Por Indalecio Francisco Sanchez
16 Julio 2014
El carácter inevitable de la derrota sólo desalienta a los cobardes. (Alejandro Dolina). La derrota tiene algo positivo, nunca es definitiva. (José Saramago). Una derrota peleada vale más que una victoria casual. (José De San Martín). La derrota tiene una dignidad que la victoria no conoce. (Jorge Luis Borges).
El subcampeonato que obtuvo la Selección en el Mundial de Fútbol obligó a repensar una noción: el éxito es lo más importante y hay que acceder a él pagando cualquier costo y a través de cualquier medio. El equipo sacrificado, solidario, unido y humilde llevó a que se valorara lo que se supo despreciar: la derrota. El resultado adverso contra Alemania se festejó como victoria, porque, como dicen los pensadores de diferentes disciplinas citados, la derrota no es más que un pedacito de la vida, inconcebible con éxitos continuos. Para convertir un éxito en eterno es necesario deformar algún valor humano y dar lugar a la corrupción, la mentira, el robo, el engaño.
Casta de triunfadores
La política está bañada de ese culto fanático al éxito, principalmente electoral. La derrota asoma como aquel cuco imaginario que no deja dormir a los niños. En Tucumán, los dirigentes pergeñan por estos días decenas de estrategias para que ninguno sea subcampeón. Ya avisó el intendente Domingo Amaya, por ejemplo, que no será el segundo de nadie. Está seguro de que es su momento y que merece ser el candidato del oficialismo (si es del kirchnerismo, mejor) para suceder a José Alperovich. El gobernador siente algo parecido. No sólo jura que él cambió Tucumán y dejó todo por su provincia, sino que está convencido de que es el único que puede decir quién lo sucederá. Por eso oscila entre Juan Manzur, Beatriz Rojkés y Osvaldo Jaldo. Son los únicos que le dan tranquilidad de cara al futuro. Alperovich sabe que Amaya es uno de los dirigentes oficialistas que mejor miden en las encuestas y Amaya es consciente que sin Alperovich será muy difícil que gane las elecciones. Ambos pueden perder los comicios si van separados, pero para ellos la noción de éxito no es conjunta -como para la Selección- sino individual. Cuentan que en la Casa de Gobierno aparecieron caras largas cuando los números frescos que llegaron desde Buenos Aires mostraron en alza al “Colorado”. En la Municipalidad, en cambio, hay sonrisas y trabajo a cara de perro: hace casi un mes que operadores amayistas llaman, uno por uno, a contratados y empleados diversos para preguntarles su pedigrí político. A los que supieron llegar con Alperovich los desechan y a los “neutros” les exigen pruebas de amor. El temor a la derrota hace estragos en ambos bandos. En el kirchnerismo nacional tampoco quieren sentirse derrotados. Por ello surfean entre las olas sin bendecir a nadie: ratifican que su hombre en Tucumán es José, pero se preocupan en no desairar a Domingo.
¿Por qué les aterroriza tanto la derrota? Porque el miedo viene cuando los derrotados se saben vencidos morales, corruptos o mentirosos. Porque Mascherano -siguiendo la comparación con la Selección- se recibió de eterno héroe triunfador, aún perdedor, porque se reconoce su entrega y su entereza. Cayó en el marcador, pero ganó al mostrar la imagen de quien dio todo por conseguir un objetivo. Mostró que también es importante cómo se recorre un camino (deportivo, político), qué se deja y cómo se pelea la batalla.
Los cultores del éxito sine qua non pueden hacer gala sólo de la ganancia porque la derrota no los deja dormir: los cucos judiciales y los fantasmas que crearon por triunfar a cualquier costo les vacían el alma.
Por ello en política sólo se sabe de éxitos. Aunque en la historia -corta o larga- la sociedad vea a esos ganadores como derrotados sin pena ni gloria. O viceversa.
El subcampeonato que obtuvo la Selección en el Mundial de Fútbol obligó a repensar una noción: el éxito es lo más importante y hay que acceder a él pagando cualquier costo y a través de cualquier medio. El equipo sacrificado, solidario, unido y humilde llevó a que se valorara lo que se supo despreciar: la derrota. El resultado adverso contra Alemania se festejó como victoria, porque, como dicen los pensadores de diferentes disciplinas citados, la derrota no es más que un pedacito de la vida, inconcebible con éxitos continuos. Para convertir un éxito en eterno es necesario deformar algún valor humano y dar lugar a la corrupción, la mentira, el robo, el engaño.
Casta de triunfadores
La política está bañada de ese culto fanático al éxito, principalmente electoral. La derrota asoma como aquel cuco imaginario que no deja dormir a los niños. En Tucumán, los dirigentes pergeñan por estos días decenas de estrategias para que ninguno sea subcampeón. Ya avisó el intendente Domingo Amaya, por ejemplo, que no será el segundo de nadie. Está seguro de que es su momento y que merece ser el candidato del oficialismo (si es del kirchnerismo, mejor) para suceder a José Alperovich. El gobernador siente algo parecido. No sólo jura que él cambió Tucumán y dejó todo por su provincia, sino que está convencido de que es el único que puede decir quién lo sucederá. Por eso oscila entre Juan Manzur, Beatriz Rojkés y Osvaldo Jaldo. Son los únicos que le dan tranquilidad de cara al futuro. Alperovich sabe que Amaya es uno de los dirigentes oficialistas que mejor miden en las encuestas y Amaya es consciente que sin Alperovich será muy difícil que gane las elecciones. Ambos pueden perder los comicios si van separados, pero para ellos la noción de éxito no es conjunta -como para la Selección- sino individual. Cuentan que en la Casa de Gobierno aparecieron caras largas cuando los números frescos que llegaron desde Buenos Aires mostraron en alza al “Colorado”. En la Municipalidad, en cambio, hay sonrisas y trabajo a cara de perro: hace casi un mes que operadores amayistas llaman, uno por uno, a contratados y empleados diversos para preguntarles su pedigrí político. A los que supieron llegar con Alperovich los desechan y a los “neutros” les exigen pruebas de amor. El temor a la derrota hace estragos en ambos bandos. En el kirchnerismo nacional tampoco quieren sentirse derrotados. Por ello surfean entre las olas sin bendecir a nadie: ratifican que su hombre en Tucumán es José, pero se preocupan en no desairar a Domingo.
¿Por qué les aterroriza tanto la derrota? Porque el miedo viene cuando los derrotados se saben vencidos morales, corruptos o mentirosos. Porque Mascherano -siguiendo la comparación con la Selección- se recibió de eterno héroe triunfador, aún perdedor, porque se reconoce su entrega y su entereza. Cayó en el marcador, pero ganó al mostrar la imagen de quien dio todo por conseguir un objetivo. Mostró que también es importante cómo se recorre un camino (deportivo, político), qué se deja y cómo se pelea la batalla.
Los cultores del éxito sine qua non pueden hacer gala sólo de la ganancia porque la derrota no los deja dormir: los cucos judiciales y los fantasmas que crearon por triunfar a cualquier costo les vacían el alma.
Por ello en política sólo se sabe de éxitos. Aunque en la historia -corta o larga- la sociedad vea a esos ganadores como derrotados sin pena ni gloria. O viceversa.
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