Como guerra de guerrillas

Como guerra de guerrillas

Los organismos de seguridad tiemblan ante la posibilidad de que la final sea Brasil-Argentina

BIEN MEZCLADITOS. En las tribunas argentinos y brasileños comparten espacio y, hasta el momento, nada grave ocurrió. télam BIEN MEZCLADITOS. En las tribunas argentinos y brasileños comparten espacio y, hasta el momento, nada grave ocurrió. télam
Algunos partidos se juegan antes de jugarse, o incluso a pesar de nunca jugarse. Con Argentina-Brasil sucede esa distorsión. El clásico sólo podría concretarse en la final, el domingo que viene en el Maracaná, pero en cierta forma ya empezó a moldearse hace rato: durante los cinco capítulos que lleva la aventura de Lionel Messi y sus súbditos, en la tribuna ya se jugaron varios episodios de Argentina-Brasil, y cada vez se repiten con mayor frecuencia. Aunque por ahora sin hechos de violencia, entre los hinchas de las dos potencias vecinas se respira una tensión de guerra de guerrillas. Contra Holanda no será distinto.

El amor forzado que ocurrió el sábado en el Mané Garrincha de Brasilia, una súbita alianza brasileña-belga, se repetirá pasado mañana en la semifinal del Itaquerao de San Pablo. Mientras en el horizonte ya se vislumbra la gran final sudamericana, miles de cariocas, mineiros, paulistas y brasilienses siguen pintándose las mejillas con los colores de los rivales de Argentina y cantando por equipos europeos (Bosnia, Suiza, Bélgica u Holanda), asiáticos (Irán) y africanos (Nigeria). Es parte del ritual del fútbol que se juega en las tribunas: quieren a Argentina fuera de Brasil.

El tema es que una final entre los enemigos íntimos incomoda a los encargados del comité de seguridad. El Mundial, dicen en el campamento de la FIFA en Río de Janeiro, es un éxito: no se repitieron las protestas sociales que el año pasado pusieron en jaque a la Copa Confederaciones, la primera rueda del torneo tuvo récord de goles, los partidos fueron mucho más atractivos que los Mundiales anteriores y, a pesar de algunas revelaciones saludables y necesarias, los equipos con más peso histórico avanzaron a las semifinales.

El único problema que advierten en los organismos de control, más allá del escándalo de la reventa de entradas dentro de la FIFA, es que una final entre Argentina y Brasil no se convierta precisamente en un ejemplo de conducta cívica en las tribunas. A diferencia de lo que sucede en Argentina (en verdad de lo que ocurría hasta que los hinchas visitantes fueron prohibidos), en el Mundial no hay rejas divisorias entre los sectores del estadio. La consecuencia es que todo quedará a la buena de Dios: argentinos y brasileños tendrán que convivir uno al lado del otro en lo que será la versión más extraordinaria del gran clásico americano, en el Maracaná y por un título del mundo.

En realidad, los hinchas argentinos y brasileños ya convivieron en los cinco partidos anteriores de Sabella y su fábrica mayorista de triunfos por un gol. Es cierto que no hubo grandes incidentes, pero la tensión en las tribunas estuvo en paulatino aumento. En Brasilia, el sábado ante Bélgica, los agentes de seguridad sacaron del estadio Mané Garrincha a un argentino que combinó sus dos pasiones: mirar el partido de reojo y provocar a los locales.

“La ‘pica’ está, pero suele quedar ahí. Sí es cierto que contra Bélgica se armó una fea y tuvieron que entrar los policías con cascos a la tribuna. Eran siete argentinos que ni miraban el partido sino que se la pasaban cantando hacia arriba, en dirección a unos brasileños, y los insultaban”, contó a LG Mundial el tucumano Isaías Courel, testigo del 1-0 junto a sus tres amigos, Santiago Molina, Máximo Frías y Sergio Dávalos, los cuatro de Yerba Buena, dos de Atlético y dos de San Martín.

Algunos argentinos -no sólo los barrabravas- son especialistas en provocar pero muchos brasileños no se quedan atrás. El clásico también se juega en las canciones. Al ya consabido “Brasil decime qué se siente”, los locales responden con una menos ingeniosa pero más difícil de rebatir: “Pentacampeones”. El duelo Maradona-Pelé también tiene su costado lírico: los brasileños arrancan con los 1.000 goles (no oficiales) que hizo Pelé y lo rematan con los problemas adictivos de Maradona, a lo que los argentinos-maradonianos les contraatacan con (el también extraoficial) debut sexual de Pelé.

Algunos duelos verbales son a menos de un metro de distancia, y sin policías de por medio. En las jugadas de más peligro hay lanzamientos de cerveza, cuya venta está permitida en la cancha. Algunos goles se gritan en la cara del rival y señalándose una determinada parte del cuerpo. El agónico gol de Ángel Di María contra Suiza fue festejado en las tribunas con avalanchas catárticas entre los propios argentinos, pero también con descargas gestuales a sus vecinos de asiento (y de país). Mejor ni pensar qué habría pasado si el suizo Blerim Dzemaili, en vez de cabecear al palo en el minuto 120, hubiese convertido el empate.

Como sucede con algunos medios argentinos capturados por una ola patriótica en el Mundial, también en Brasil hay algunos reporteros que no disimulan su antipatía deportiva por el clásico rival. Como señaló el periodista argentino Rodolfo Chisleanschi en las redes sociales después del partido de octavos de final, “el relator de (la cadena televisiva) Bandeirantes no tuvo ningún problema en reconocer que quería que ganara Suiza, pedía tarjeta por cada falta que hacían los de celeste y blanco, enloquecía cada vez que la agarraba Xherdan Shaquiri, maldijo en portugués y varios idiomas más al suizo que definió mal solo contra Romero en el primer tiempo (cuando lo cambiaron, pidió que no le dieran ni agua ni el saludo), y se la pasó implorando por un gol de ellos. Eso sí, gritó como corresponde el gol de Di María, algo es algo”.

La creciente tensión en las tribunas y en algunos reporteros, sin embargo, no se percibe en las calles ni en la mayoría de los medios periodísticos. Ante la presencia de un hincha argentino en un bar, una playa o un hotel, los brasileños suelen decir en tono amistoso que esperan una final entre las dos potencias sudamericanas para después, lógicamente, desear una derrota argentina y consagrarse campeones. Los diarios de información general repiten esa tónica: más admiración que rivalidad (en especial por Lionel Messi) y una recurrente utilización de la palabra “hermanos” como sinónimo de argentinos.

San Pablo comenzará a recibir entre hoy y pasado mañana una invasión de argentinos. Las entradas en reventa estarán entre 1.500 y 2.500 dólares (en Buenos Aires ya se ofrecían a 3.500). El precio del ticket, al menos, servirá para un 2x1: valdrá por un Argentina-Holanda en la cancha y un Argentina-Brasil en las tribunas, a la espera del clásico real, el 13 de julio en el Maracaná, y por un Mundial en juego. El partido que quiere todo el mundo, menos holandeses, alemanes y los encargados de la seguridad.

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