Por Roberto Delgado
23 Octubre 2014
PARTE DE LA HISTORIA. De izquierda a derecha, la propietaria del diario, Katherine Graham, los reporteros Carl Bernstein y Bob Woodward, el subdirector Howard Simons y el director Ben Bradlee. archivo Washington Post
Richard Nixon era en 1972 el presidente republicano de Estados Unidos y quería ser reelecto. Pero temía perder el poder, como ya le había pasado en 1960, cuando había perdido por escaso margen contra el demócrata John Kennedy. Y en 1968, cuando le ganó la presidencia a Hubert Humphrey, había triunfado a duras penas. Por eso con su entorno crearon el Comité para la Reelección Presidencial y organizaron una campaña para espiar y ensuciar a los opositores, para lo cual se usaron fondos negros, es decir que se desvió dinero del CRP para poner micrófonos de modo ilegal y grabar a todo el mundo, incluso en la misma Casa Blanca.
Hechos curiosos
Esta campaña sucia empezó a salir a luz el 17 de junio de 1972, cuando cinco intrusos fueron arrestados en la sede del Partido Demócrata, ubicada en el edificio Watergate. El diario “Washington Post” envió al cronista Bob Woodward a cubrir la audiencia judicial de los cinco arrestados y allí se disparó la curiosidad periodística: cuatro eran espías que dijeron ser “anticomunistas” y uno era James McCord, consejero de seguridad jubilado de la CIA. “Esta no es una profesión normal”, les dijo el juez. Además, aunque estaban acusados como ladrones, tenían mucho dinero en sus bolsillos, en billetes numerados.
A partir de McCord y los espías se develó la trama de maniobras en la que estaba involucrado todo el gobierno de Nixon, con la CIA y el FBI como operadores de la campaña sucia. En 1973 comenzó una investigación judicial y luego se formó una comisión senatorial para seguir el caso, hasta que Nixon, citado para declarar por las grabaciones ilegales que había hecho en la Casa Blanca, renunció el 8 de agosto de 1974, pese a que a fines de 1972 había sido reelecto por amplio margen.
Lo que el poder oculta
La investigación del “Washington Post”, llevada a cabo por Woodward y Carl Bernstein, ha sido considerada un ejemplo del periodismo de investigación a nivel mundial, por tres razones: 1) Fue iniciativa de los periodistas y no producto de una filtración (de hecho, había 2.000 periodistas en Washington y el caso, negado por el Gobierno, parecía interesarles sólo a ellos). 2) Había una trama oscura que el poder quería ocultar. 3) Afectaba los intereses del país, aunque nadie lo sabía.
La pista del dinero
Woodward, que conocía a un ex agente del FBI, lo llamó, pero este no quiso aparecer como fuente de información, sino como un experto que ayudaría a entender la gran conspiración. Los periodistas lo llamaron “Garganta profunda” (en alusión a una película pornográfica muy en boga por entonces) y le prometieron que jamás revelarían su identidad. Y cumplieron. Él se dio a conocer en 2005, por pedido de una nieta que le dijo que su historia era un ejemplo. Así se supo que Mark Felt, ex agente del FBI, había sido el informante “off the record” de Woodward. “Garganta profunda”, además de guía, dio tres ideas poderosas a los periodistas: 1) “Olvide los mitos creados sobre la Casa Blanca. La verdad es que estos tipos no son muy inteligentes”. 2) “Siga la pista del dinero”. 3) “En una conspiración como esta, se construye desde las márgenes y se procede paso a paso”.
Rigor y precisión
Los avatares de la búsqueda de los periodistas han sido narrados en el libro “Todos los hombres del presidente”, de los mismos Bernstein y Woodward (en 1976 Alan Pakula dirigió la película con Robert Redford y Dustin Hoffman como protagonistas, y con Jason Robards en el papel del editor Ben Bradlee).
Bradlee fue fundamental en la investigación. Les exigió rigor a los periodistas. “No me interesa lo que piensas. Me interesa lo que sabes. Y lo que no sabemos es la razón de todo esto”, reclamó al comienzo de la pesquisa: ¿por qué un gobierno exitoso querría involucrarse en una campaña sucia para la reelección? Pidió precisiones y rechazaba los textos endebles. “No vale nada. No es noticia”, decía. Woodward y Bernstein se preocuparon por el modo de redactar preciso y atractivo. Bradlee les tachaba lo superfluo. “Que vaya en una página interior. La próxima vez quiero información más sólida”. La pesquisa comenzó a avanzar con llamados a diferentes fuentes, con tediosas búsquedas en fichas y documentos, con entrevistas a los involucrados en el Comité de Reelección y sus aportantes .
Presiones del poder
Hubo debates y dudas en la redacción. Nadie en Washington investigaba el caso y el Gobierno arremetía contra el diario, llamándolo opositor. Un funcionario amenazó con “poner en un rodillo los pechos de Katharine Graham (la dueña del diario)” si publicaban “toda esa basura”. Bradlee tranquilizó a Graham y a sus cronistas: “publiquen todo, excepto lo de los pechos. Nosotros somos un periódico para familias”. Pero también fue exigente. “¿dónde está la maldita historia? Tienes que conseguirla. No hables de suerte”.
Fuentes independientes entre sí
La trama de corrupción fue difícil de romper. Los involucrados tenían miedo del poder. “¿Cuándo habrá una fuente oficial en esta historia?”, les preguntó. “Están por publicar que el ex fiscal general del Estado es un criminal. Asegúrense de que sea cierto. ¡Consigan otra fuente!”. Como no hubo fuente oficial, crearon una forma de chequear los datos: buscar dos o tres fuentes que, aunque anónimas, fuesen independientes entre sí y confirmasen la información. Igual todo era difìcil: “¿confían en Garganta profunda? Detesto confiar en alguien”, les dijo.
La historia era peligrosa para el periódico pero la trama se iba conociendo. Una compañera del diario, Sally Aiken, había salido con Ken Clawson, director de Comunicaciones de Nixon, y contó que Clawson le había revelado haber sido el autor de la famosa “Cannuck letter”, una carta difamatoria contra el candidato demócrata. Clawson era un hombre casado y llamó a Bradlee para evitar que se publicara su affaire. “Ken, no quiero escribir que estabas en el departamento de Sally; sólo quiero saber qué dijiste en el departamento de Sally”, le respondió.
Lo importante vs. lo interesante
Cuando el escándalo estalló y el Gobierno arremetió contra los periodistas y el diario, poco antes de que Nixon se viera forzado a renunciar, Bradlee los apoyó, aunque fue escéptico: “¿saben el resultado de la última encuesta de Gallup? La mitad del país no sabe qué es Watergate. A nadie le importa nada”, les dijo, dando a entender que muchas veces lo que debería importar a la sociedad (como la corrupción) no resulta interesante, porque no se ve, ni sus efectos son inmediatos. Y ese es un debate permanente en los medios de comunicación a la hora de definir la noticia.
Las obsesiones de Nixon
Pero el caso quedó en la historia. Desde Watergate, todos los escándalos de corrupción política llevan el sufijo “gate”. A lo largo del tiempo, las causas de lo ocurrido parecen poco sustanciales: se pueden entender por las obsesiones de Nixon, un hombre que tenía una baja autoestima y creía que el mundo conspiraba contra él, tal como lo retrata Oliver Stone en la película “Nixon”. La confesión del ex presidente no llegó con la renuncia, sino durante la entrevista que le hizo el periodista inglés David Frost en 1977 (se puede ver en la película “Frost-Nixon”, de Ron Howard), cuando logró que reconociera que había mentido y desilusionado a su país.
Hechos curiosos
Esta campaña sucia empezó a salir a luz el 17 de junio de 1972, cuando cinco intrusos fueron arrestados en la sede del Partido Demócrata, ubicada en el edificio Watergate. El diario “Washington Post” envió al cronista Bob Woodward a cubrir la audiencia judicial de los cinco arrestados y allí se disparó la curiosidad periodística: cuatro eran espías que dijeron ser “anticomunistas” y uno era James McCord, consejero de seguridad jubilado de la CIA. “Esta no es una profesión normal”, les dijo el juez. Además, aunque estaban acusados como ladrones, tenían mucho dinero en sus bolsillos, en billetes numerados.
A partir de McCord y los espías se develó la trama de maniobras en la que estaba involucrado todo el gobierno de Nixon, con la CIA y el FBI como operadores de la campaña sucia. En 1973 comenzó una investigación judicial y luego se formó una comisión senatorial para seguir el caso, hasta que Nixon, citado para declarar por las grabaciones ilegales que había hecho en la Casa Blanca, renunció el 8 de agosto de 1974, pese a que a fines de 1972 había sido reelecto por amplio margen.
Lo que el poder oculta
La investigación del “Washington Post”, llevada a cabo por Woodward y Carl Bernstein, ha sido considerada un ejemplo del periodismo de investigación a nivel mundial, por tres razones: 1) Fue iniciativa de los periodistas y no producto de una filtración (de hecho, había 2.000 periodistas en Washington y el caso, negado por el Gobierno, parecía interesarles sólo a ellos). 2) Había una trama oscura que el poder quería ocultar. 3) Afectaba los intereses del país, aunque nadie lo sabía.
La pista del dinero
Woodward, que conocía a un ex agente del FBI, lo llamó, pero este no quiso aparecer como fuente de información, sino como un experto que ayudaría a entender la gran conspiración. Los periodistas lo llamaron “Garganta profunda” (en alusión a una película pornográfica muy en boga por entonces) y le prometieron que jamás revelarían su identidad. Y cumplieron. Él se dio a conocer en 2005, por pedido de una nieta que le dijo que su historia era un ejemplo. Así se supo que Mark Felt, ex agente del FBI, había sido el informante “off the record” de Woodward. “Garganta profunda”, además de guía, dio tres ideas poderosas a los periodistas: 1) “Olvide los mitos creados sobre la Casa Blanca. La verdad es que estos tipos no son muy inteligentes”. 2) “Siga la pista del dinero”. 3) “En una conspiración como esta, se construye desde las márgenes y se procede paso a paso”.
Rigor y precisión
Los avatares de la búsqueda de los periodistas han sido narrados en el libro “Todos los hombres del presidente”, de los mismos Bernstein y Woodward (en 1976 Alan Pakula dirigió la película con Robert Redford y Dustin Hoffman como protagonistas, y con Jason Robards en el papel del editor Ben Bradlee).
Bradlee fue fundamental en la investigación. Les exigió rigor a los periodistas. “No me interesa lo que piensas. Me interesa lo que sabes. Y lo que no sabemos es la razón de todo esto”, reclamó al comienzo de la pesquisa: ¿por qué un gobierno exitoso querría involucrarse en una campaña sucia para la reelección? Pidió precisiones y rechazaba los textos endebles. “No vale nada. No es noticia”, decía. Woodward y Bernstein se preocuparon por el modo de redactar preciso y atractivo. Bradlee les tachaba lo superfluo. “Que vaya en una página interior. La próxima vez quiero información más sólida”. La pesquisa comenzó a avanzar con llamados a diferentes fuentes, con tediosas búsquedas en fichas y documentos, con entrevistas a los involucrados en el Comité de Reelección y sus aportantes .
Presiones del poder
Hubo debates y dudas en la redacción. Nadie en Washington investigaba el caso y el Gobierno arremetía contra el diario, llamándolo opositor. Un funcionario amenazó con “poner en un rodillo los pechos de Katharine Graham (la dueña del diario)” si publicaban “toda esa basura”. Bradlee tranquilizó a Graham y a sus cronistas: “publiquen todo, excepto lo de los pechos. Nosotros somos un periódico para familias”. Pero también fue exigente. “¿dónde está la maldita historia? Tienes que conseguirla. No hables de suerte”.
Fuentes independientes entre sí
La trama de corrupción fue difícil de romper. Los involucrados tenían miedo del poder. “¿Cuándo habrá una fuente oficial en esta historia?”, les preguntó. “Están por publicar que el ex fiscal general del Estado es un criminal. Asegúrense de que sea cierto. ¡Consigan otra fuente!”. Como no hubo fuente oficial, crearon una forma de chequear los datos: buscar dos o tres fuentes que, aunque anónimas, fuesen independientes entre sí y confirmasen la información. Igual todo era difìcil: “¿confían en Garganta profunda? Detesto confiar en alguien”, les dijo.
La historia era peligrosa para el periódico pero la trama se iba conociendo. Una compañera del diario, Sally Aiken, había salido con Ken Clawson, director de Comunicaciones de Nixon, y contó que Clawson le había revelado haber sido el autor de la famosa “Cannuck letter”, una carta difamatoria contra el candidato demócrata. Clawson era un hombre casado y llamó a Bradlee para evitar que se publicara su affaire. “Ken, no quiero escribir que estabas en el departamento de Sally; sólo quiero saber qué dijiste en el departamento de Sally”, le respondió.
Lo importante vs. lo interesante
Cuando el escándalo estalló y el Gobierno arremetió contra los periodistas y el diario, poco antes de que Nixon se viera forzado a renunciar, Bradlee los apoyó, aunque fue escéptico: “¿saben el resultado de la última encuesta de Gallup? La mitad del país no sabe qué es Watergate. A nadie le importa nada”, les dijo, dando a entender que muchas veces lo que debería importar a la sociedad (como la corrupción) no resulta interesante, porque no se ve, ni sus efectos son inmediatos. Y ese es un debate permanente en los medios de comunicación a la hora de definir la noticia.
Las obsesiones de Nixon
Pero el caso quedó en la historia. Desde Watergate, todos los escándalos de corrupción política llevan el sufijo “gate”. A lo largo del tiempo, las causas de lo ocurrido parecen poco sustanciales: se pueden entender por las obsesiones de Nixon, un hombre que tenía una baja autoestima y creía que el mundo conspiraba contra él, tal como lo retrata Oliver Stone en la película “Nixon”. La confesión del ex presidente no llegó con la renuncia, sino durante la entrevista que le hizo el periodista inglés David Frost en 1977 (se puede ver en la película “Frost-Nixon”, de Ron Howard), cuando logró que reconociera que había mentido y desilusionado a su país.
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