Por Irene Benito
10 Junio 2014
COMBINACIÓN PERFECTA. Una garota juega con la pelota en la siempre bella playa de Ipanema, en Brasil.
El país de la alegría, Brasil, tiene entre sus canciones más populares a “A felicidade”, ese poema de Tom Jobim que estatuye que tristeza y felicidad se diferencian básica y fatalmente porque la segunda se acaba y la primera no tiene fin. Y cuando en la víspera del Mundial los brasileños no hacen el menor esfuerzo por disimular sus malestares, la realidad expone una forma de ser que descoloca a la mirada extranjera y que se manifiesta en la siguiente irracionalidad: júbilo y sufrimiento juegan en el mismo equipo, y, no contentos con ello, luego del partido, salen a cerrar “botecos” fundidos en un sentimiento de fraternidad.
Quizá por eso Río de Janeiro está de fiesta y en huelga al mismo tiempo. El caos habita en la urbe de la “garota” como si toda ella fuese una gran favela. Los “rodoviários” manejan sus colectivos a lo Ayrton Sena por avenidas que dan al mar con un ojo puesto en la movilización de los compañeros de San Pablo (el pasaje cuesta, en todos los casos, tres reales o $ 10,80).
Diferencias
Los culturales decretan el cierre del Museo Nacional de Bellas Artes porque el presupuesto del área pierde por goleada en comparación con el dinero destinado al fútbol, pero la escena artística bulle y para verlo, basta con trepar hasta Santa Teresa, el “Montmartre” del único enclave americano que fue asiento de un rey. Pese al boom económico de los últimos años, Brasil sigue siendo patria de pobres y exponente de los extremos de la desigualdad.
La clase media, que viene en ascenso, está aprendiendo a ser clase media y ello aparentemente supone experimentar con el derecho a protestar con piquetes y marchas que paralizan la ciudad. Esa población aspirante no ama menos la pelota ni dejará de ir al Maracaná porque plantee sus quejas respecto de servicios públicos caros y de mala calidad, o porque advierta que una inflación incipiente resta poder adquisitivo a los salarios.
Obras invasivas
Río, además, vive desde hace un par de años -o más- irritada por las obras públicas “invasivas” que el Gobierno se comprometió a ejecutar para el Mundial de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016. El despliegue de maquinaria hace por ejemplo intransitable la calle comercial de Ipanema (Visconde de Pirajá), pero la nueva estación de metro (que justifica el trastorno) tarda siglos en llegar. Los residentes de esta coqueta selva con asfalto y torres señoriales se ven obligados a cohabitar con un paisaje de “buracos” y obreros trabajando. Y sin bien el taladro no hace gracia a nadie, los cariocas tienen a mano la posibilidad de escuchar la música relajante del Atlántico mientras corren (deporte de moda I), andan en bici (deporte de moda II) o pasean por ramblas infinitas como la de Copacabana.
Es cierto que la presidenta Dilma pidió hospitalidad al pueblo anfitrión de seleccionados, hinchas y turistas, como también es cierto que en Brasil la Policía se acuartela cada dos por tres, y ese fenómeno (que en Argentina hizo estragos) ya no se percibe como un drama.
La gente está acostumbrada al lío y en el lío se mueve a sus anchas, adaptación que confirma cada año esa experiencia de descontrol institucionalizado llamado carnaval.
El Mundial se anticipa como una versión extendida y futbolera de aquellos días de fiebre colectiva, que por regla abren un paréntesis en la narración cotidiana de cuitas y penurias. El público foráneo sin duda no hallará una realidad primermundista en el monstruo sudamericano, pero los desperfectos e incidentes organizativos se sienten de otra manera con playa y caipirihna (desde 10 reales o $ 36).
En Brasil está prohibido llorar sobre la leche derramada o amargarse por lo inevitable. Viva el fútbol; vivan Messi y Neymar, y viva Jobim porque la felicidad se acaba pronto y “tristeza não tem fim”.
Quizá por eso Río de Janeiro está de fiesta y en huelga al mismo tiempo. El caos habita en la urbe de la “garota” como si toda ella fuese una gran favela. Los “rodoviários” manejan sus colectivos a lo Ayrton Sena por avenidas que dan al mar con un ojo puesto en la movilización de los compañeros de San Pablo (el pasaje cuesta, en todos los casos, tres reales o $ 10,80).
Diferencias
Los culturales decretan el cierre del Museo Nacional de Bellas Artes porque el presupuesto del área pierde por goleada en comparación con el dinero destinado al fútbol, pero la escena artística bulle y para verlo, basta con trepar hasta Santa Teresa, el “Montmartre” del único enclave americano que fue asiento de un rey. Pese al boom económico de los últimos años, Brasil sigue siendo patria de pobres y exponente de los extremos de la desigualdad.
La clase media, que viene en ascenso, está aprendiendo a ser clase media y ello aparentemente supone experimentar con el derecho a protestar con piquetes y marchas que paralizan la ciudad. Esa población aspirante no ama menos la pelota ni dejará de ir al Maracaná porque plantee sus quejas respecto de servicios públicos caros y de mala calidad, o porque advierta que una inflación incipiente resta poder adquisitivo a los salarios.
Obras invasivas
Río, además, vive desde hace un par de años -o más- irritada por las obras públicas “invasivas” que el Gobierno se comprometió a ejecutar para el Mundial de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016. El despliegue de maquinaria hace por ejemplo intransitable la calle comercial de Ipanema (Visconde de Pirajá), pero la nueva estación de metro (que justifica el trastorno) tarda siglos en llegar. Los residentes de esta coqueta selva con asfalto y torres señoriales se ven obligados a cohabitar con un paisaje de “buracos” y obreros trabajando. Y sin bien el taladro no hace gracia a nadie, los cariocas tienen a mano la posibilidad de escuchar la música relajante del Atlántico mientras corren (deporte de moda I), andan en bici (deporte de moda II) o pasean por ramblas infinitas como la de Copacabana.
Es cierto que la presidenta Dilma pidió hospitalidad al pueblo anfitrión de seleccionados, hinchas y turistas, como también es cierto que en Brasil la Policía se acuartela cada dos por tres, y ese fenómeno (que en Argentina hizo estragos) ya no se percibe como un drama.
La gente está acostumbrada al lío y en el lío se mueve a sus anchas, adaptación que confirma cada año esa experiencia de descontrol institucionalizado llamado carnaval.
El Mundial se anticipa como una versión extendida y futbolera de aquellos días de fiebre colectiva, que por regla abren un paréntesis en la narración cotidiana de cuitas y penurias. El público foráneo sin duda no hallará una realidad primermundista en el monstruo sudamericano, pero los desperfectos e incidentes organizativos se sienten de otra manera con playa y caipirihna (desde 10 reales o $ 36).
En Brasil está prohibido llorar sobre la leche derramada o amargarse por lo inevitable. Viva el fútbol; vivan Messi y Neymar, y viva Jobim porque la felicidad se acaba pronto y “tristeza não tem fim”.
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