Por Roberto Espinosa
29 Abril 2014
Los pájaros perciben el temblor de piernas. Mojan la modorra en la fuente de la plaza Independencia. El cigarrillo sopla un remolino de pensamientos. Los nervios sudan. La Libertad lo mira pasar con inquietud. El tic tac bombea en las sienes. Se detiene en la puerta del hotel, donde ha nacido Ricardo Rojas. Trata de concentrarse en ella. Aún restan diez minutos para el encuentro. Ensimismado. Los motores y escapes le ronronean lejos. El corazón es un bombo legüero. Un rumor de corcheas pestañea un perfume de mujer.
“En cinco minutos baja”, le dice el conserje. Los pensamientos desatan en la tarde tartamudeos en inglés: “’Jau dú iú dú?’ ‘Nais tu mit iu?’ ‘Iu ar so lavli’. ¿Y si habla en polaco? No, claro, no puede ser, es de nacionalidad norteamericana… ¿y si fuera de Cracovia? ¿Blanca… rubia... gordita…? Dicen que los argentinos y los polacos nos parecemos… ¿le gustarán las empanadas? Bueno, no me lo imagino al Chopin comiendo tamales con vino patero… ¿Y si es una diva?” No ha encontrado rastros de su paradero en el archivo. Solo un nombre. Un programa. Un rococó tchaikovskyano.
La puerta del ascensor abre una sonrisa. La vida brinca en su mirada. “¿Cómo le va? ¿Le parece que conversemos en el bar?”, dice en un castellano perfecto. Alta. Joven. Una hermosura. Le tiemblan los silencios. El “Gallego” Ernesto González ha llegado apurado. Sobresalta los gestos de ella con su flash. Una caricia bachiana le vidalea los sentidos. “Ahora soy toda suya”, le dice con simpatía, mientras se sienta a la mesa y saborea el té. “Vea, disculpe la franqueza. Estoy nervioso. Usted es mi primera entrevista… Si me trata bien, me va a ayudar a que despunte con el corazón mi camino periodístico…” Su risa cascabelea. “- ¡Qué honor! - Hablemos entonces de música…” La charla fluye.
El beso de despedida se detiene en la puerta del ascensor. “¡Buena suerte con el periodismo! No deje de ir mañana al concierto. Tocaré para usted”, me dijo aquel lunes 28 de septiembre de 1981, la sonrisa de la gran violonchelista Christine Walevska.
“En cinco minutos baja”, le dice el conserje. Los pensamientos desatan en la tarde tartamudeos en inglés: “’Jau dú iú dú?’ ‘Nais tu mit iu?’ ‘Iu ar so lavli’. ¿Y si habla en polaco? No, claro, no puede ser, es de nacionalidad norteamericana… ¿y si fuera de Cracovia? ¿Blanca… rubia... gordita…? Dicen que los argentinos y los polacos nos parecemos… ¿le gustarán las empanadas? Bueno, no me lo imagino al Chopin comiendo tamales con vino patero… ¿Y si es una diva?” No ha encontrado rastros de su paradero en el archivo. Solo un nombre. Un programa. Un rococó tchaikovskyano.
La puerta del ascensor abre una sonrisa. La vida brinca en su mirada. “¿Cómo le va? ¿Le parece que conversemos en el bar?”, dice en un castellano perfecto. Alta. Joven. Una hermosura. Le tiemblan los silencios. El “Gallego” Ernesto González ha llegado apurado. Sobresalta los gestos de ella con su flash. Una caricia bachiana le vidalea los sentidos. “Ahora soy toda suya”, le dice con simpatía, mientras se sienta a la mesa y saborea el té. “Vea, disculpe la franqueza. Estoy nervioso. Usted es mi primera entrevista… Si me trata bien, me va a ayudar a que despunte con el corazón mi camino periodístico…” Su risa cascabelea. “- ¡Qué honor! - Hablemos entonces de música…” La charla fluye.
El beso de despedida se detiene en la puerta del ascensor. “¡Buena suerte con el periodismo! No deje de ir mañana al concierto. Tocaré para usted”, me dijo aquel lunes 28 de septiembre de 1981, la sonrisa de la gran violonchelista Christine Walevska.
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