Por Guillermo Monti
15 Junio 2014
ENAMORADOS. Una pareja de hinchas “albicelestes” disfrutaron de la playa, antes del partido de hoy entre Argentina y Bosnia.
Quien afirme que lo vivido ayer en Copacabana fue una fiesta es un irrespetuoso. Está confundido o es un tibio, y se sabe que los tibios no heredarán el Reino. Padre e hijo se miran a los ojos. Están aferrados, las manos en los hombros. No hay metáforas capaces de explicar lo que transmiten. Sería abusar de las palabras. Se tocan las camisetas de la Selección, se recorren las caras con la yema de los dedos. “¡Te quiero, hijo!”, le dice el señor. Un señor padre en el Día del Padre. Eso no es una fiesta, es una bellísima y profunda manifestación de amor. Un ritual. Eso, un ritual con forma de celebración futbolera. El Mundial de Brasil no vive en los estadios, está en Copacabana. En los miles de argentinos que se unieron en la más inolvidable de las tardes para descubrirse felices.
¿Qué hay en la rambla de los mil sueños a la que le cantaron Caetano Veloso y Maria Bethania?
Hay decenas y decenas de banderas. De provincias, de ciudades, de barrios, atadas a cuanto fierro se encontró en la playa.
Hay una arena finísima, inmaculada en su claridad, que acaricia. Hay sol y hay un Pan de Azúcar que oficia de altar en la lejanía. Y el mar.
Hay una canción que se repite como un mantra, mezclando las Malvinas con la pasión futbolera. Y está instalada la opinión colectiva de que Maradona fue mejor que Pelé. Qué poderoso suena gritado en pleno corazón carioca.
Hay un hincha con la careta del Papa Francisco y otros dos con máscaras “albicelestes” del Hombre Araña.
Hay castillos de arena que saludan a la Copa del Mundo y presagian la final Brasil-Argentina.
Hay un ómnibus identificado con la consigna de la Fundación Quiropraxia para Todos que recorre Copacabana, Ipanema y Leblon con una hinchada “albiceleste” a bordo.
Hay chiringuitos colmados, camarones que pasan de bandeja en bandeja y más cerveza de la que cualquiera pueda imaginar.
Hay ronquera en la voz de Federico y Ricardo Pilkowicz, quienes llegaron desde Río Colorado, en la lejanísima Río Negro.
Hay camisetas de la mayoría de los equipos de Primera y de muchos del ascenso. Pero casi todas son de la Selección.
Enamorados
Hay parejas que se besan, y se ríen, y siguen besándose, y siguen riéndose. Hay chicos en brazos y hombres en sillas de ruedas. Hay garotas capaces de perturbar los sueños del mayor poeta de la bossa nova. Hay una diosa del carnaval que se pasea en tanga. Hay adrenalina y hormonas que rompen grilletes interiores.
Hay colombianos, croatas, alemanes, chilenos y multitud de brasileños que miran divertidos y a los que les encantaría sumarse al aquelarre. Hay un bosnio que aplaude. Hay rubios que pasan apretando el paso y, de algún modo, saben que la multitud ruge “¡el que no salta es un inglés!”
Hay un flaco de barba que lleva un cartel en el sombrero que anuncia “vendo entradas”. Pide 2.000 reales, cerca de 7.000 pesos. Nadie le compra.
Hay una chica que da masajes debajo de un gazebo.
Hay muchísimos policías, tan eficaces como educados. Hay una algarabía que amenaza con salirse de control, porque ¿quién puede dictarle leyes al corazón?
Hay un grupo cristiano que organiza una sentada y levanta el cartel inapelable: “Jesús te ama”. Hay una bandera del Movimiento Maradoniano de Liberación Nacional.
Hay vendedores de sombreros panamá (20 reales, que bajan a 12 regateo mediante), de caipirinhas, de cornetas, de muñequitos. Hay olor a playa, a brindis, a dulzura semiescondida, a sudor de hinchada compacta y entusiasta.
Hay un antiguo VW, el emblemático “Escarabajo”, pintado con la bandera brasileña que va y viene.
Hay cordobeses hasta debajo de las piedras, hay porteños y bonaerenses, hay un jujeño con los colores del “lobo”, hay chubutenses de El Maitén y catamarqueños orgullosos. Hay un nene que se perdió y llora, hasta que lo suben en hombros y su mamá, aliviada, lo reta después de estamparle un soberano beso. Hay chicas que pasan en bicicleta y chicos en sunga con antebrazos que ríanse de Popeye.
Hay material para escribir la gran novela del realismo mágico latinoamericano del siglo XXI.
La sensación más fuerte que generó la maravillosa tarde de Copacabana fue la de comunión. El deseo de llamar a los seres queridos y convencerlos. Vengan ya. Como puedan. Con lo que tengan. Pero vengan. Difícilmente se repiten en la vida experiencias como la provocada por el aluvión de compatriotas autoconvocados en Brasil. Si esto es el Mundial, bendito sea.
¿Qué hay en la rambla de los mil sueños a la que le cantaron Caetano Veloso y Maria Bethania?
Hay decenas y decenas de banderas. De provincias, de ciudades, de barrios, atadas a cuanto fierro se encontró en la playa.
Hay una arena finísima, inmaculada en su claridad, que acaricia. Hay sol y hay un Pan de Azúcar que oficia de altar en la lejanía. Y el mar.
Hay una canción que se repite como un mantra, mezclando las Malvinas con la pasión futbolera. Y está instalada la opinión colectiva de que Maradona fue mejor que Pelé. Qué poderoso suena gritado en pleno corazón carioca.
Hay un hincha con la careta del Papa Francisco y otros dos con máscaras “albicelestes” del Hombre Araña.
Hay castillos de arena que saludan a la Copa del Mundo y presagian la final Brasil-Argentina.
Hay un ómnibus identificado con la consigna de la Fundación Quiropraxia para Todos que recorre Copacabana, Ipanema y Leblon con una hinchada “albiceleste” a bordo.
Hay chiringuitos colmados, camarones que pasan de bandeja en bandeja y más cerveza de la que cualquiera pueda imaginar.
Hay ronquera en la voz de Federico y Ricardo Pilkowicz, quienes llegaron desde Río Colorado, en la lejanísima Río Negro.
Hay camisetas de la mayoría de los equipos de Primera y de muchos del ascenso. Pero casi todas son de la Selección.
Enamorados
Hay parejas que se besan, y se ríen, y siguen besándose, y siguen riéndose. Hay chicos en brazos y hombres en sillas de ruedas. Hay garotas capaces de perturbar los sueños del mayor poeta de la bossa nova. Hay una diosa del carnaval que se pasea en tanga. Hay adrenalina y hormonas que rompen grilletes interiores.
Hay colombianos, croatas, alemanes, chilenos y multitud de brasileños que miran divertidos y a los que les encantaría sumarse al aquelarre. Hay un bosnio que aplaude. Hay rubios que pasan apretando el paso y, de algún modo, saben que la multitud ruge “¡el que no salta es un inglés!”
Hay un flaco de barba que lleva un cartel en el sombrero que anuncia “vendo entradas”. Pide 2.000 reales, cerca de 7.000 pesos. Nadie le compra.
Hay una chica que da masajes debajo de un gazebo.
Hay muchísimos policías, tan eficaces como educados. Hay una algarabía que amenaza con salirse de control, porque ¿quién puede dictarle leyes al corazón?
Hay un grupo cristiano que organiza una sentada y levanta el cartel inapelable: “Jesús te ama”. Hay una bandera del Movimiento Maradoniano de Liberación Nacional.
Hay vendedores de sombreros panamá (20 reales, que bajan a 12 regateo mediante), de caipirinhas, de cornetas, de muñequitos. Hay olor a playa, a brindis, a dulzura semiescondida, a sudor de hinchada compacta y entusiasta.
Hay un antiguo VW, el emblemático “Escarabajo”, pintado con la bandera brasileña que va y viene.
Hay cordobeses hasta debajo de las piedras, hay porteños y bonaerenses, hay un jujeño con los colores del “lobo”, hay chubutenses de El Maitén y catamarqueños orgullosos. Hay un nene que se perdió y llora, hasta que lo suben en hombros y su mamá, aliviada, lo reta después de estamparle un soberano beso. Hay chicas que pasan en bicicleta y chicos en sunga con antebrazos que ríanse de Popeye.
Hay material para escribir la gran novela del realismo mágico latinoamericano del siglo XXI.
La sensación más fuerte que generó la maravillosa tarde de Copacabana fue la de comunión. El deseo de llamar a los seres queridos y convencerlos. Vengan ya. Como puedan. Con lo que tengan. Pero vengan. Difícilmente se repiten en la vida experiencias como la provocada por el aluvión de compatriotas autoconvocados en Brasil. Si esto es el Mundial, bendito sea.
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