Por Gustavo Cobos
08 Noviembre 2014
El señor X había recibido la orden de quemar los libros que estaban escondidos en un hospital Militar. Descubrió que esos papeles contenían información valiosa para los juicios por delitos de lesa humanidad. Protestó. Le repitieron la orden. Pero el señor X no fue obediente ese día.
Unas semanas más tarde, el señor X trató de entregar las carpetas al Estado Mayor del Ejército y transmitió lo que le había sucedido. “¿Dónde están esos papeles?”, le preguntaron. “Los tengo yo, ocultos”, respondió el señor X. Pactaron que al día siguiente serían entregados. Abrazando los libros, el señor X salió a la cita convenida. Un llamado le advirtió que estaba por caer en una trampa y que era probable que no pudiera contar esa historia. Tomó el subte y se sentó contra la ventanilla. Nunca dejó de abrazar los papeles. Confió en un desconocido de traje y maletín. “Mire, disculpe que lo moleste. Necesito entregarle estos libros. Es probable que en la próxima estación me maten. Pero usted tiene que hacer que esto llegue a un juez”, suplicó el señor X. La fortuna hizo que el desconocido fuera el contacto para que los papeles llegaran al Ministerio de Defensa, y que en la última estación al señor X lo esperaran las personas que le garantizaron su seguridad.
Pasó casi dos años viviendo junto a su familia en un departamento de Capital Federal, de ubicación desconocida, y casi sin contacto con sus familiares. El señor X ya declaró en el juicio oral contra los militares que trataron de borrar las pruebas del genocidio y pudo volver a su vida normal.
El señor Z sabe que no es ningún santo. Vivió cerca de una vida de lujos a costa de los negociados que hacían los capos de la organización. Pero un día se cansó. Siempre tuvo la expectativa de que esos lujos lo salpicarían, y podría disfrutarlos directamente. Cuando se dio cuenta de que nunca iba a suceder, se volvió un arrepentido. Aportó a la Justicia los datos que permitieron abrir una investigación en contra del clan. A cambio, vive en un punto desconocido, con otra identidad, con otra vida. Sin lujos.
La señorita Y nunca había podido elegir. Las necesidades económicas la llevaron a caer a temprana edad en las manos de proxenetas. Entregó su cuerpo y sus decisiones a otras personas, que se quedaban con gran parte del dinero que obtenía por los “pases”. Pero al menos le alcanzaba para comer. Y dijo basta. Y por primera vez eligió y denunció a los explotadores sexuales y relató los vínculos que tenían con el poder político. La señorita Y goza de un nuevo nombre, de una nueva vida, en un nuevo lugar.
Las historias de los señores X y Z y de la señorita Y bien podrían haber sido sacadas de un guión cinematográfico. Algunos recordaran el capítulo en el que Los Simpsons pasan a ser Los Thompsons. Así como pasa en las películas pasa en la vida real. Tal vez en Tucumán, o cerca, o en un lugar protegido.
Unas semanas más tarde, el señor X trató de entregar las carpetas al Estado Mayor del Ejército y transmitió lo que le había sucedido. “¿Dónde están esos papeles?”, le preguntaron. “Los tengo yo, ocultos”, respondió el señor X. Pactaron que al día siguiente serían entregados. Abrazando los libros, el señor X salió a la cita convenida. Un llamado le advirtió que estaba por caer en una trampa y que era probable que no pudiera contar esa historia. Tomó el subte y se sentó contra la ventanilla. Nunca dejó de abrazar los papeles. Confió en un desconocido de traje y maletín. “Mire, disculpe que lo moleste. Necesito entregarle estos libros. Es probable que en la próxima estación me maten. Pero usted tiene que hacer que esto llegue a un juez”, suplicó el señor X. La fortuna hizo que el desconocido fuera el contacto para que los papeles llegaran al Ministerio de Defensa, y que en la última estación al señor X lo esperaran las personas que le garantizaron su seguridad.
Pasó casi dos años viviendo junto a su familia en un departamento de Capital Federal, de ubicación desconocida, y casi sin contacto con sus familiares. El señor X ya declaró en el juicio oral contra los militares que trataron de borrar las pruebas del genocidio y pudo volver a su vida normal.
El señor Z sabe que no es ningún santo. Vivió cerca de una vida de lujos a costa de los negociados que hacían los capos de la organización. Pero un día se cansó. Siempre tuvo la expectativa de que esos lujos lo salpicarían, y podría disfrutarlos directamente. Cuando se dio cuenta de que nunca iba a suceder, se volvió un arrepentido. Aportó a la Justicia los datos que permitieron abrir una investigación en contra del clan. A cambio, vive en un punto desconocido, con otra identidad, con otra vida. Sin lujos.
La señorita Y nunca había podido elegir. Las necesidades económicas la llevaron a caer a temprana edad en las manos de proxenetas. Entregó su cuerpo y sus decisiones a otras personas, que se quedaban con gran parte del dinero que obtenía por los “pases”. Pero al menos le alcanzaba para comer. Y dijo basta. Y por primera vez eligió y denunció a los explotadores sexuales y relató los vínculos que tenían con el poder político. La señorita Y goza de un nuevo nombre, de una nueva vida, en un nuevo lugar.
Las historias de los señores X y Z y de la señorita Y bien podrían haber sido sacadas de un guión cinematográfico. Algunos recordaran el capítulo en el que Los Simpsons pasan a ser Los Thompsons. Así como pasa en las películas pasa en la vida real. Tal vez en Tucumán, o cerca, o en un lugar protegido.
Temas
Tucumán
Lo más popular