Por Guillermo Monti
13 Julio 2014
CON LA FRENTE EN ALTO. Argentina dejó todo en la cancha durante la final pero no estuvo fino en la definición. REUTERS
Higuaín mano a mano. Afuera. Messi mano a mano. Afuera. Palacio mano a mano. Afuera. Goetze mano a mano. Gol. Si las historias pudieran explicarse con tanta simpleza el ahorro de páginas sería descomunal. Y tal vez estamos demasiado acostumbrados a buscarle mil vueltas a cada capítulo, cuando las cosas son más sencillas de lo que parecen. Un gol, por ejemplo. Una gran definición para definir una final. El gol que dejó a la Selección mirando la Copa con la ñata contra ese vidrio imaginario de un resultado en contra. Ahí van los alemanes, a pleno festejo. Y ahí está el equipo argentino, aflojando la lágrima, mirando cada mata de césped. Serios, sin histerias. Buenos perdedores, lo que no es poco, aunque al leer esto usted se preguntará de qué sirve eso.
Sirve porque hay distintas formas de perder. Está el descontrol, está la impotencia que siempre es mala consejera, está la búsqueda de culpables para lavarse las manos. Y en la otra vereda se acumulan los retazos de satisfacción. El haber jugado de igual a igual y, de paso, generando las acciones de mayor peligro. La entrega, los rendimientos individuales sostenidos por un sistema táctico eficiente. Y el corazón ofrecido, exhibido y entregado. De eso puede congratularse la Selección nacional, subcampeona del mundo.
Alemania es nuestro karma. Nos ganaron con un penal en la final de Italia. Nos ganaron por penales en 2006. Nos ganaron por goleada hace cuatro años. Ahora fue en el suplementario, en esa clase de partidos en el que se lleva la sonrisa el que acierta una vez. Al gatillo lo apretaron los dos, pero el que hizo blanco fue el flamante tetracampeón. No es casualidad, tratándose del conjunto que más veces marcó durante el torneo, y de que a Argentina se le secó la pólvora en semis y en la final.
Messi ha recibido el premio al mejor con la frustración congelada en el gesto. No es un hombre expresivo, pero hay miradas que lo dicen todo. La de Messi fue la Copa de un gran jugador, no la de un genio. Tal vez con un plus mágico el desenlace habría sido diferente. No son más que conjeturas. Messi recibió la pelota rodeado siempre por dos, tres y hasta cuatro rivales. Casi siempre la jugó bien. Quien esperaba que gambeteara a los 11 adversarios fue demasiado optimista. Y también injusto.
Explotan los fuegos artificiales, el Cristo del Corcovado está iluminado con los colores de la bandera alemana y los brasileños, por fin, tienen un motivo para celebrar. Perdió Argentina y el dolor se atenuó un poquito. Pero de inmediato aparece la presidenta Dilma en las pantallas gigantes y la chiflan desde todos los ángulos. No estaría mal que hicieran lo propio con Joseph Blatter, habida cuenta de la mafia de reventa de entradas que funcionó bajo el paraguas de la FIFA. Pero de eso se hablará y escribirá en detalle más adelante.
A la final la vieron 40 millones de entrenadores. Argentina planteó el partido que se esperaba, inteligente, compacta, sólida, y hasta con mayor llegada que en la semi del miércoles pasado. No hubo facilidades para Müller ni para Ozil ni para Kroos. Tampoco tuvo el gol Klose, reemplazado y ovacionado. Salió de la cancha el máximo artillero de la historia de los Mundiales. De pie entonces. Pero el análisis apuntaba a la puesta en escena de Argentina, que armó su telaraña con Lavezzi (gran primer tiempo) y Enzo Pérez, y terminó con Agüero y Palacio en el campo. Lo dicho: un gol, para cualquiera de los dos bandos, liquidaba el cuento. Lo anotó Götze.
No hay mucho que reprocharle a la Selección; todo lo contrario. En un contexto muy complicado, cuando el fútbol nacional va de desatino en desatino, se hizo de una identidad a partir de los conceptos pregonados por Sabella: humildad, solidaridad, trabajo, sacrificio. Forjó ese espíritu al calor de Belo Horizonte y llegó a donde todos queríamos verla. Ser campeón del mundo va más allá de eso y los alemanes saben mucho del asunto. Queda la imagen de un grupo honesto y despojado, con buenos jugadores (“los argentinos siempre nos creemos más de lo que somos”, repite Sabella) y un cuerpo técnico que pregonó valores de los que vale la pena tomar nota. Y queda la imagen de un país ilusionado, unido, representando por un equipo que contó con el respaldo excepcional de los compatriotas en tierra brasileña. Y eso es todo.
Sirve porque hay distintas formas de perder. Está el descontrol, está la impotencia que siempre es mala consejera, está la búsqueda de culpables para lavarse las manos. Y en la otra vereda se acumulan los retazos de satisfacción. El haber jugado de igual a igual y, de paso, generando las acciones de mayor peligro. La entrega, los rendimientos individuales sostenidos por un sistema táctico eficiente. Y el corazón ofrecido, exhibido y entregado. De eso puede congratularse la Selección nacional, subcampeona del mundo.
Alemania es nuestro karma. Nos ganaron con un penal en la final de Italia. Nos ganaron por penales en 2006. Nos ganaron por goleada hace cuatro años. Ahora fue en el suplementario, en esa clase de partidos en el que se lleva la sonrisa el que acierta una vez. Al gatillo lo apretaron los dos, pero el que hizo blanco fue el flamante tetracampeón. No es casualidad, tratándose del conjunto que más veces marcó durante el torneo, y de que a Argentina se le secó la pólvora en semis y en la final.
Messi ha recibido el premio al mejor con la frustración congelada en el gesto. No es un hombre expresivo, pero hay miradas que lo dicen todo. La de Messi fue la Copa de un gran jugador, no la de un genio. Tal vez con un plus mágico el desenlace habría sido diferente. No son más que conjeturas. Messi recibió la pelota rodeado siempre por dos, tres y hasta cuatro rivales. Casi siempre la jugó bien. Quien esperaba que gambeteara a los 11 adversarios fue demasiado optimista. Y también injusto.
Explotan los fuegos artificiales, el Cristo del Corcovado está iluminado con los colores de la bandera alemana y los brasileños, por fin, tienen un motivo para celebrar. Perdió Argentina y el dolor se atenuó un poquito. Pero de inmediato aparece la presidenta Dilma en las pantallas gigantes y la chiflan desde todos los ángulos. No estaría mal que hicieran lo propio con Joseph Blatter, habida cuenta de la mafia de reventa de entradas que funcionó bajo el paraguas de la FIFA. Pero de eso se hablará y escribirá en detalle más adelante.
A la final la vieron 40 millones de entrenadores. Argentina planteó el partido que se esperaba, inteligente, compacta, sólida, y hasta con mayor llegada que en la semi del miércoles pasado. No hubo facilidades para Müller ni para Ozil ni para Kroos. Tampoco tuvo el gol Klose, reemplazado y ovacionado. Salió de la cancha el máximo artillero de la historia de los Mundiales. De pie entonces. Pero el análisis apuntaba a la puesta en escena de Argentina, que armó su telaraña con Lavezzi (gran primer tiempo) y Enzo Pérez, y terminó con Agüero y Palacio en el campo. Lo dicho: un gol, para cualquiera de los dos bandos, liquidaba el cuento. Lo anotó Götze.
No hay mucho que reprocharle a la Selección; todo lo contrario. En un contexto muy complicado, cuando el fútbol nacional va de desatino en desatino, se hizo de una identidad a partir de los conceptos pregonados por Sabella: humildad, solidaridad, trabajo, sacrificio. Forjó ese espíritu al calor de Belo Horizonte y llegó a donde todos queríamos verla. Ser campeón del mundo va más allá de eso y los alemanes saben mucho del asunto. Queda la imagen de un grupo honesto y despojado, con buenos jugadores (“los argentinos siempre nos creemos más de lo que somos”, repite Sabella) y un cuerpo técnico que pregonó valores de los que vale la pena tomar nota. Y queda la imagen de un país ilusionado, unido, representando por un equipo que contó con el respaldo excepcional de los compatriotas en tierra brasileña. Y eso es todo.
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