Por Guillermo Monti
14 Diciembre 2013
La desolación de Smaug hiela la sangre. Todo el mal que el dragón es capaz de infligir queda expuesto en las ruinas, la pobreza y el terror que rodean la Montaña Oscura. Pero más vale no adelantarse a los hechos, porque la presencia estelar de esta secuela de El Hobbit se reserva para la segunda parte de la película. Antes, a la compañía de enanos, a Bilbo y a Gandalf los aguardan numerosas aventuras.
Es admirable la capacidad de Peter Jackson para sacarle todo el jugo al libro de JRR Tolkien. Junto a su esposa, Fran Walsh, y a Philippa Boyens desmenuzaron página a página la novela hasta transformarla en ocho horas de cine de calidad. Y cuando El Hobbit entregó todo de sí, el trío de guionistas no dudó en agregarle condimentos que modifican -levemente- la trama.
A los puristas de la obra de Tolkien se les erizó el espíritu apenas descubrieron la inclusión de un nuevo personaje. Es Tauriel (Evangeline Lilly, archiconocida por su papel en “Lost” -foto-), una elfa todoterreno capaz de cargarse una banda de orcos y de ¿enamorarse? del enano Kili (Aidan Turner). Pero es tal el dominio que ejerce Jackson sobre el universo Tolkien que esta generosa licencia fluye con naturalidad en el relato, para tranquilidad de los ortodoxos de la literatura.
Después de la trilogía de “El señor de los anillos” y con el 66% del camino de El Hobbit recorrido no hay arista del imaginario tolkieniano que a Jackson le pase inadvertida. La perfección de la puesta es tal que deslumbra.
“La desolación de Smaug” es el nudo de la trilogía. Y si a la primera parte Jackson la había vestido de poesía y de nostalgia, a la secuela le imprimió un ritmo trepidante. Los personajes ya están expuestos, así que es tiempo de empujarlos a que descifren su destino. En el corazón del Bosque Negro, en las ruinas del castillo del Nigromante, donde Gandalf (Ian McKellen) y Radagast El Pardo (Sylvester McCoy) se juegan la vida, y -en especial- en la Montaña Oscura.
El retorno de Legolas (Orlando Bloom) es una caricia a los fans de “El señor de los anillos”. No es la única referencia a esa trilogía: atentos a algún dato sobre el enano Gimli y, sobre todo, a la escena clave de Gandalf en el castillo en ruinas. Recordemos que todos los hechos de El Hobbit son anteriores a la saga de Frodo, Aragorn y compañía.
Claro que el gran regalo de Jackson es Smaug, sin dudas el mejor dragón que se ha visto en el cine. Mucho tuvo que ver el hecho de que hay un actor -el omnipresente Benedict Cumberbatch- detrás de la construcción digital. Jackson lo filmó con la misma técnica que convirtió a Andy Serkis en Gollum. Por eso el rostro de Smaug es un compendio de emociones. Este dragón está vivo, siente, piensa. Y actúa, por supuesto.
Richard Armitage capturó la esencia de Thorin Escudo de Roble, ese enano ambicioso, injuriado, en apariencia inmune al sufrimiento de quienes lo rodean. Esa oscuridad contrasta con el optimismo y buen corazón del excelente Bilbo que viene entregando Martin Freeman. En plena adrenalina por la velocidad del relato, Jackson va pintando matices y desarrollando sus personajes. Ese es otro mérito del filme, más allá de la explosión visual que propone cada plano.
Es cierto que “La desolación de Smaug” es una estación intermedia y que todos los cabos quedan sueltos. Razones de sobra para contar los días (o los meses) hasta el desenlace.
Es admirable la capacidad de Peter Jackson para sacarle todo el jugo al libro de JRR Tolkien. Junto a su esposa, Fran Walsh, y a Philippa Boyens desmenuzaron página a página la novela hasta transformarla en ocho horas de cine de calidad. Y cuando El Hobbit entregó todo de sí, el trío de guionistas no dudó en agregarle condimentos que modifican -levemente- la trama.
A los puristas de la obra de Tolkien se les erizó el espíritu apenas descubrieron la inclusión de un nuevo personaje. Es Tauriel (Evangeline Lilly, archiconocida por su papel en “Lost” -foto-), una elfa todoterreno capaz de cargarse una banda de orcos y de ¿enamorarse? del enano Kili (Aidan Turner). Pero es tal el dominio que ejerce Jackson sobre el universo Tolkien que esta generosa licencia fluye con naturalidad en el relato, para tranquilidad de los ortodoxos de la literatura.
Después de la trilogía de “El señor de los anillos” y con el 66% del camino de El Hobbit recorrido no hay arista del imaginario tolkieniano que a Jackson le pase inadvertida. La perfección de la puesta es tal que deslumbra.
“La desolación de Smaug” es el nudo de la trilogía. Y si a la primera parte Jackson la había vestido de poesía y de nostalgia, a la secuela le imprimió un ritmo trepidante. Los personajes ya están expuestos, así que es tiempo de empujarlos a que descifren su destino. En el corazón del Bosque Negro, en las ruinas del castillo del Nigromante, donde Gandalf (Ian McKellen) y Radagast El Pardo (Sylvester McCoy) se juegan la vida, y -en especial- en la Montaña Oscura.
El retorno de Legolas (Orlando Bloom) es una caricia a los fans de “El señor de los anillos”. No es la única referencia a esa trilogía: atentos a algún dato sobre el enano Gimli y, sobre todo, a la escena clave de Gandalf en el castillo en ruinas. Recordemos que todos los hechos de El Hobbit son anteriores a la saga de Frodo, Aragorn y compañía.
Claro que el gran regalo de Jackson es Smaug, sin dudas el mejor dragón que se ha visto en el cine. Mucho tuvo que ver el hecho de que hay un actor -el omnipresente Benedict Cumberbatch- detrás de la construcción digital. Jackson lo filmó con la misma técnica que convirtió a Andy Serkis en Gollum. Por eso el rostro de Smaug es un compendio de emociones. Este dragón está vivo, siente, piensa. Y actúa, por supuesto.
Richard Armitage capturó la esencia de Thorin Escudo de Roble, ese enano ambicioso, injuriado, en apariencia inmune al sufrimiento de quienes lo rodean. Esa oscuridad contrasta con el optimismo y buen corazón del excelente Bilbo que viene entregando Martin Freeman. En plena adrenalina por la velocidad del relato, Jackson va pintando matices y desarrollando sus personajes. Ese es otro mérito del filme, más allá de la explosión visual que propone cada plano.
Es cierto que “La desolación de Smaug” es una estación intermedia y que todos los cabos quedan sueltos. Razones de sobra para contar los días (o los meses) hasta el desenlace.