30 Noviembre 2014
En menos de una semana recorrió más de 3.500 kilómetros. Comenzó el martes con un viaje de Tucumán a Buenos Aires (regreso a Tucumán) y luego una partida por vía terrestre a la región de Cuyo. Actuará hoy en el festival Americanto, en Mendoza, donde compartirá escenario con el uruguayo Jaime Roos. Sin embargo, no le agrada tanto ese itinerario. “Me gustaría que existiera la teletransportación” dice sonriente. “No es divertido; cuando viajás mucho te das cuenta de que casas más, casas menos, igualito que mi Santiago... todos los shoppings son iguales, McDonalds hay en todos lados, los aeropuertos son parecidos. Por supuesto que lo más hermoso de todo es subirte al escenario y tener una conexión con la gente”, resalta.
Aunque hay un viaje que a Lucho Hoyos sí le gustaría hacer. “Tengo amigos que me han dicho que en Japón es increíble el respeto religioso que le tienen al artista. Antes de morir, me gustaría cantar en Japón”, agrega.
Recuerda que hace varias noches estaba tocando en Casa Managua. “En el escenario les dije que si alguien me hacía firmar un contrato para tocar ahí todos los viernes y sábados (ante 40 personas) hasta que me muera, como laburo, firmo ya!... me gusta esa cosa íntima y ese espacio tiene una magia alucinante”, asegura.
Lleva 56 años de vida y 30 de carrera artística. Es padre de cuatro hijos (una mujer y tres varones). Se desentiende de su cabello largo, color negro y ceniza, gracias a una vincha negra, que se confunde en el centro de su cabellera. Tiene una barba de tres días y los dedos de la mano derecha lo delatan en su oficio de guitarrista.
Es la hora del almuerzo y la cita es en el Mora Bistró del hotel Sheraton. El fotógrafo toma las primeras imágenes en el hall del edificio. “Si sabía eso me preparaba mejor”, comenta en voz baja con una mirada cómplice, mientras simula ocultar la panza. De menú, Lucho elige salmón con tiras de papas rústicas y agua mineral.
Estudiaba en el Instituto Técnico, cuando un profesor de Estática Básica (el ingeniero Fernando Luna) lo convocó para trabajar en su estudio. “Era un capo en cálculos de estructura. No lo digo por soberbia. Tenía 16 años, me apasionaba. Mi segunda pasión es la ingeniería civil”, resalta.
Durante una década (entre los 16 y los 26 años) se metió de lleno en el estudio, mientras se alejaba de las aulas de la universidad. “Hacía laburos que no veía en la facultad. Parecía increíble que estuviera calculando un pórtico de sección variable para una sucursal del banco Nación en Concepción y después tenía que ir a rendir álgebra II. Me parecía una falta de conexión entre la facultad y el mundo real. Me fui alejando de la facultad y metiéndome más en lo profesional; además ganaba buena guita en el estudio”, afirma.
De aquellos tiempos, a Lucho le queda el recuerdo de haber hecho los cálculos de estructuras para la construcción de la galería La Gran Vía y del edificio Mambrini, ubicado en 24 de Septiembre y Junín. Trabajaba en ingeniería civil, pero se daba tiempo de noche para tocar en las peñas. “Me creía Lionel Messi y Diego Maradona en un solo envase. Cantaba en todas las reuniones: asados, peñas, fiestas y no me dejaban bajar del escenario. Me comía la película del éxito. Yo decía soy bueno, gusto, pero hubo un grupo de gente que me hizo entender que me aplaudían porque hacía algo que ya estaba establecido, que no era yo. Conocí a Pato Gentilini, Rubén Cruz, los hermanos Núñez, al Chivo Valladares, a Juan Falú, a Coco Nelegatti, a Federico Falcón y a Carlos Podazza, que me enseñó que este sueño era posible”, detalla con emoción.
Con semejantes amistades descubrió la música de Astor Piazzolla, de Atahualpa Yupanqui, y de Silvio Rodríguez. “Me cansé de hacer espectáculos alrededor de la música de Silvio y fue cuando más gente convocaba”, recuerda.
Admite que, antes de conocer a estos talentos, vivía en una especie de burbuja. “No supe mirar un montón de cosas que sucedían tanto trágicas como importantes de la historia; por eso después mi militancia en los derechos humanos fue como una manera de reparación de aquel tiempo. Militancia en el escenario”, destaca. Había cumplido 26 años. Dejó de lado los cálculos de estructuras. Empezó a escuchar otra música y pensó -como le recomendaban sus nuevos amigos-, que debía buscar algo que fuera personal. “No sabía ni qué era ese algo personal y sabía que la tarea iba a ser ardua. Pero soy un obsesivo del laburo. Tengo grandes discusiones con la gente, porque yo digo que el talento no existe, que hay que laburar, y transpirar”, dice.
El mecenazgo
Una pieza clave en su carrera fue haber contado con un grupo de amigos empresarios que practicaron el mecenazgo. “No creo que muchos puedan presumir de eso; yo sí. Toda la vida me han apoyado. Quería hacer un disco y la guita la ponían los tipos. Tenía que hacer un viaje y me ayudaban. A veces, algunos políticos como Ramiro González Navarro o Marta Zurita. Lo hacían de onda, porque nunca nadie me pidió nada a cambio”, destaca.
Con tres décadas de vida cultural, Lucho dice que antes le daba muchas vueltas. Tenía una idea, pero no lograba desarrollarla y tenía que esperar hasta cinco años. Hoy tengo una idea y la resuelvo casi instantáneamente en lo musical y en todo lo demás. Eso es el oficio. Haberme encontrado con un lugar al que se llega inexorablemente por laburo”, afirma, mientras pide un café en el Mora Bistró del Sheraton para encarar el último tramo de la charla.
Asegura que, en su rol de padre, no intenta forzar nada en relación a los gustos de sus hijos. Quiere que ellos elijan su propio camino. Ninguno es artista. En lo personal está satisfecho con lo que tiene a mano y le sucede, en especial, en los últimos 10 años. “A esta altura de mi vida, estoy intentando construir mi alma. Espero que después de eso pueda acceder a niveles como el amor, que es algo mucho más groso”, advierte.
Sonriente recuerda que su padre todavía no acepta que él haya dejado la ingeniería para dedicarse a la música. “Nunca va a verme tocar. Cuando cumplí 25 años, lo invité al teatro para dedicarle una canción y fue la primera vez que estuvo en un recital. Tengo una relación particular con mi viejo. Recién estoy terminando de acomodar piezas”, admite. Pero la voz se le entrecorta al hablar de su madre, que murió a los 56 años. “Ella me bancaba en la música. Ella hubiera estado orgullosa de todo esto, de ver que me dan un reconocimiento en algún lugar o que ustedes me hacen una entrevista”, resalta.
Aunque hay un viaje que a Lucho Hoyos sí le gustaría hacer. “Tengo amigos que me han dicho que en Japón es increíble el respeto religioso que le tienen al artista. Antes de morir, me gustaría cantar en Japón”, agrega.
Recuerda que hace varias noches estaba tocando en Casa Managua. “En el escenario les dije que si alguien me hacía firmar un contrato para tocar ahí todos los viernes y sábados (ante 40 personas) hasta que me muera, como laburo, firmo ya!... me gusta esa cosa íntima y ese espacio tiene una magia alucinante”, asegura.
Lleva 56 años de vida y 30 de carrera artística. Es padre de cuatro hijos (una mujer y tres varones). Se desentiende de su cabello largo, color negro y ceniza, gracias a una vincha negra, que se confunde en el centro de su cabellera. Tiene una barba de tres días y los dedos de la mano derecha lo delatan en su oficio de guitarrista.
Es la hora del almuerzo y la cita es en el Mora Bistró del hotel Sheraton. El fotógrafo toma las primeras imágenes en el hall del edificio. “Si sabía eso me preparaba mejor”, comenta en voz baja con una mirada cómplice, mientras simula ocultar la panza. De menú, Lucho elige salmón con tiras de papas rústicas y agua mineral.
Estudiaba en el Instituto Técnico, cuando un profesor de Estática Básica (el ingeniero Fernando Luna) lo convocó para trabajar en su estudio. “Era un capo en cálculos de estructura. No lo digo por soberbia. Tenía 16 años, me apasionaba. Mi segunda pasión es la ingeniería civil”, resalta.
Durante una década (entre los 16 y los 26 años) se metió de lleno en el estudio, mientras se alejaba de las aulas de la universidad. “Hacía laburos que no veía en la facultad. Parecía increíble que estuviera calculando un pórtico de sección variable para una sucursal del banco Nación en Concepción y después tenía que ir a rendir álgebra II. Me parecía una falta de conexión entre la facultad y el mundo real. Me fui alejando de la facultad y metiéndome más en lo profesional; además ganaba buena guita en el estudio”, afirma.
De aquellos tiempos, a Lucho le queda el recuerdo de haber hecho los cálculos de estructuras para la construcción de la galería La Gran Vía y del edificio Mambrini, ubicado en 24 de Septiembre y Junín. Trabajaba en ingeniería civil, pero se daba tiempo de noche para tocar en las peñas. “Me creía Lionel Messi y Diego Maradona en un solo envase. Cantaba en todas las reuniones: asados, peñas, fiestas y no me dejaban bajar del escenario. Me comía la película del éxito. Yo decía soy bueno, gusto, pero hubo un grupo de gente que me hizo entender que me aplaudían porque hacía algo que ya estaba establecido, que no era yo. Conocí a Pato Gentilini, Rubén Cruz, los hermanos Núñez, al Chivo Valladares, a Juan Falú, a Coco Nelegatti, a Federico Falcón y a Carlos Podazza, que me enseñó que este sueño era posible”, detalla con emoción.
Con semejantes amistades descubrió la música de Astor Piazzolla, de Atahualpa Yupanqui, y de Silvio Rodríguez. “Me cansé de hacer espectáculos alrededor de la música de Silvio y fue cuando más gente convocaba”, recuerda.
Admite que, antes de conocer a estos talentos, vivía en una especie de burbuja. “No supe mirar un montón de cosas que sucedían tanto trágicas como importantes de la historia; por eso después mi militancia en los derechos humanos fue como una manera de reparación de aquel tiempo. Militancia en el escenario”, destaca. Había cumplido 26 años. Dejó de lado los cálculos de estructuras. Empezó a escuchar otra música y pensó -como le recomendaban sus nuevos amigos-, que debía buscar algo que fuera personal. “No sabía ni qué era ese algo personal y sabía que la tarea iba a ser ardua. Pero soy un obsesivo del laburo. Tengo grandes discusiones con la gente, porque yo digo que el talento no existe, que hay que laburar, y transpirar”, dice.
El mecenazgo
Una pieza clave en su carrera fue haber contado con un grupo de amigos empresarios que practicaron el mecenazgo. “No creo que muchos puedan presumir de eso; yo sí. Toda la vida me han apoyado. Quería hacer un disco y la guita la ponían los tipos. Tenía que hacer un viaje y me ayudaban. A veces, algunos políticos como Ramiro González Navarro o Marta Zurita. Lo hacían de onda, porque nunca nadie me pidió nada a cambio”, destaca.
Con tres décadas de vida cultural, Lucho dice que antes le daba muchas vueltas. Tenía una idea, pero no lograba desarrollarla y tenía que esperar hasta cinco años. Hoy tengo una idea y la resuelvo casi instantáneamente en lo musical y en todo lo demás. Eso es el oficio. Haberme encontrado con un lugar al que se llega inexorablemente por laburo”, afirma, mientras pide un café en el Mora Bistró del Sheraton para encarar el último tramo de la charla.
Asegura que, en su rol de padre, no intenta forzar nada en relación a los gustos de sus hijos. Quiere que ellos elijan su propio camino. Ninguno es artista. En lo personal está satisfecho con lo que tiene a mano y le sucede, en especial, en los últimos 10 años. “A esta altura de mi vida, estoy intentando construir mi alma. Espero que después de eso pueda acceder a niveles como el amor, que es algo mucho más groso”, advierte.
Sonriente recuerda que su padre todavía no acepta que él haya dejado la ingeniería para dedicarse a la música. “Nunca va a verme tocar. Cuando cumplí 25 años, lo invité al teatro para dedicarle una canción y fue la primera vez que estuvo en un recital. Tengo una relación particular con mi viejo. Recién estoy terminando de acomodar piezas”, admite. Pero la voz se le entrecorta al hablar de su madre, que murió a los 56 años. “Ella me bancaba en la música. Ella hubiera estado orgullosa de todo esto, de ver que me dan un reconocimiento en algún lugar o que ustedes me hacen una entrevista”, resalta.
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