Frío con gusto a universo
Dicen que para escribir no hay mejor época que el invierno. Tal vez por eso, grandes obras de la literatura nacieron justamente en esta estación: en invierno escribió Jorge Luis Borges “El Aleph” y “La cifra”. Ante un paisaje nevado -dice la leyenda- William Shakespeare escribió las primeras líneas de “Hamlet”. En los gélidos fríos británicos nacieron también “El señor de los anillos” de J.R.R. Tolkien y “Ulises” de James Joyce. Hasta “La invención de Morel”, de Adolfo Bioy Casares, nació una fría tarde de junio.

Pero el invierno es también una estación misteriosa. Muchos la desprecian, pero pónganse a pensar un poco en esto: ¿qué sería de nuestra provincia si el calor reinara todo el año? Mejor no imaginarlo, ¿no? Porque en el invierno la naturaleza parece muerta en su exterior y, sin embargo, sigue creciendo por dentro; va acumulando vida para poder explotar durante la primavera en todo su esplendor. “Debo a la muerte pura de la tierra / la voluntad de mis germinaciones”, escribió Pablo Neruda en su inolvidable “Jardín de invierno”. Un verso maravilloso que pone énfasis en la transformación. Porque el invierno es, de alguna manera, la estación de la espera; la crisálida de la naturaleza. Con el frío se prepara la fragua que moldeará todo lo que vendrá a partir de septiembre: el invierno tiene condición de futuro. Vicente Huidobro lo explica muy bien con pocas palabras. “La nieve cae con gusto a universo”, dice. Por eso, quejarnos del frío y despotricar porque el solcito no calienta la piel es casi como decir: “no importa lo que vendrá”. Mejor sería agradecer el fresco y esperar. Como propone Albert Camus: “En las profundidades del invierno aprendí finalmente que había en mí un verano invencible”.

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