Por Carlos Páez de la Torre H
19 Diciembre 2013
MARCELINO DE LA ROSA. El distinguido tucumano, en un retrato publicado en 1895 en las “Memorias” del general La Madrid. la gaceta / archivo
Don Marcelino de la Rosa (1810-1892) fue una figura muy querida en el viejo Tucumán. Agrimensor y docente –privado y en la escuela lancasteriana de Heredia- era gran amigo de la familia Belgrano y admirador del prócer. Usando sus referencias, fue que Bartolomé Mitre confeccionó el plano de la batalla de Tucumán de la “Historia de Belgrano”.
Cuando falleció, el ex gobernador Silvano Bores escribió una sentida carta al hijo, Wellington de la Rosa. Había visto a don Marcelino, decía, “horas antes caminando por la plaza, quizá buscando con su última mirada a los que fueran sus discípulos un día, hombres hoy, con destino vario pero con actuación propia en el mundo”.
Agregaba Bores que “somos muchos los que a su lado aprendimos a leer, escribir y pensar, recibiendo de sus labios consejos, estímulos y esperanzas. Tengo el honor de haber pertenecido a ese grupo. Debo, pues, al hijo, una palabra de pésame en nombre de la gratitud personal”.
Estaba seguro, decía, que don Marcelino “ha llevado a la tumba la inmensa satisfacción de haber dejado semillas intelectuales en los surcos de su larga existencia sobre la tierra”.
Es que “pocas vidas han sido mejor vividas. En horas aciagas, fue a ser libre en el destierro para no ser esclavo en su patria. Después de Caseros, abrió cartillas y silabarios, y tomando de la mano a los hijos de los proscriptos, les dio el bautismo moral de la libertad renaciente. Anciano, compró el pan con el sudor de la frente, como ha comprado el sepulcro con 82 años de esfuerzos. Debe estar bien en la eternidad. La muerte es una ascensión en estos casos. Que Dios lo siente al lado de los buenos”.
Cuando falleció, el ex gobernador Silvano Bores escribió una sentida carta al hijo, Wellington de la Rosa. Había visto a don Marcelino, decía, “horas antes caminando por la plaza, quizá buscando con su última mirada a los que fueran sus discípulos un día, hombres hoy, con destino vario pero con actuación propia en el mundo”.
Agregaba Bores que “somos muchos los que a su lado aprendimos a leer, escribir y pensar, recibiendo de sus labios consejos, estímulos y esperanzas. Tengo el honor de haber pertenecido a ese grupo. Debo, pues, al hijo, una palabra de pésame en nombre de la gratitud personal”.
Estaba seguro, decía, que don Marcelino “ha llevado a la tumba la inmensa satisfacción de haber dejado semillas intelectuales en los surcos de su larga existencia sobre la tierra”.
Es que “pocas vidas han sido mejor vividas. En horas aciagas, fue a ser libre en el destierro para no ser esclavo en su patria. Después de Caseros, abrió cartillas y silabarios, y tomando de la mano a los hijos de los proscriptos, les dio el bautismo moral de la libertad renaciente. Anciano, compró el pan con el sudor de la frente, como ha comprado el sepulcro con 82 años de esfuerzos. Debe estar bien en la eternidad. La muerte es una ascensión en estos casos. Que Dios lo siente al lado de los buenos”.
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