Por Alberto Horacio Elsinger
24 Julio 2014
Mientras charlaba con un amigo en la plaza, advertí que en un banco había un señor sentado. Me llamó la atención su mirada serena, celeste y profunda; además de su hablar tenue y pausado, con acento europeo. Era evidente que por la ropa andrajosa y los zapatos viejos y sin color que lucía, se trataba de una persona que vivía en la calle.
No molestaba ni pedía nada a nadie, pero le apasionaba hablar con jóvenes, a quienes les contaba historias increíbles; y también les arrimaba algún consejo. Aún más, solía repetir: nunca olviden que más vale seguir siendo indio antes que mal cacique. Él había elegido esa forma de vida y la disfrutaba en la calle. Alguna vez me confesó que se llamaba Fedor Chodorovsky. Tenía 82 años y había ejercido como abogado penalista. Incluso poseía una propiedad de fin de semana, dos autos y un buen pasar económico.
Pero un día falleció su esposa. Fue un hecho que nunca pudo superar. Comenzó a leer a importantes autores. A Proudhon, a Bakunin y a Kropotkin, entre otros tantos, al igual que a Rousseau y Descartes. Hasta que arregló sus papeles y documentos. Cedió sus bienes a sus hijos y amigos. Dejó una carta explicando la decisión y les pidió que no lo busquen. Y, con la mínima ropa y unos pocos pesos, se fue a vivir a la calle, convirtiéndose en linyera.
El momento más difícil, me explicó, fue cuando tomó el picaporte de la puerta y lo apretó fuerte. Reflexionó unos minutos y expresó: estaba seguro de que una vez que pasara la puerta ya no habría vuelta atrás.
No obstante, siempre llevó internamente a cuestas el dolor por la pérdida de Adelhe, su esposa. Un fin de semana desapareció de los lugares que frecuentaba. Hasta que un viejo ejemplar de un diario santiagueño mostró la foto de Fedor en un galpón de Frías. Había muerto, sentado junto a la pared, con los ojos cerrados y una suave sonrisa en los labios. Me hubiera gustado darle el adiós final al abogado polaco que a pesar de haber sido cacique había decidido convertirse en indio: por culpa o por amor.
No molestaba ni pedía nada a nadie, pero le apasionaba hablar con jóvenes, a quienes les contaba historias increíbles; y también les arrimaba algún consejo. Aún más, solía repetir: nunca olviden que más vale seguir siendo indio antes que mal cacique. Él había elegido esa forma de vida y la disfrutaba en la calle. Alguna vez me confesó que se llamaba Fedor Chodorovsky. Tenía 82 años y había ejercido como abogado penalista. Incluso poseía una propiedad de fin de semana, dos autos y un buen pasar económico.
Pero un día falleció su esposa. Fue un hecho que nunca pudo superar. Comenzó a leer a importantes autores. A Proudhon, a Bakunin y a Kropotkin, entre otros tantos, al igual que a Rousseau y Descartes. Hasta que arregló sus papeles y documentos. Cedió sus bienes a sus hijos y amigos. Dejó una carta explicando la decisión y les pidió que no lo busquen. Y, con la mínima ropa y unos pocos pesos, se fue a vivir a la calle, convirtiéndose en linyera.
El momento más difícil, me explicó, fue cuando tomó el picaporte de la puerta y lo apretó fuerte. Reflexionó unos minutos y expresó: estaba seguro de que una vez que pasara la puerta ya no habría vuelta atrás.
No obstante, siempre llevó internamente a cuestas el dolor por la pérdida de Adelhe, su esposa. Un fin de semana desapareció de los lugares que frecuentaba. Hasta que un viejo ejemplar de un diario santiagueño mostró la foto de Fedor en un galpón de Frías. Había muerto, sentado junto a la pared, con los ojos cerrados y una suave sonrisa en los labios. Me hubiera gustado darle el adiós final al abogado polaco que a pesar de haber sido cacique había decidido convertirse en indio: por culpa o por amor.
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