29 Enero 2014
En un marco de tipo de cambio atrasado y de reservas en caída libre, se puede entender que, tarde o temprano, ajustar la cotización del dólar resultaría ineludible. Pero devaluar es sincerar, y esto nunca es simpático. Es decirle a los ciudadanos “no somos tan ricos como pensamos; es hora de sincerar nuestros ingresos en moneda dura, y no podemos seguir gastando a este ritmo”. Como un médico que prescribe un régimen estricto a un paciente obeso. Pero la situación puede agravarse sensiblemente cuando ese “remedio” se aplica de manera incorrecta.
Vistos los antecedentes de los últimos años, cuesta mucho confiar en los actuales “médicos”. La decisión de conducir la devaluación de manera gradual o abrupta no es trivial. Son distintos los costos en materia de sacrificio de reservas e incrementos en las tasas de interés, pero aún más diferentes son las necesidades de pericia y de credibilidad para ambas tácticas.
Devaluar gradualmente implicaba sacrificar reservas, ya que era inevitable que las devaluaciones adicionales implicaran un incremento de la demanda de divisas y una disminución de la oferta. Esto se debía combinar con mayores tasas de interés, dirigidas a evitar que los tenedores de pesos “huyan” de un activo que se deprecia. En cambio, devaluar abruptamente puede implicar un sacrificio menor en reservas y un menor tiempo de tasas de interés altas. Esa teoría se basa en que, una vez que se “convence” al público que el tipo de cambio alcanzó un nivel “alto”, la demanda tendería a bajar y no habría necesidad de altas tasas de interés, ya que las expectativas de devaluación se habrían esfumado. Pero ello exige un alto grado de credibilidad y de pericia. Es por ello que se necesitan profesionales de primer orden para administrar esta terapia. Recién se está encarando el primer eslabón de una cadena compleja: devaluar y abrir el cepo, bajar la emisión y subir tasas, reducir el déficit fiscal y sincerar los precios de la economía.
Los costos de la devaluación son inmediatos (transferencias de ingresos, pérdida del poder adquisitivo, suba de tasas de interés, caída del nivel de actividad e incertidumbre financiera), mientras que los beneficios son mediatos: sólo luego de algún tiempo crecen las exportaciones, se protegen las reservas y se recupera el empleo. Los perdedores de la devaluación (los consumidores) protestan; los ganadores (los productores) callan.
La actual administración había dado muestras de que no consideraba una devaluación brusca como una opción aceptable. La razón por la que terminó recurriendo a esta odiosa herramienta es bastante sencilla: el stock de reservas. El cepo ya no era suficiente para compensar la caída de la oferta. La consecuencia fue la fuerte caída de reservas, probablemente más inaceptable desde el punto de vista político que económico.
Vistos los antecedentes de los últimos años, cuesta mucho confiar en los actuales “médicos”. La decisión de conducir la devaluación de manera gradual o abrupta no es trivial. Son distintos los costos en materia de sacrificio de reservas e incrementos en las tasas de interés, pero aún más diferentes son las necesidades de pericia y de credibilidad para ambas tácticas.
Devaluar gradualmente implicaba sacrificar reservas, ya que era inevitable que las devaluaciones adicionales implicaran un incremento de la demanda de divisas y una disminución de la oferta. Esto se debía combinar con mayores tasas de interés, dirigidas a evitar que los tenedores de pesos “huyan” de un activo que se deprecia. En cambio, devaluar abruptamente puede implicar un sacrificio menor en reservas y un menor tiempo de tasas de interés altas. Esa teoría se basa en que, una vez que se “convence” al público que el tipo de cambio alcanzó un nivel “alto”, la demanda tendería a bajar y no habría necesidad de altas tasas de interés, ya que las expectativas de devaluación se habrían esfumado. Pero ello exige un alto grado de credibilidad y de pericia. Es por ello que se necesitan profesionales de primer orden para administrar esta terapia. Recién se está encarando el primer eslabón de una cadena compleja: devaluar y abrir el cepo, bajar la emisión y subir tasas, reducir el déficit fiscal y sincerar los precios de la economía.
Los costos de la devaluación son inmediatos (transferencias de ingresos, pérdida del poder adquisitivo, suba de tasas de interés, caída del nivel de actividad e incertidumbre financiera), mientras que los beneficios son mediatos: sólo luego de algún tiempo crecen las exportaciones, se protegen las reservas y se recupera el empleo. Los perdedores de la devaluación (los consumidores) protestan; los ganadores (los productores) callan.
La actual administración había dado muestras de que no consideraba una devaluación brusca como una opción aceptable. La razón por la que terminó recurriendo a esta odiosa herramienta es bastante sencilla: el stock de reservas. El cepo ya no era suficiente para compensar la caída de la oferta. La consecuencia fue la fuerte caída de reservas, probablemente más inaceptable desde el punto de vista político que económico.
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