20 Octubre 2014
La fortaleza política y la capacidad de iniciativa que retiene CFK constituyen los aspectos más notables de la actual coyuntura. Fuera pero sobre todo dentro del gobierno, prevalece la idea de que se trata de un fenómeno derivado de la indomable voluntad política de la Presidenta. Algunos sectores muy identificados con el oficialismo sostienen que las fuerzas de oposición y los medios de comunicación independientes siempre han menospreciado la construcción territorial y sobre todo la naturaleza del vínculo entre Cristina y los distintos movimientos sociales que conforman el núcleo duro del kirchnerismo.
En particular, destacan el componente afectivo con su figura (y, por extensión, con el idealizado recuerdo de su difunto marido, simbolizado en el Nestornauta), así como un fuerte sentido de pertenencia a una identidad política sin dudas novedosa: transformadora, inclusiva, igualitarista, reivindicativa de la tradición nacional-popular, con vocación latinoamericanista y gestos antiimperialistas. Se trata de ese viejo sueño de síntesis entre el peronismo y sectores “progresistas”, tan caro a esa tradición intelectual setentista del frentismo, que seducía a segmentos de la Juventud Universitaria Peronista y de la izquierda nacional. Ciertamente, el kirchnerismo ha aggiornado ese legado con una rara mutación que contempla la incorporación de la cuestión de los derechos humanos y la defensa de minorías sociales antes excluidas o incluso perseguidas (como los homosexuales y los pueblos originarios).
Esto dispara un conjunto de especulaciones respecto de las fortalezas en el liderazgo de CFK luego de que abandone el próximo año el sillón presidencial. ¿Cuánto del poder que tiene Cristina habrá de sobrevivir cuando ya no sea la titular del Poder Ejecutivo? ¿Cuáles son los fundamentos institucionales del liderazgo de esta Presidenta, que por consiguiente heredará quien la suceda?
En este sentido, resulta fundamental recordar que la Constitución argentina consagra un régimen netamente híper presidencialista, que no fue en la práctica atenuado por la reforma de 1994, a pesar de varios intentos y de la vocación de muchos constituyentes. Por el contrario, gracias a las facultades delegadas por parte del Congreso y a la jurisprudencia acumulada en los años de la gran crisis de comienzos de siglo, hoy el Ejecutivo acumula un poder aún más extraordinario que el que tenía antes. El Dr. Carlos Nino escribió un magnífico y fundamental tratado que desmenuzaba aquel viejo y perverso mecanismo estructurado en función del liderazgo presidencial. Escrito en 1992, se titula “Un país al margen de la ley” (Emecé). Dos décadas más tarde, tiene más vigencia que nunca.
Desde la presidencia, se pueden utilizar los recursos fiscales para disciplinar y alinear a los gobernadores e intendentes, que carecen de autonomía para desplegar sus propios proyectos. También, con muchos palos y algunas zanahorias, tanto sindicalistas como empresarios enfrentan importantes costos personales, reputacionales y patrimoniales si confrontan con el Ejecutivo, sobre todo debido al singular efecto disuasivo que produce el control de la información. El gasto público constituye también un recurso particularmente eficaz -esta semana hemos sido testigos de un debate patético que hasta ponía en duda la voluntad del próximo gobierno para abastecer de medicamentos a los enfermos del VIH-Sida-. Al margen de que se trate de una maniobra extrema y de pésimo gusto, ese debate permite entender las consecuencias tan negativas que produce la discrecionalidad en el manejo del presupuesto en la cultura política de un país. La personalización del poder hace que la política pública aparezca reducida a una mera decisión individual, como si en efecto un nuevo gobierno estuviera en condiciones de remover derechos adquiridos, ignorando cuestiones éticas y hasta el riesgo de vida que eso podría significar.
No es un dato menor que en la actualidad casi 15 millones de argentinos (¡un tercio de la población!) reciban mensualmente una suma de dinero de alguna repartición pública, en concepto de sueldo, jubilación, programa social, subsidio específico, etcétera. En otras palabras, hemos estatizado buena parte de los ingresos de la sociedad. Y si bien el desborde de la inflación está generando un ajuste brutal, inequitativo y muy rápido, sin duda el incremento sin precedente del gasto público generado en la última década, mayor al 10% del PBI, explica también por qué CFK sigue teniendo tanta influencia.
Es evidente que ella se favorece de la fragmentación y anorexia que experimenta el actual tejido partidario. Desde hace tiempo, tenemos partidos sin candidatos competitivos, mientras que quienes lideran las preferencias de los ciudadanos están aún construyendo su red de apoyo precisamente con los fragmentos del viejo orden partidario. Para ellos, resulta imprescindible afirmar su construcción en el amplio y heterogéneo territorio nacional, pues sin presencia local se diluye cualquier ventaja parcial que puedan obtener en las encuestas de intención de voto: el día de la elección, es necesario tener un ejército de miles de fiscales para evitar el fraude y la manipulación del proceso electoral, que sigue siendo anacrónico, opaco e inequitativo, sobre todo para los partidos pequeños y para los líderes emergentes.
La parcial excepción la constituye el PJ, que está en un raro estado larvario a un año de las elecciones por decisión unipersonal de CFK. ¿Dónde quedó la vieja liga de gobernadores? ¿Cómo hacen para contener su frustración y evitar cuestionamientos respecto de su autoestima, autonomía y legitimidad? El poder híper presidencial anula las reacciones individuales, corporativas, sociales y organizacionales. No puede haber en este contexto libertad de pensamiento ni diversidad de voces, excepto las que seleccione y le convenga al híper presidente (por ejemplo, la televisión oficial rusa). A propósito, los aparatos de comunicación oficial y para oficial contribuyen también a instalar y diseminar los mensajes del gobierno.
Finalmente, el mundo ha cambiado mucho y esto brinda grados de libertad y autonomía sin precedentes a países como la Argentina. Muy distinta era la situación durante los duros años de la Guerra Fría, cuando las entonces potencias hegemónicas tenían interés en mantener ciertos equilibrios, incluyendo evitar el desarrollo de tensiones o situaciones conflictivas en países medianos con potencial de crecimiento como era por entonces la Argentina. Eso ya no ocurre en el actual esquema multipolar, o mejor dicho apolar (no existen polos de poder claros, visibles y efectivos de influencia global, sólo poderes regionales o ex potencias que regulan su grado de influencia internacional en función de sus prioridades internas). Por consiguiente, poco importa lo que haga la Argentina, sobre todo cuando la perspectiva de cambio positivo en las elecciones presidenciales del próximo año relaja aunque sea parcialmente la percepción de riesgo que puede generar el país para los actores del sistema internacional. En síntesis, no quedan dudas de que CFK tiene una clara voluntad política de aferrarse al poder. Y que eso le ha permitido evitar convertirse en el “pato rengo” (traducción del término inglés “lame duck”, una líder débil, sin reelección, con gradual pérdida de influencia en la agenda política a medida que se acerca la fecha de los comicios presidenciales). Pero esa voluntad política constituye sólo uno de los factores que explica ese fenómeno, que es mucho más profundo y complejo. Los fundamentos más importantes de ese poder tienen características institucionales: residen en los recursos que concentra el híper presidencialismo, incluyendo la discrecionalidad presupuestaria, el incremento extraordinario del gasto público y el manejo unipersonal del aparato estatal, incluyendo la política de comunicación. Otras cuestiones estructurales, como la debilidad de los partidos políticos, acentúan también la influencia del presidente.
Dos lecciones para tener en cuenta: por un lado, Cristina descubrirá, más temprano que tarde, que sin el control de esos recursos su poder, popularidad y destrezas sufrirán una merma muy significativa. Y tendrá, entonces, más solidaridad con sus colegas ex mandatarios de la Argentina, ninguno de los cuales retuvo particular influencia una vez que abandonó el sillón de Rivadavia. Por otro lado, y esto tal vez sea lo más preocupante para nuestra vapuleada democracia, el próximo presidente tendrá a su antojo recursos político similares a los que hoy cuenta Cristina. La tentación será terrible: se requerirá una dosis extraordinaria de convicción republicana y vocación de servicio para no utilizarlos de la misma manera.
En particular, destacan el componente afectivo con su figura (y, por extensión, con el idealizado recuerdo de su difunto marido, simbolizado en el Nestornauta), así como un fuerte sentido de pertenencia a una identidad política sin dudas novedosa: transformadora, inclusiva, igualitarista, reivindicativa de la tradición nacional-popular, con vocación latinoamericanista y gestos antiimperialistas. Se trata de ese viejo sueño de síntesis entre el peronismo y sectores “progresistas”, tan caro a esa tradición intelectual setentista del frentismo, que seducía a segmentos de la Juventud Universitaria Peronista y de la izquierda nacional. Ciertamente, el kirchnerismo ha aggiornado ese legado con una rara mutación que contempla la incorporación de la cuestión de los derechos humanos y la defensa de minorías sociales antes excluidas o incluso perseguidas (como los homosexuales y los pueblos originarios).
Esto dispara un conjunto de especulaciones respecto de las fortalezas en el liderazgo de CFK luego de que abandone el próximo año el sillón presidencial. ¿Cuánto del poder que tiene Cristina habrá de sobrevivir cuando ya no sea la titular del Poder Ejecutivo? ¿Cuáles son los fundamentos institucionales del liderazgo de esta Presidenta, que por consiguiente heredará quien la suceda?
En este sentido, resulta fundamental recordar que la Constitución argentina consagra un régimen netamente híper presidencialista, que no fue en la práctica atenuado por la reforma de 1994, a pesar de varios intentos y de la vocación de muchos constituyentes. Por el contrario, gracias a las facultades delegadas por parte del Congreso y a la jurisprudencia acumulada en los años de la gran crisis de comienzos de siglo, hoy el Ejecutivo acumula un poder aún más extraordinario que el que tenía antes. El Dr. Carlos Nino escribió un magnífico y fundamental tratado que desmenuzaba aquel viejo y perverso mecanismo estructurado en función del liderazgo presidencial. Escrito en 1992, se titula “Un país al margen de la ley” (Emecé). Dos décadas más tarde, tiene más vigencia que nunca.
Desde la presidencia, se pueden utilizar los recursos fiscales para disciplinar y alinear a los gobernadores e intendentes, que carecen de autonomía para desplegar sus propios proyectos. También, con muchos palos y algunas zanahorias, tanto sindicalistas como empresarios enfrentan importantes costos personales, reputacionales y patrimoniales si confrontan con el Ejecutivo, sobre todo debido al singular efecto disuasivo que produce el control de la información. El gasto público constituye también un recurso particularmente eficaz -esta semana hemos sido testigos de un debate patético que hasta ponía en duda la voluntad del próximo gobierno para abastecer de medicamentos a los enfermos del VIH-Sida-. Al margen de que se trate de una maniobra extrema y de pésimo gusto, ese debate permite entender las consecuencias tan negativas que produce la discrecionalidad en el manejo del presupuesto en la cultura política de un país. La personalización del poder hace que la política pública aparezca reducida a una mera decisión individual, como si en efecto un nuevo gobierno estuviera en condiciones de remover derechos adquiridos, ignorando cuestiones éticas y hasta el riesgo de vida que eso podría significar.
No es un dato menor que en la actualidad casi 15 millones de argentinos (¡un tercio de la población!) reciban mensualmente una suma de dinero de alguna repartición pública, en concepto de sueldo, jubilación, programa social, subsidio específico, etcétera. En otras palabras, hemos estatizado buena parte de los ingresos de la sociedad. Y si bien el desborde de la inflación está generando un ajuste brutal, inequitativo y muy rápido, sin duda el incremento sin precedente del gasto público generado en la última década, mayor al 10% del PBI, explica también por qué CFK sigue teniendo tanta influencia.
Es evidente que ella se favorece de la fragmentación y anorexia que experimenta el actual tejido partidario. Desde hace tiempo, tenemos partidos sin candidatos competitivos, mientras que quienes lideran las preferencias de los ciudadanos están aún construyendo su red de apoyo precisamente con los fragmentos del viejo orden partidario. Para ellos, resulta imprescindible afirmar su construcción en el amplio y heterogéneo territorio nacional, pues sin presencia local se diluye cualquier ventaja parcial que puedan obtener en las encuestas de intención de voto: el día de la elección, es necesario tener un ejército de miles de fiscales para evitar el fraude y la manipulación del proceso electoral, que sigue siendo anacrónico, opaco e inequitativo, sobre todo para los partidos pequeños y para los líderes emergentes.
La parcial excepción la constituye el PJ, que está en un raro estado larvario a un año de las elecciones por decisión unipersonal de CFK. ¿Dónde quedó la vieja liga de gobernadores? ¿Cómo hacen para contener su frustración y evitar cuestionamientos respecto de su autoestima, autonomía y legitimidad? El poder híper presidencial anula las reacciones individuales, corporativas, sociales y organizacionales. No puede haber en este contexto libertad de pensamiento ni diversidad de voces, excepto las que seleccione y le convenga al híper presidente (por ejemplo, la televisión oficial rusa). A propósito, los aparatos de comunicación oficial y para oficial contribuyen también a instalar y diseminar los mensajes del gobierno.
Finalmente, el mundo ha cambiado mucho y esto brinda grados de libertad y autonomía sin precedentes a países como la Argentina. Muy distinta era la situación durante los duros años de la Guerra Fría, cuando las entonces potencias hegemónicas tenían interés en mantener ciertos equilibrios, incluyendo evitar el desarrollo de tensiones o situaciones conflictivas en países medianos con potencial de crecimiento como era por entonces la Argentina. Eso ya no ocurre en el actual esquema multipolar, o mejor dicho apolar (no existen polos de poder claros, visibles y efectivos de influencia global, sólo poderes regionales o ex potencias que regulan su grado de influencia internacional en función de sus prioridades internas). Por consiguiente, poco importa lo que haga la Argentina, sobre todo cuando la perspectiva de cambio positivo en las elecciones presidenciales del próximo año relaja aunque sea parcialmente la percepción de riesgo que puede generar el país para los actores del sistema internacional. En síntesis, no quedan dudas de que CFK tiene una clara voluntad política de aferrarse al poder. Y que eso le ha permitido evitar convertirse en el “pato rengo” (traducción del término inglés “lame duck”, una líder débil, sin reelección, con gradual pérdida de influencia en la agenda política a medida que se acerca la fecha de los comicios presidenciales). Pero esa voluntad política constituye sólo uno de los factores que explica ese fenómeno, que es mucho más profundo y complejo. Los fundamentos más importantes de ese poder tienen características institucionales: residen en los recursos que concentra el híper presidencialismo, incluyendo la discrecionalidad presupuestaria, el incremento extraordinario del gasto público y el manejo unipersonal del aparato estatal, incluyendo la política de comunicación. Otras cuestiones estructurales, como la debilidad de los partidos políticos, acentúan también la influencia del presidente.
Dos lecciones para tener en cuenta: por un lado, Cristina descubrirá, más temprano que tarde, que sin el control de esos recursos su poder, popularidad y destrezas sufrirán una merma muy significativa. Y tendrá, entonces, más solidaridad con sus colegas ex mandatarios de la Argentina, ninguno de los cuales retuvo particular influencia una vez que abandonó el sillón de Rivadavia. Por otro lado, y esto tal vez sea lo más preocupante para nuestra vapuleada democracia, el próximo presidente tendrá a su antojo recursos político similares a los que hoy cuenta Cristina. La tentación será terrible: se requerirá una dosis extraordinaria de convicción republicana y vocación de servicio para no utilizarlos de la misma manera.
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Sergio Berensztein
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