John Banville, el ganador del Príncipe de Asturias

John Banville, el ganador del Príncipe de Asturias

Pertenece a esa tradición literaria que valora más el estilo que los vericuetos insignificantes de una historia. La prosa de Banville es inolvidable. Acaso como Henry James y como Nabokov, Banville expurga los rincones de la condición humana con un estilo único, inimitable. El protagonista de su último libro es Philip Marlowe, el mítico detective creado por Raymond Chandler.

DEMASIADO TALENTO PARA UN SOLO ESCRITOR. En 2006, John Banville hizo nacer a Benjamin Black, su alter ego no menos famoso, con El secreto de Christine. DEMASIADO TALENTO PARA UN SOLO ESCRITOR. En 2006, John Banville hizo nacer a Benjamin Black, su alter ego no menos famoso, con El secreto de Christine.
15 Junio 2014
Por Fabián Soberón - Para LA GACETA - Tucumán

No sólo ha escrito novelas que trabajan con la historia y con la ciencia (Copérnico, Los infinitos) sino también una novela como Antigua luz, la narración detallada y obsesiva de un breve amor que fracasa. Lo crucial en sus novelas es el escorzo narrativo, la mirada indirecta y reflexiva, el análisis que disfruta de las palabras, las evocaciones y sus usos. 

Bajo el seudónimo de Benjamin Black, Banville ha publicado una serie de novelas policiales protagonizadas por Quirke, un médico patólogo que hunde sus manos en los cuerpos muertos y que desde ahí, desde la cruda materialidad del cadáver, empieza su razonamiento, su pesquisa. 

En La rubia de ojos negros, su último libro recientemente publicado en la Argentina, Banville/Black ha escrito una novela con el personaje Philip Marlowe, el mítico detective creado por el también mítico Raymond Chandler. 

Una mujer llamada Clare Cavendish le encarga a Marlowe que encuentre a un bon vivant llamado Nico Peterson. La mujer es rubia, esbelta y fatal y vive a desgana en la mansión de su madre, una irlandesa gorda y riquísima, dueña de una prestigiosa empresa de perfumes que se fabrican con los pétalos rojos de una rosa extranjera. Allí comparte su afiebrada existencia con su hermano, Everett, y con su esposo, un atlético y borracho jugador de polo. 

Desde el primer encuentro en su oficina, Marlowe queda atrapado por la belleza de Clare. Aunque dice ser un profesional y quiere tratarla sólo como una cliente, muy pronto la besa en la playa privada de la mansión, con el arrullo de las olas y el esponjoso suelo de arena como telón de fondo. Para Marlowe el encargo de la hermosa Clare tiene algo de sospechoso. El mujeriego Peterson no pertenece a su clase social. Él cree que hay algo oscuro en esa asimetría, algo que no alcanza a descifrar.

Según el informe de la policía Peterson ha muerto en un accidente. Pero Clare le cuenta que ella lo ha visto vivo en la ciudad de San Francisco. Esta contradicción lo empuja a la pesquisa. Se entrevista con Floyd Hanson, el gerente de un club distinguido al que solía ir Clare y, también, el desaparecido Peterson. También conversa con Lynn Peterson, la desdichada hermana de Nico -antes de que sea asesinada- y con Mandy Rogers, una actriz de segunda que aumenta sus sospechas sobre la extraña vida del huidizo Peterson.

Pronto Marlowe sabrá que detrás de la elegante fachada del club filantrópico hay una sociedad mafiosa dirigida por el señor Canning y ejecutada por el alto gerente Hanson. También comprobará Marlowe que Peterson está vivo y que forma parte de una serie de negocios turbios en los que está implicado el gordo y amenazante Lou Hendricks.

Lo que nadie sospecha, ni siquiera el astuto y pesimista Philip Marlowe, es que la inefable rubia de ojos negros ha estudiado el amor con un fin no menos turbio que el de su supuesto amante Nico Peterson. Y aunque Marlowe es el incansable campeón de los detectives ni siquiera imagina que volverá a ver a un viejo amigo con el que compartía un Gimlet en el pasado.

Banville emula la voz irónica, desencantada y poética de Raymond Chandler. Sin embargo, el tono de Banville aparece, como un fantasma propicio, en la prosa precisa y lírica de la novela. 

Más allá de Chandler

Como si estuviera escrita por Chandler, la voz risueña de Marlowe se pregunta: “¿por qué el primer sorbo de cerveza es mejor que el segundo? Ese era el tipo de especulación filosófica que me iba, de ahí mi reputación de investigador sesudo.” A la par del verosímil imbatible, el Marlowe de Banville es más lírico que el de Chandler. El Marlowe de Banville es más Banville. En La rubia de ojos negros la adjetivación de Chandler ha sido minuciosamente cuidada. Si Chandler seleccionaba las palabras para describir las rubias y los ambientes, el irlandés John Banville lo hace de una manera inmejorable y rotunda.  Banville riega la prosa con citas cinéfilas y literarias que van más allá de la profesión de Marlowe de observador desencantado del capitalismo. El hermano de Clare es comparado con Clark Gable. Marlowe le dice a Clare que deje de tratarlo como si ella fuera Scarlett O’Hara y él Reth, ambos personajes de Lo que el viento se llevó.

Banville lleva adelante la curiosa empresa de imitar la música de la prosa de Chandler. Con esa operación a lo Pierre Menard, Banville es Chandler y va más allá de éste: crea un estilo que toma el pasado esplendor de una prosa e inventa una aventura inexistente, futura, como si fuera el mago que puede despertar a un muerto. De ese modo, el lector tiene un placer doble: la evocación de Chandler en la mano de un estilista perfecto.

© LA GACETA



Fragmento de La rubia de ojos negros

Por Benjamin Black / John Banville



Era más alta de lo que me había parecido desde la ventana, alta y delgada, con hombros anchos y elegantes caderas. Mi tipo, en otras palabras. Su sombrero tenía un velo, una exquisita transparencia negra de seda moteada que descendía hasta la punta de su nariz. Una punta preciosa para una nariz preciosa, aristocrática, pero no demasiado estrecha ni demasiado larga y, por supuesto, nada parecida a la trompa de Cleopatra. Lucía unos guantes largos de un pálido crema a juego con la chaqueta y hechos con la piel de alguna singular criatura que habría pasado su breve vida brincando con delicadeza sobre riscos alpinos.

Tenía una bonita sonrisa, cordial de momento y ligeramente ladeada, que le daba un atractivo aire burlón. Era rubia, con unos ojos negros, negros y profundos como un lago de montaña, cuyos párpados se afilaban de manera exquisita en las esquinas. Una rubia de ojos negros no es
muy frecuente. Intenté no mirarle las piernas. Evidentemente, el dios de la tarde de los martes había decidido que me merecía un pequeño aliciente.


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