La esencia del mal
16 Marzo 2014

Por Alvaro José Aurane - Para LA GACETA - Tucumán

El horror del Holocausto es tan inconmensurable que cualquier calificativo -incluyendo horror- suena casi a banalidad. Tanto es así que la atrocidad del nazismo mereció nuevas palabras para ser descripta. Genocidio es, acaso, el término más conocido. Y otros vocablos que ya existían alcanzaron acabada significación a partir de la II Guerra Mundial. Como imperdonable. Como imprescriptible. “En un texto polémico titulado justamente Lo imprescriptible, (Vladimir) Jankélévitch declara que no se podría hablar de perdonar crímenes contra la humanidad, contra la humanidad del hombre: no contra ‘enemigos’ (políticos, religiosos, ideológicos), sino contra lo que hace del hombre un hombre -es decir, contra la capacidad misma de perdonar-”, anuda el filósofo argelino francés Jacques Derrida en El siglo y el perdón.

La industrialización de la masacre de seres humanos consagrada por Adolf Hitler (y sus muchos millones de seguidores) fue anticipada por él casi una década antes de que llegara al poder. Su plan de extermino de personas fue puesto por escrito en Mein Kampf (Mi Lucha). Ese texto es un ejemplo paradigmático de una obra que atenta contra la humanidad. Esa obra se ubicó durante enero entre los libros electrónicos más vendidos de Amazon.com, la gigantesca tienda de compras online. Por ejemplo, en el portal para Gran Bretaña (según publicó el diario inglés The Independent) llegó a registrarse cuarta bajo la categoría Historia; sexta en Historia de Alemania; y en el número 20 de Biografías y temas vinculados con las memorias de la II Guerra Mundial.

Esa es una de las dos noticias de 2014 vinculadas con ese escrito abominable que demandan el esfuerzo de descreer que está agotado todo debate en torno del anti-libro de Hitler (inspirados por los postulados de su autor, los cultores de Mein Kampf quemaban libros). Muy por el contrario, el hecho comprobado de que sea leído en la actualidad por una masiva cantidad de personas con los recursos intelectuales, económicos y tecnológicos propios de quienes compran un e-book, determina que las discusiones acerca de ese texto no están terminadas. Más aún: que hoy vuelva a ser un best seller convoca a que esas discusiones sean puestas nuevamente sobre la mesa. En definitiva, ¿qué hay que hacer con Mein Kampf? ¿Lo leería? ¿Lo compraría? ¿Lo tendría en la biblioteca?

Esas preguntas, que prima facie parecen redundantes pero que terminan revelándose casi como categorías diferentes de cuestiones, prácticamente no encuentran respuestas iguales. De la consulta a lectores de libros que desempeñan actividades muy diversas entre sí (políticos, docentes, profesionales, comerciantes, estudiantes...) surge que unos jamás tomarían contacto alguno con el texto que Hitler escribió en 1924, durante la confortable condena que purgó en la cárcel de Landsberg como consecuencia del fallido golpe de Estado que en 1923 intentó dar con su Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores Alemanes. Lo rechazan porque contiene los mayores males que la humanidad ha presenciado. Tal vez pueda haber otras abominaciones de hombres contra hombres tan espantosas como las que los nazis planearon y ejecutaron, pero no las hay peores.

Otro, en cambio, advierte que sí aceptaría un ejemplar de Mein Kampf si se lo regalasen, pero aclara que no lo compraría, porque significaría financiar a quienes lo reimprimen. Esto último, editar nuevos números y venderlos, es ilegal en Alemania; pero no lo es en su vecina Francia ni tampoco en la peninsular España, ni en esa bisagra entre Europa y Asia que es Turquía, ni en el africano Egipto, ni en la americana Argentina. La prohibición germana, por cierto, no rige para los volúmenes de Mein Kampf impresos antes de 1945.

Finalmente, están quienes admiten que sí comprarían el texto maldito. Sus argumentos se agrupan en torno de los alegatos por la conciencia histórica. De que el asesinato sistemático de personas que profesaban la fe judía, de gitanos, de homosexuales, de discapacitados, de individuos de etnia negra y de etnia eslava, de prisioneros de guerra soviéticos, de seres humanos de nacionalidad polaca (aunque no fuesen judíos), de testigos de Jehová o de opositores alemanes (aunque fueran lo que el nazismo llamaba “arios”) no debe ser olvidada. Más aún: su memoria no puede ser imprecisa. De allí que aunque se trate de un texto despreciable y revulsivo, no puede ser obviado.

Incluso, dos debates extensos e interesantes se dieron a partir de esta última postura. El primero, referido a si la libertad de expresión aplica para Mein Kampf. El segundo, acerca de si se puede enseñar Historia Contemporánea sin haber leído el texto de Hitler.

Precisamente, la síntesis del primer debate enfrenta esas dos posiciones: ética vs. historia. Y las posturas son tan irreconciliables como válidas. Pero hay un denominador común entre ambas: ni siquiera los que aceptarían leerlo están convencidos de tenerlo en la biblioteca. Hay “creo que sí”, “no estoy seguro”, “creo que no”, “no lo había pensado” y “no”. Pero no hay un “sí” indubitable. Y eso lleva la cuestión a otro estadio. Específicamente, al del valor que los libros tienen como objetos.

Trascendencia intuida

La significación del libro como cosa es de una trascendencia mucho más intuida que dimensionada. Esa suerte no le es propia, sino heredada. La ha recibido de la sustancia que porta: la palabra. El impacto de la aparición de la palabra provocó una conmoción tan brutal en la humanidad que todavía hoy se sienten las réplicas de ese sismo cultural. Fue tan mágico poder designar a las cosas con sonidos (y al hacerlo, poder “cambiar” su condición de cualesquiera cosas para “convertirlas” en cosas específicas) que aún hoy los prestidigitadores pronuncian conjuros para cambiar una cosa por otra. O, si prefieren dejarse sorprender por la magia, para convertir una cosa en otra. Y J.R.R. Tolkien, nacido a fines del siglo XIX, hacía que Gandalf abriera con palabras las puertas de las Minas de Moria. Y J. K. Rowling, que escribió la saga de Harry Potter entre fines del siglo XX y principios del tercer milenio, hizo que con hechizos sus personajes pudiesen, incluso, matar.

En un plano extraliterario, los supersticiosos asumen que con palabras malas puede soltarse una maldición. Para los creyentes, con palabras bien dichas se bendice. Para la tradición judeo cristiana, el origen de todo es la palabra de Dios: “en el principio era el Verbo”. En el mundo terrenal, John Austin advirtió en su teoría sobre los actos de habla que hay palabras que no sólo expresan algo, ni describen un hacer algo, sino que en el hecho de ser pronunciadas están haciendo. Un gobernante no asume su cargo sino luego de decir “sí, juro”. Una pareja no contrae matrimonio sino hasta después de decir “sí, acepto”. Un niño no es bautizado hasta que la persona que le administra el sacramento expresa “yo te bautizo”.

No nos es posible siquiera imaginar ese salto evolutivo que fue el surgimiento de la palabra, dado que nosotros y nuestros antecesores comprobables siempre tuvieron palabras. Esas palabras, que funcionan como apellidos, son las que le otorgan condición de progenie.

Por lo mismo, tampoco nos es dable tener conciencia acerca de la conmoción provocada por el hecho de poder dibujar esos sonidos. O sea, la escritura. El descubrimiento de que las palabras no estaban condenadas a ser llevadas por el viento. La posibilidad de atesorar lo que ha sido dicho. Esos sonidos que habían transformado a las cosas, ahora escritos, podían ser guardados y transportados, para ser vistos en cualquier momento por cualquiera. ¿Ese cualquiera también se transformaría con la palabra escrita, como antes se transformaron las cosas con la palabra oral?

Ese temor es manifestado sin vueltas por quienes rechazan de plano cualquier contacto con Mein Kampf. Argumentan que el fin de la II Guerra Mundial no significó en modo alguno el fin de la xenofobia, el racismo, la discriminación. Y que el texto de Hitler sirve para exacerbar esos odios.

Mein Kampf no es solamente un libro banal. También es un libro terrible, porque es de una violencia intensa, incluso para la época: un precipitado de odio, de un odio frío, recubierto de ropaje metodológico, sin apelación, absoluto. Mein Kampf banaliza el terror y anuncia también otra cosa: la utilización de todos los recursos de un Estado en la lucha contra los judíos, al servicio de una solución global, mundial, definitiva, de la cuestión judía, que debe saldarse con la desaparición de la ‘raza judía’”, describió el documentalista Antoine Vitkine en Mein Kampf, la historia un libro, que él publicó en 2008 (los argentinos lo conocimos, traducido, cuatro años después) y que representó la bienvenida posibilidad de saber qué dice y qué impacto provocó el escrito de Hitler, sin necesidad de acceder a ese texto. Sin tener siquiera que hojear ese texto en el cual el genocida alemán escribió: “imponer a los individuos defectuosos la imposibilidad de reproducir individuos defectuosos es una obra de la más clara razón (…) Se llegará, si hace falta, al despiadado aislamiento de los incurables, medida bárbara para quien tenga la desgracia de ser sometido a ella, pero bendición para los contemporáneos y para la posteridad”,

Es que el escrito del genocida alemán es, en sí mismo, la esencia del mal. Y da esa impresión, precisamente, porque se trata de un impreso. La palabra libro, según rastrea Joan Corominas en su Diccionario Crítico Etimológico Castellano e Hispánico, proviene del latín liber: “parte interior de la corteza de las plantas, que los romanos emplearon a modo de papel”. Análogamente, Mein Kampf se presenta entonces como la parte interior del peor hombre de la historia de la humanidad.

Justamente, ahí parece asomarse un razón para que Mein Kampf sea tan demandado como e-book: se puede leerlo sin que, técnicamente, se esté leyendo un libro “material”. Se puede guardarlo sin que se encuentre en el mueble de la biblioteca. Sin temor a que contamine los otros libros. Y se puede eliminarlo sin que se caiga en la práctica fascista de destruir libros.

La doméstica conversación acerca de si se prefiere leer en una pantalla o en papel, entonces, se redimensiona. El asunto no pasa por comodidades, tendencias, adaptación a la tecnología o fetichismos. Es, en realidad, una aproximación al peso simbólico del libro. Tan advertido por el escritor, filósofo y -especialmente- semiólogo Umberto Eco en El nombre de la Rosa. El viejo y ciego bibliotecario Jorge de Burgos envenena la única copia del segundo libro de la Poética de Aristóteles, que esta ficción pretende que estuvo dedicado a la comedia, para que el precio de leerla se pague con la vida. El anciano personaje (un reconocido homenaje de Eco a Jorge Luis Borges) alega que la risa borra el miedo. Sin miedo, dirá, no hay temor por el demonio y, por tanto, tampoco hay necesidad de Dios. Ante ese planteo, William de Baskerville plantea que no se eliminará la risa con sólo eliminar el libro. “No, desde luego: la risa seguirá siendo la diversión del hombre sencillo. ¿Pero qué ocurrirá si por culpa de este libro los hombres doctos declaran que es permisible reírse de todas las cosas? ¿Podemos reírnos de Dios? El mundo desembocaría en el caos”.

¿Podría un libro de Aristóteles, en el hipotético caso de haber sido escrito, haber terminado con las religiones? La mera pregunta parece una exageración. En contraste, Mein Kampf, un libro escrito por un reo golpista que prometía el exterminio de millones y el saqueo de naciones, se convirtió en un objeto que se estudiaba en las escuelas, que se veneraba en las casas, que se regalaba en cumpleaños, en fiestas de aniversarios y en bodas, y que los gobernantes aplicaron para concretar el exterminio de millones y el saqueo de naciones.

En los anaqueles

El valor simbólico del libro es lo que lleva a la segunda noticia sobre Mein Kampf conocida durante enero. El Estado Libre de Baviera desistió de buscar un bloqueo judicial contra la publicación de Mein Kampf, con posterioridad al 31 de diciembre de 2015. En esa fecha expiran los derechos de autor que heredó ese Estado alemán en 1945 (año de la muerte de Hitler), y que hasta hoy actúa como policía contra cualquier reedición de ese texto.

El Instituto de Historia Contemporánea de Munich había anunciado ya en 2012 su decisión publicar una edición comentada y contextualizada de Mein Kampf (lo cual era recomendado por el citado Vitkine), para evitar que partidos de extrema derecha tomaran la iniciativa y lo publicasen con la finalidad de exaltar el nazismo. El proyecto académico, de hecho, surgió del consenso con autoridades alemanas, la comunidad judía, las Iglesias e instituciones socio-políticas en Nüremberg. Sin embargo, en diciembre pasado, Baviera había anunciado que estudiaría posibilidad de impedir reediciones de Mein Kampf más allá de 2015. Finalmente, el mes pasado, el Ministerio de Educación bávaro dijo que no atentará contra la libertad científica y que el Instituto de Munich podía publicar la obra bajo su responsabilidad. Los responsables de esa institución, en su momento, dieron a conocer oficialmente que “se trata de desmitificar el libro y hacer de él lo que en realidad hace tiempo es el Mein Kampf, un documento histórico y nada más”.

De modo que, en un par de años, encontrarse con el anti-libro en los anaqueles de una librería será una realidad palpable. Entre mediados de la década del 20 y mediados de la década del 40, llegó a vender sólo en Alemania, según las fuentes que se consulten, entre 12 millones y 15 millones de ejemplares. Su trágico éxito fue inmediato. Y Hitler, que escribió la más horrenda página de la historia reciente, se sintió profundamente impactado por ser el autor de un best seller. Hasta tal punto de que, según da cuenta Jorge Carrión en su ensayo Librerías, a partir 1925, cada vez que llenaba su declaración de renta, en el casillero correspondiente a “Oficio” el genocida anotaba “Escritor”. Porque las ironías malditas son el postre favorito de la Historia.

(c) LA GACETA

Alvaro José Aurane - Prosecretario de redacción de LA GACETA. Profesor de Historia Contemporánea de la Unsta.

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