15 Diciembre 2013
EL DÍA DESPUÉS. Rosa ayudó a despejar la calle en la que armó una barricada con sus vecinos. la gaceta / foto de analía jaramillo
“Mamá, ¿qué está pasando? ¿Por qué tenés tanto miedo? Rosa Muñoz tragó saliva, respiró profundo y le contó toda la verdad sobre los saqueos a su hijo David, de 12 años. Entonces, el adolescente no dudó. “Esta noche no quiero quedarme a dormir, quiero estar con vos en la barricada, quiero cuidar también mi barrio”, le dijo. A ella la emocionó esa actitud. Y toda la familia estuvo junta para defender su casa y la de todos los vecinos ante las versiones de posibles saqueos en Villa Luján.
Rosa 46 años. Es ama de casa y madre de cuatro hijos: Ivana, Yanina, Luciana y David. Está casada con Raúl y en la casa también vive la abuela Gladis Arce, de 66 años. “Es la primera vez que sufrimos una amenaza de este tipo. Fue desesperante”, cuenta Rosa.
Todo empezó cuando ella volvía del médico. Había sufrido muchos dolores de huesos. En ese momento, el miedo fue “santo remedio”. Escuchó los escopetazos, los gritos de los vecinos y se olvidó de los dolores, cuenta esta mujer, que además de atender su familia todos los días trabaja en una parroquia con un grupo de niños y adolescentes.
La angustia más grande
Era la primera noche. El fuego rebelde de las gomas quemadas estimulaba el enojo de los vecinos en la barricada ubicada en Santa Fe y Viamonte, a pocos metros de la casa de Rosa (vive en Santa Fe al 2.900). En el puesto había unas 20 personas, la mayoría padres y madres de familia, acompañados por sus hijos. Todos tenían las manos y la cara ennegrecidas por el humo. Algunos estaban armados. “Jamás sentí una angustia tan grande. Pero al mismo tiempo me emocionó ver cómo nos unimos los vecinos”, sostiene.
La noche y el calor inspiraban al diálogo, y todos hablaban. Los temas principales: el hambre de la gente, la inflación, la violencia, las injusticias. Las horas se hacían lentas y el fuego, caprichoso, pedía que lo alimenten a cada rato. Así que ellos se turnaban para buscar ramas, gomas y la basura amontonada en contenedores.
“Tuve tiempo de hablar mucho con mis hijos. Ellos fueron testigos de los saqueos que se produjeron cerca de casa. Vieron cómo la gente robaba cosas que poco tenían que ver con los alimentos”, resalta Rosa. Y sigue: “algo bueno que salió de todo esto es que mis hijos entendieron la importancia de estudiar, de ser alguien en la vida. De cómo cuando la gente tiene un proyecto de vida no necesita recurrir a la violencia, al robo”, valoró Rosa. Su esposo, Raúl, es empleado de comercio y todos sus hijos estudian y trabajan.
Balas y lágrimas
La segunda noche no fue menos intensa para la familia de Rosa. Todos volvieron a las calles. Y también volvieron a sentir el ruido de los balazos. “En un momento, las motos con saqueadores estaban a 100 metros de aquí. Por suerte, como éramos tantos, no se acercaron. Los chicos lloraban aquí, las mamás intentábamos tranquilizarlos mientras los hombres se pusieron al frente para evitar posibles ataques”, detalla.
Ante cualquier amenaza, corría el grito “todos al piso”. Y Rosa hacía caso. Sus hijos y la abuela también. Temblaban. Pero estaban dispuestos a resistir. “Por suerte no nos pasó nada. Si esta gente se acercaba, podría haber pasado algo grave. Me sentí muy mal, muy desprotegida. Creo que nunca voy a perdonarle esto al Gobierno y a la Policía”, evalúa la mujer. El amanecer del miércoles los encontró a todos entre tristes y alegres. El escenario era un verdadero paisaje de posguerra. La tensión había pasado, sus casas estaban a salvo, lo que tanto temían no había llegado. Sólo quedaba limpiar las calles para dar vuelta esta pesada página de sus vidas.
Rosa 46 años. Es ama de casa y madre de cuatro hijos: Ivana, Yanina, Luciana y David. Está casada con Raúl y en la casa también vive la abuela Gladis Arce, de 66 años. “Es la primera vez que sufrimos una amenaza de este tipo. Fue desesperante”, cuenta Rosa.
Todo empezó cuando ella volvía del médico. Había sufrido muchos dolores de huesos. En ese momento, el miedo fue “santo remedio”. Escuchó los escopetazos, los gritos de los vecinos y se olvidó de los dolores, cuenta esta mujer, que además de atender su familia todos los días trabaja en una parroquia con un grupo de niños y adolescentes.
La angustia más grande
Era la primera noche. El fuego rebelde de las gomas quemadas estimulaba el enojo de los vecinos en la barricada ubicada en Santa Fe y Viamonte, a pocos metros de la casa de Rosa (vive en Santa Fe al 2.900). En el puesto había unas 20 personas, la mayoría padres y madres de familia, acompañados por sus hijos. Todos tenían las manos y la cara ennegrecidas por el humo. Algunos estaban armados. “Jamás sentí una angustia tan grande. Pero al mismo tiempo me emocionó ver cómo nos unimos los vecinos”, sostiene.
La noche y el calor inspiraban al diálogo, y todos hablaban. Los temas principales: el hambre de la gente, la inflación, la violencia, las injusticias. Las horas se hacían lentas y el fuego, caprichoso, pedía que lo alimenten a cada rato. Así que ellos se turnaban para buscar ramas, gomas y la basura amontonada en contenedores.
“Tuve tiempo de hablar mucho con mis hijos. Ellos fueron testigos de los saqueos que se produjeron cerca de casa. Vieron cómo la gente robaba cosas que poco tenían que ver con los alimentos”, resalta Rosa. Y sigue: “algo bueno que salió de todo esto es que mis hijos entendieron la importancia de estudiar, de ser alguien en la vida. De cómo cuando la gente tiene un proyecto de vida no necesita recurrir a la violencia, al robo”, valoró Rosa. Su esposo, Raúl, es empleado de comercio y todos sus hijos estudian y trabajan.
Balas y lágrimas
La segunda noche no fue menos intensa para la familia de Rosa. Todos volvieron a las calles. Y también volvieron a sentir el ruido de los balazos. “En un momento, las motos con saqueadores estaban a 100 metros de aquí. Por suerte, como éramos tantos, no se acercaron. Los chicos lloraban aquí, las mamás intentábamos tranquilizarlos mientras los hombres se pusieron al frente para evitar posibles ataques”, detalla.
Ante cualquier amenaza, corría el grito “todos al piso”. Y Rosa hacía caso. Sus hijos y la abuela también. Temblaban. Pero estaban dispuestos a resistir. “Por suerte no nos pasó nada. Si esta gente se acercaba, podría haber pasado algo grave. Me sentí muy mal, muy desprotegida. Creo que nunca voy a perdonarle esto al Gobierno y a la Policía”, evalúa la mujer. El amanecer del miércoles los encontró a todos entre tristes y alegres. El escenario era un verdadero paisaje de posguerra. La tensión había pasado, sus casas estaban a salvo, lo que tanto temían no había llegado. Sólo quedaba limpiar las calles para dar vuelta esta pesada página de sus vidas.
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