29 Julio 2014
EL MALDITO GAS. Crueldad en las trincheras
El 1 de julio de 1916, cuando se inició la batalla del Somme, la muerte de 19.240 soldados ingleses se produjo en cuestión de minutos. Fueron barridos por las ametralladoras alemanas apenas se lanzaron en una carga de trinchera a trinchera. Sus huesos quedaron esparcidos en tierra de nadie y las ratas se hicieron cargo de ellos. El episodio, narrado por Matthew White en “El libro negro de la humanidad”, está tomado al azar. Así fue, en líneas generales, la Primera Guerra Mundial. Una matanza que se llevó más de ocho millones de combatientes y casi siete millones de civiles. En el Somme, durante cinco meses, murieron 306.000 soldados. Los ejércitos no avanzaron ni una pulgada.
“Cuatro veces avanzamos y cuatro veces nos vimos obligados a retirarnos. De mi compañía sólo quedó otro hombre, aparte de yo mismo, y también cayó. Un disparo me arrancó toda la manga izquierda de mi casaca, pero, por milagro, yo salí ileso”. La carta fue un enviada por un soldado austríaco llamado Adolf Hitler.
El historiador Eric Hobsbawm sostuvo que el pasado fue un siglo corto, que empezó en 1914, con la Primera Guerra Mundial, y se derrumbó junto con la URSS, en 1991. La Gran Guerra, de cuyo inicio se cumplen 100 años, fue divisoria de aguas en lo político, en lo económico y en lo social. Pero fue también una manifestación de crueldad extrema, una liberación de la pulsión de muerte, esa que según Sigmund Freud anida en cada ser humano, a escala planetaria. Los países escandinavos, España, Suiza, unas pocas naciones de Asia central y América Latina fueron las excepciones a la cabalgata de los heraldos negros que con tanta crudeza declamó César Vallejo.
“Resulta más fácil pensar en la Primera Guerra Mundial como un agujero negro, o un incendio de guerra, una línea de trincheras estática que cruzaba Europa occidental devorando hambrienta los recursos de todo un mundo -apuntó White-. No fueron sólo las naciones próximas al frente, Alemania, Francia e Inglaterra, las que lanzaron a sus hijos a las llamas. Desde todo el mundo, Estados Unidos, Australia, India y Senegal, se importaron hombres jóvenes para alimentar el monstruo”.
La proyectada guerra breve y aplastante que se anhelaba en las grandes capitales fue sólo eso; una expresión de deseos. La realidad se tradujo en más de cuatro años de cargas inconducentes hacia una muerte segura. Sacrificios humanos en aras de la conquista de milímetros de tierra inservible. Se mató a caballo y con bayonetas, pero también con las armas del nuevo tiempo: los primeros blindados, los primeros aviones. Y se mató con la saña de las horrorosas armas químicas. Se mató en Europa, en el invadido Imperio Otomano, en África, en Asia y en Oceanía. Se mató en la tierra, en el aire y en el mar. Se mató en luchas cuerpo a cuerpo. Y mientras tanto, conectados a la guerra, se sucedían los sacudones históricos, desde la Revolución Rusa al genocidio armenio, a manos de los turcos.
Los hombres se matan unos a otros desde que descendieron de los árboles. Y antes también. Pero nunca lo habían hecho a escala global. Siguieron haciéndolo, hasta hoy. Antes, como en 1914, los reportes se grababan en los diarios. Hoy los cadáveres se amontonan en las pantallas de los celulares.
Décadas antes de la Gran Guerra, Friedrich Nietzsche pensaba en la muerte como un motor para hacer “cien veces más digno de ser pensado” el pensamiento de la vida. Eran voces de alerta. “Todos quieren ser los primeros en este futuro, ¡y sin embargo la muerte y el silencio de los muertos es, de ese futuro, lo único seguro y lo común a todos!”, escribió Nietzsche.
El mundo no escuchó. Al contrario; escarbó en lo más profundo hasta encontrar al lobo del hombre listo para exhibir los colmillos y clavárselos a sí mismo.
Que hayan pasado 100 años del inicio de la Primera Guerra Mundial y se cometan los mismos errores de entonces -la crueldad, la ira, el asesinato de inocentes- habla muy mal de la humanidad. Las enseñanzas están ahí, en la historia a la que hoy es posible acceder por múltiples plataformas. Parecen letra muerta, mensajes inertes como esos huesos ingleses desparramados por el Somme. El desafío es encontrar flores entre tantos escombros.
Crueldad en las trincheras
En Fromelles, al norte de Francia, los alemanes atacaron a un destacamento británico con gas venenoso. La foto refleja la devastación producida por la ofensiva. Las armas químicas fueron utilizadas por todos los ejércitos, en especial fosfogeno y gas mostaza. Los efectos de estos ataques eran terribles, por lo doloroso de una agonía producida por el gas y por las consecuencias (la más común era la ceguera). Al cabo de la guerra, el Protocolo de Ginebra prohibió la utilización de estos arsenales químicos en conflictos futuros.
“Cuatro veces avanzamos y cuatro veces nos vimos obligados a retirarnos. De mi compañía sólo quedó otro hombre, aparte de yo mismo, y también cayó. Un disparo me arrancó toda la manga izquierda de mi casaca, pero, por milagro, yo salí ileso”. La carta fue un enviada por un soldado austríaco llamado Adolf Hitler.
El historiador Eric Hobsbawm sostuvo que el pasado fue un siglo corto, que empezó en 1914, con la Primera Guerra Mundial, y se derrumbó junto con la URSS, en 1991. La Gran Guerra, de cuyo inicio se cumplen 100 años, fue divisoria de aguas en lo político, en lo económico y en lo social. Pero fue también una manifestación de crueldad extrema, una liberación de la pulsión de muerte, esa que según Sigmund Freud anida en cada ser humano, a escala planetaria. Los países escandinavos, España, Suiza, unas pocas naciones de Asia central y América Latina fueron las excepciones a la cabalgata de los heraldos negros que con tanta crudeza declamó César Vallejo.
“Resulta más fácil pensar en la Primera Guerra Mundial como un agujero negro, o un incendio de guerra, una línea de trincheras estática que cruzaba Europa occidental devorando hambrienta los recursos de todo un mundo -apuntó White-. No fueron sólo las naciones próximas al frente, Alemania, Francia e Inglaterra, las que lanzaron a sus hijos a las llamas. Desde todo el mundo, Estados Unidos, Australia, India y Senegal, se importaron hombres jóvenes para alimentar el monstruo”.
La proyectada guerra breve y aplastante que se anhelaba en las grandes capitales fue sólo eso; una expresión de deseos. La realidad se tradujo en más de cuatro años de cargas inconducentes hacia una muerte segura. Sacrificios humanos en aras de la conquista de milímetros de tierra inservible. Se mató a caballo y con bayonetas, pero también con las armas del nuevo tiempo: los primeros blindados, los primeros aviones. Y se mató con la saña de las horrorosas armas químicas. Se mató en Europa, en el invadido Imperio Otomano, en África, en Asia y en Oceanía. Se mató en la tierra, en el aire y en el mar. Se mató en luchas cuerpo a cuerpo. Y mientras tanto, conectados a la guerra, se sucedían los sacudones históricos, desde la Revolución Rusa al genocidio armenio, a manos de los turcos.
Los hombres se matan unos a otros desde que descendieron de los árboles. Y antes también. Pero nunca lo habían hecho a escala global. Siguieron haciéndolo, hasta hoy. Antes, como en 1914, los reportes se grababan en los diarios. Hoy los cadáveres se amontonan en las pantallas de los celulares.
Décadas antes de la Gran Guerra, Friedrich Nietzsche pensaba en la muerte como un motor para hacer “cien veces más digno de ser pensado” el pensamiento de la vida. Eran voces de alerta. “Todos quieren ser los primeros en este futuro, ¡y sin embargo la muerte y el silencio de los muertos es, de ese futuro, lo único seguro y lo común a todos!”, escribió Nietzsche.
El mundo no escuchó. Al contrario; escarbó en lo más profundo hasta encontrar al lobo del hombre listo para exhibir los colmillos y clavárselos a sí mismo.
Que hayan pasado 100 años del inicio de la Primera Guerra Mundial y se cometan los mismos errores de entonces -la crueldad, la ira, el asesinato de inocentes- habla muy mal de la humanidad. Las enseñanzas están ahí, en la historia a la que hoy es posible acceder por múltiples plataformas. Parecen letra muerta, mensajes inertes como esos huesos ingleses desparramados por el Somme. El desafío es encontrar flores entre tantos escombros.
Crueldad en las trincheras
En Fromelles, al norte de Francia, los alemanes atacaron a un destacamento británico con gas venenoso. La foto refleja la devastación producida por la ofensiva. Las armas químicas fueron utilizadas por todos los ejércitos, en especial fosfogeno y gas mostaza. Los efectos de estos ataques eran terribles, por lo doloroso de una agonía producida por el gas y por las consecuencias (la más común era la ceguera). Al cabo de la guerra, el Protocolo de Ginebra prohibió la utilización de estos arsenales químicos en conflictos futuros.
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