Por Carlos Páez de la Torre H
01 Octubre 2014
ESCUELA DE CAMPAÑA. La Escuela “Wenceslao Posse”, donada por los propietarios del ingenio Esperanza, en una foto de 1904. la gaceta / archivo
El 25 de septiembre de 1860, el gobernador Salustiano Zavalía elevó a la Sala de Representantes de Tucumán un enérgico proyecto dirigido a generalizar la instrucción pública. En el mensaje decía que acababa de realizar una gira por los departamentos del sur, donde había encontrado un cuadro deprimente.
Comprobó que las escuelas que costeaba el Estado, “no producen todo el bien que era de esperar, a causa de la negligencia y a veces egoísmo reprensible de los padres de familia”. En efecto, “rancias preocupaciones de algunos y torpe interés de otros en el servicio personal de sus hijos, los inducen a rehusar el gran servicio que les brinda la provincia”. Muchas escuelas estaban “con la mitad de los discípulos que debieran enseñar”.
Consideraba que “por una ley de la naturaleza, los padres deben a sus hijos el pan del cuerpo, y por ella misma están obligados a darles el alimento del espíritu, que es la educación, cuando el Estado les presenta los medios de obtenerla sin costo de su parte”.
La ley que el Ejecutivo gestionaba, se sancionó el 22 de marzo de 1861 y se promulgó al día siguiente. Obligaba a los padres que habitaran dentro del radio de distancia de una legua de las escuelas oficiales, a enviar sus hijos a las aulas, de los 6 a los 12 años de edad. Sólo se exceptuaban los casos del hijo único, si se acreditaba ante el juez de distrito que su trabajo era indispensable para el hogar. El infractor sería apercibido y, en caso de nuevo incumplimiento, los jueces de distrito pondrían los niños “a disposición del Defensor General, para que provea a su educación”.
Comprobó que las escuelas que costeaba el Estado, “no producen todo el bien que era de esperar, a causa de la negligencia y a veces egoísmo reprensible de los padres de familia”. En efecto, “rancias preocupaciones de algunos y torpe interés de otros en el servicio personal de sus hijos, los inducen a rehusar el gran servicio que les brinda la provincia”. Muchas escuelas estaban “con la mitad de los discípulos que debieran enseñar”.
Consideraba que “por una ley de la naturaleza, los padres deben a sus hijos el pan del cuerpo, y por ella misma están obligados a darles el alimento del espíritu, que es la educación, cuando el Estado les presenta los medios de obtenerla sin costo de su parte”.
La ley que el Ejecutivo gestionaba, se sancionó el 22 de marzo de 1861 y se promulgó al día siguiente. Obligaba a los padres que habitaran dentro del radio de distancia de una legua de las escuelas oficiales, a enviar sus hijos a las aulas, de los 6 a los 12 años de edad. Sólo se exceptuaban los casos del hijo único, si se acreditaba ante el juez de distrito que su trabajo era indispensable para el hogar. El infractor sería apercibido y, en caso de nuevo incumplimiento, los jueces de distrito pondrían los niños “a disposición del Defensor General, para que provea a su educación”.
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