26 Diciembre 2003
GREGORIO ARAOZ DE LA MADRID. El célebre tucumano, guerrero de la Independencia, en un óleo de Carlos Uhl.
El general Tomás de Iriarte dedica varias páginas de sus "memorias" al registro de las dos semanas que pasó en Tucumán, en 1817. Se presentó de inmediato al jefe del Ejército del Norte, general Manuel Belgrano, quien lo recibió con gran afabilidad. En su escrito, Iriarte haría grandes elogios del creador de la bandera, pero desaprobaba el rigor con que este trataba a los jefes y oficiales. Cualquier falta podía llevarlos a ser "aherrojados y recluídos en calabozos, como el último soldado".
Destaca el enorme afecto que Belgrano tenía por el tucumano Gregorio Aráoz de La Madrid, cuyo coraje le resultaba admirable. Pudo apreciar esto, narra, en la tertulia de Díaz de la Peña, que junto con la de Garmendia eran "las casas principales". Belgrano las frecuentaba en compañía de Iriarte, y en la de Díaz de la Peña "se bailaba todas las noches".
"Cuántas veces -narra Iriarte- observaba yo a Belgrano contemplando al coronel La Madrid como en éxtasis, mientras éste bailaba; hacía un particular aprecio de este jefe y varias veces me dijo que La Madrid era un jefe muy distinguido, que con el tiempo sería un general que haría honor al país. Yo no encontraba motivo para tanto encomio, pues no participaba de la opinión del general, pareciéndome que La Madrid era un oficial muy común y que cuando más tendría la calidad de valiente. Pero el general estaba tan ciego, era tan extremosa su predilección, que cuando La Madrid regresó de su desastrosa expedición al Perú (en la que se condujo con tan poca habilidad) en lugar de ponerlo en consejo de guerra para esclarecer su conducta militar, lo agració con el grado de coronel".
Agrega Iriarte que "Belgrano era muy susceptible para dejarse arrastrar con facilidad por las buenas o malas impresiones que recibía, y este era uno de sus peores defectos".
Destaca el enorme afecto que Belgrano tenía por el tucumano Gregorio Aráoz de La Madrid, cuyo coraje le resultaba admirable. Pudo apreciar esto, narra, en la tertulia de Díaz de la Peña, que junto con la de Garmendia eran "las casas principales". Belgrano las frecuentaba en compañía de Iriarte, y en la de Díaz de la Peña "se bailaba todas las noches".
"Cuántas veces -narra Iriarte- observaba yo a Belgrano contemplando al coronel La Madrid como en éxtasis, mientras éste bailaba; hacía un particular aprecio de este jefe y varias veces me dijo que La Madrid era un jefe muy distinguido, que con el tiempo sería un general que haría honor al país. Yo no encontraba motivo para tanto encomio, pues no participaba de la opinión del general, pareciéndome que La Madrid era un oficial muy común y que cuando más tendría la calidad de valiente. Pero el general estaba tan ciego, era tan extremosa su predilección, que cuando La Madrid regresó de su desastrosa expedición al Perú (en la que se condujo con tan poca habilidad) en lugar de ponerlo en consejo de guerra para esclarecer su conducta militar, lo agració con el grado de coronel".
Agrega Iriarte que "Belgrano era muy susceptible para dejarse arrastrar con facilidad por las buenas o malas impresiones que recibía, y este era uno de sus peores defectos".