Guillermo Puig - Profesor de la cátedra de Criminología - UNT
La violencia institucional traducida en el video que trascendió ayer, manifestada no sólo en los golpes y vejámenes propinados por el efectivo a quien se ve, sino con enorme carácter simbólico en la actitud y los dichos de quien filma, denotan un total desprecio por los derechos del otro, en una clara demostración de las consecuencias funestas del sostenimiento terco de una estructura policial militarizada, absolutamente desprovista de control civil y de métodos de formación teóricos y prácticos acordes con un Estado de Derecho. Esta situación en absoluto escapa a la realidad conjunta de las fuerzas policiales y penitenciarias en latinoamérica, las que aún denotan en sus prácticas los resabios de los procesos militares que marcaron a esta zona durante la segunda mitad del siglo XX y que, en Tucumán, se ha vivenciado con especial particularismo. Por el contrario, amparados aún en el funesto “algo habrán hecho”, parte de la sociedad y de los medios de comunicación parecen complacerse ante estos hechos, reproduciendo la dicotomía “nosotros-ellos”.
Se plantea, una vez más, la necesidad de una reforma policial profunda que someta a la fuerza a controles externos y la dote de funcionarios formados teórica y prácticamente al amparo de los principios vigentes en un Estado de Derecho, capaces de intervenir concienzudamente en sus procedimientos; una institución que no se contente con más equipamiento y mayor número de efectivos en las calles (amparados para muchos de sus procedimientos en una inconstitucional ley contravencional) sino con la verdadera y necesaria vinculación con la sociedad civil. El delito no se combate con mano dura, golpes y torturas; el delito se previene con educación, salud y trabajo: con verdadera inclusión.