte en la niñez y velar por la salud de Ernestina, la (elefanta) huésped del Zoo”….
El envoltorio
A pesar de las bromas, Padilla siguió adelante. Obtuvo de los Frías Silva, dueños de la estancia de El Mollar (en cuyos campos se hallaba el menhir) los permisos del caso. Y encargó a un calificado amigo, el naturalista Clemente Onelli, director del Zoológico de Buenos Aires, elegir la ubicación que tendría el megalito en el parque y dirigir la respectiva instalación.
El traslado no era cosa sencilla, ya que todavía faltaban 28 años para que existiera camino de auto a Tafí. Era la época en que, desde Acheral hasta el valle, el trayecto sólo podía hacerse a caballo, entre peligrosas y escarpadas sendas y tras sortear ríos torrentosos. Padilla confió la misión de traer hasta el bajo la enorme piedra, a un tafinisto intrépido, don Segundo Ríos Bravo, y puso a su disposición 40 hombres.
Asimismo, destacó al joven fotógrafo Luis “Perillo” Posse, para documentar el viaje. Posteriormente Posse narraría, para LA GACETA, los detalles de la expedición.
Ríos Bravo hizo construir una “aipa” de cueros de oveja y madera fuerte, con ruedas de carro: allí viajaría acostado el menhir. Para protegerlo de los golpes que pudiera recibir durante la travesía, iba envuelto en cueros, trapos y lonas, todo ligado con recias ataduras.
Dura travesía
La expedición salió de El Mollar exactamente el 4 de octubre de 1915. Todos iban a caballo, y se turnaban para tirar, a pie, de la tosca armazón rodada que conducía la piedra. Hoy que se va y se viene de Tafí del Valle por una ruta pavimentada, resulta difícil imaginar lo que era ese viaje en 1915. Por de pronto, requería cruzar decenas de veces el río y encontrar, entre las sendas, la que diese lugar al paso de las ruedas. Era preciso abrirle camino con hachas y palas, además de usar la barreta para mover las piedras grandes.
Ni bien el grupo empezó a caminar con su carga, comenzó también a llover. “El cerro se ha enojado”, decían inquietos los porteadores. Padilla escribía a Onelli: “Esperamos aplacarlo (al cerro) con las horas que aquí esperan a su venerable ancianidad”. Apuntaba sus dudas sobre el menhir: “¿Qué será de él? ¿Llegará sano? Así sea, para el cumplimiento de tantas cosas educativas y bellas que vinculo a su instalación en las puertas de la ciudad”.
Un mes de marcha
Contaba Posse que la gente de la montaña salía de sus ranchos, y miraba curiosa el paso de la misteriosa caja embalada con tanta prolijidad. Para divertirse, los porteadores, muy seriamente, les decían que se trataba del cadáver de un indio muy viejo, muy alto y muy rico, que había dispuesto por testamento que lo enterraran en Tucumán, y que a eso iban…
Por fin, el 3 de noviembre, un mes después de haber partido, la expedición llegó a Acheral sin contratiempos. El envoltorio fue cargado en un vagón del Ferrocarril Provincial, que en un rato lo puso en Tucumán. “Bienvenido el gigante de piedra”, escribió en LA GACETA el poeta Ricardo Jaimes Freyre: no dudaba que “será un evocador de las razas que cayeron bajo la espada implacable de los hombres de hierro”. Jocosamente, un cronista político prefería considerarlo “un Matusalén de piedra cuyo origen, como el del presidente Victorino de la Plaza, se pierde en la noche de los tiempos”...
En el parque
Onelli arribó a Tucumán el 6 de noviembre, de acuerdo a lo convenido con Padilla. Traía también el busto en bronce del obispo Colombres, que iba a colocarse frente a la casa del prócer. El gobernador ya había hecho llevar el menhir al parque. El famoso megalito esperaba en el sitio elegido, “con varios montones de piedra –canto rodado- y además, grandes pedrones que vienen de Lules”, le escribió a Onelli. Agregaba que “tiene, pues, reunidos todos los elementos para que su ojo de director ordene las cosas y las presente bellas y armoniosas en breves días”.
Alzado mediante un fuerte aparejo de hierros y cadenas, apto para sostener sus 1.800 kilos de peso, el menhir fue plantado en el parque, bajo la cuidadosa supervisión de Onelli. La revista porteña “Caras y Caretas” registró el momento en que lo orientaba “estratégicamente, como reloj solar”. Otra fotografía, del 3 de diciembre, en LA GACETA, mostraba ya al megalito instalado.
Allí estuvo exactamente 62 años. Hasta que, en mayo de 1977, una camioneta del Gobierno lo condujo, raudamente, de regreso a El Mollar, como la pieza más destacada del efímero “Parque de los Menhires” que se habilitó ese año. Claro que ya no se sabía con exactitud el punto donde estuvo colocado originalmente, cuando lo apreció Ambrosetti.
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