Sólo los chicos saben lo que buscan

La noche anterior había llovido torrencialmente. El frío de junio se colaba por los intersticios. La niña permanecía en cama por una dolencia respiratoria pero más que la obstrucción pulmonar, la asfixiaba el tedio. Hacia aquellos días la televisión no presidía los hogares. En la biblioteca del pueblo los libros para niños (¡libros de literatura, digo!) eran contaditos. Una tarde la niña con el rostro bañado en lágrimas recibió el beso de su padre y poco interés le despertó el regalo ofrecido. Lejos estaba la pequeña de sospechar que aquel presente habría de vencer su desolación.

Iniciada la lectura desapareció el desánimo: ella viajó por lejanos planetas, dialogó con reyes, hombres de negocios, dibujó, se hizo amiga de la amistad, de lo invisible a los ojos y le contó cuentos a un Principito, como ese Principito, a un aviador.

Muchos soles han pasado desde aquel encuentro. La niña de ayer es la mujer que hoy escribe estas líneas desde la lucidez de los recuerdos de infancia, milagro que le permite a modo de revelación de pensamiento, testimoniar que cuando apenas contaba nueve años “El Principito” le otorgó sueños alados.

Desde la facultad de lo vivido cuando niña junto a la de un largo camino en torno a la literatura infantil juvenil, asumo que es difícil haber leído en la infancia el libro de Saint-Exupéry y no recordar a “El Principito” en sus múltiple apelaciones y respuestas al mundo poético infantil.

No se nos escapa que se ha debatido si la obra está o no al alcance de los niños. Frente a tal planteo nos detenemos en el siguiente interrogante: ¿qué es un niño? Arrojan contundentes respuestas, la historia de la educación, la historia de la infancia y la psicología evolutiva, entre otros. Bien ha señalado G. K. Chesterton: “el niño comprende la naturaleza del arte mucho antes de entender la naturaleza de la argumentación”.