Por Pablo Soler
15 Octubre 2014
LA GACETA / FOTO DE PABLO SOLER
La deliciosa mezcla de historia -mucha historia-, modernidad apabullante, buen gusto, arte, cultura y belleza es simplemente sobrecogedora. Pareciera que toda Europa visita Barcelona en sus vacaciones, y también Asia (cada vez más). Así lo demuestra la cacofonía de idiomas diversos que flotan en el aire, que se entrelaza con el perfume de las flores de incontables balcones, canteros y plazas, más la música en vivo que brota de saxofones, guitarras eléctricas, bongós y panderetas que los músicos callejeros esgrimen con soltura.
Barcelona vibra con pulso propio en medio de su verano mediterráneo, y lo breve de la visita hace que uno trate de absorber a grandes bocanadas todo lo que ofrece. Tiene lugares imperdibles para visitar, rincones de mil años, barrios enteros que asombran por su belleza, edificios de acero y vidrio que se enorgullecen de su modernidad, el mar y la serranía, el arte y la arquitectura, la gastronomía, y ese lustre cosmopolita que no se compra ni se alquila: se tiene o no se tiene.
La basílica
Y entre tanto asombro surge una obra maestra, como si no hubiera otras, que le da su impronta a Barcelona: la basílica de la Sagrada Familia, el monumento más visitado de España: lo ven 3,2 millones de personas por año.
Obra maestra de Antonio Gaudí, el arquitecto catalán más conocido, comenzó a construirse en 1882 y aún hoy continúa en obra. Máximo exponente de la arquitectura modernista catalana, el templo dispondrá, cuando esté terminado, de 18 torres: doce dedicadas a los apóstoles, cuatro a los evangelistas, una a la Virgen María y otra a Jesús. En 1926, al morir Gaudí, solo se había construido una torre.
Experiencia única
Las consideraciones arquitectónicas, incluso las históricas, quedan pequeñas, demasiado, a la hora de describir lo que significa estar dentro de semejante maravilla. Entrar a la basílica de la Sagrada Familia es perderse en un mar de luz cambiante. Mientras una delicada música sacra rodea a los centenares de visitantes, la constante en todos es el asombro. Bocas entreabiertas, ojos que intentan mirar todo a la vez, labios que susurran sin que nadie haya pedido silencio.
La experiencia nos golpea a todos. Pero no es un golpe duro, apenas es como un cambio de vestimenta. Como si en un instante todos nos hubiéramos quitado lo que traíamos puesto desde la calle al entrar y nos hubiéramos vestido con algo sencillo, humilde, cómodo. Algo más apto para contemplar, para descubrir, para disfrutar esta experiencia irrepetible.
En cada columna, en cada vitral, en cada escalera, en cada escultura no se ve otra cosa que belleza. La luz, la increíble luz que baña todo el recinto cambia a medida que el sol recorre su camino afuera. Los vitrales inmensos, las ojivas delicadas, las ventanas interminables, todas derraman haces de colores distintos que pintan todo a su paso.
Pasado el primer asombro, vienen más y más y más. A cada rincón que uno dirije la mirada encuentra algo maravilloso. El uso de la geometría más pura y dura ha dado como resultado un todo casi orgánico, donde todo armoniza con todo, ya sean el color, las texturas, el espacio, las sombras que realzan su profundidad, o la luz que revela tanta grandeza.
Salir finalmente al exterior no nos libra de tan hermoso sortilegio. Rodear la basílica y apreciar sus torres, sus esculturas monumentales y la intrincada belleza de sus puertas hace que uno siga atrapado sin remedio.
Una visita obligada al museo del subsuelo, donde se aprecia la historia de su construcción, detalles de cómo se diseñó y de cómo se continúa trabajando en esta obra increíble, da un final a la visita que nos deja con más información, pero sin haber perdido ni un poco de la magia que nos ha tocado.