Por Álvaro José Aurane
30 Noviembre 2013
Exactamente, ¿para qué fue Oscar Bercovich secretario General de la Gobernación? Una arqueología de su breve paso por ese despacho, que fue un superministerio en tiempos de Antonio Jalil durante la fundación del alperovichismo, arroja fragmentos dispersos. Los que le tomaron afecto al economista dicen que fue para profesionalizar el gabinete. Los que conocen Casa de Gobierno afirman que se buscó menguar la millonaria hemorragia de subsidios poco claros de esa oficina que es, en los hechos, el bolsillo de todo gobernador. Los aprendices de Rasputín sostienen que fue para sacudir a la Corte Suprema de Justicia e inquietar a Antonio Estofán en su interna con Claudia Sbdar, madre del ahora ex funcionario. Los que creen que las razones de José Alperovich nunca son tan complicadas como se cree aportan que todo se reduce a un pedido de Beatriz Rojkés.
Pero cuando se deja de excavar en los 112 días de su breve paso por el poder, se advierte que Bercovich también fue secretario general de la Gobernación para renunciar. Para dejar no sólo el cargo sino también al alperovichismo. Precisamente, esa dimisión a un cargo medular del Ejecutivo es lo que le confirió a su corta gestión una significación que lo exceden a él y a sus intenciones. Porque más allá de los elogios y agradecimientos manifestados a la hora de partir, lo que está lleno de simbolismos es el hecho de se haya ido. Y, fundamentalmente, el momento en que se fue.
El término
Bercovich, por esos caprichos del calendario, se retiró en plazo: se despidió este martes 26, a 30 días de la elección del 27 de octubre, cuando el oficialismo perdió una de las tres bancas de diputados que puso en juego.
Claro que en su adiós adujo razones personales, y no puede predicarse sobre ellas porque refieren a la esfera de su intimidad. Pero no menos cierto es que su ida simboliza el momento en que pertenecer al núcleo del oficialismo dejó de valer la pena. Se argumenten los motivos familiares que se argumenten. Y el poder que no seduce es, sencillamente, menos poder.
La ilegalidad
Bercovich pegó el portazo autorizado por la desautorización de la legalidad que el alperovichismo, además de encarnar, profundiza. Con independencia de que la erradicación de los vendedores ambulantes del microcentro capitalino era una pelea perdida antes de comenzar, no menos cierto es que el mandatario irrespetó a su novel colaborador. Antes de irse de vacaciones por octava vez en el año (esta vez, a la Riviera Maya), le encargó terminar con la venta callejera este mismo mes. Y desde Playa del Carmen llamaba por teléfono para instruir que fuera inflexible con los plazos.
Cuando volvió, Alperovich dio marcha atrás: como no había podido dejar mal parado al intendente Domingo Amaya, decidió descolocar al secretario general de la Gobernación. Y aunque se había llegado a planificar un desalojo policial, el jefe del Ejecutivo ordenó que los cuentapropistas continúen hasta el 7 de enero. Fecha en la que los ambulantes se van solos, porque se mudan a destinos turísticos. Vuelven en febrero, para vender la "canasta escolar".
La salida del ahora ex secretario, más allá de los abrazos, exhibe que para esta gestión, la ilegalidad pesa más que cualquier funcionario de la ley.
La estafa
Bercovich se retira legitimado por deslegitimación de los miembros del Gobierno a la más legítima fuente de poder de la democracia: el sufragio. Si lo planeó o no, es secundario: como fuere, no tuvo que quedarse a avalar la nueva estafa republicana del alperovichismo, consagrada esta vez por Juan Manzur.
El vicegobernador testimonial anunció que también era un candidato testimonial a diputado. En contra de la voluntad de 410.000 tucumanos que lo votaron, decidió seguir como ministro de Salud de la Nación para no perder su condición de presidente de la Legislatura en eterna licencia. Esa es la verdadera razón de su burla a la voluntad popular: si asume en la Cámara Baja, debe renunciar a su cargo de titular del Parlamento tucumano.
Como agravante, él argumenta que no hará lo que el pueblo tucumano le ordena (ser electo para un cargo público es recibir un mandato) porque la Presidenta le pide que siga en el Gabinete. Léase: según Manzur, o las convicciones de Cristina Fernández duran 90 días (estaba convencida de que podía prescindir de él cuando lo autorizó a ser precandidato en las PASO de agosto, y 90 días después cambió completamente de parecer); o ella avaló a sabiendas una candidatura mendaz.
Y fue en la víspera de que se timara una vez más a la república, que -queriéndolo, o no- un secretario general de la Gobernación no se quedó a ver la malversación del sistema representativo: los principales actores del alperovichismo son candidatos a resultar electos, pero nunca a ser representantes del pueblo.
La empresa
Bercovich se fue de manera reveladora. Se formó para desempeñarse en la función pública, pero cuando desensilló de la Secretaría General de la Gobernación no pidió un cargo de menor exposición, sino que se fue del Estado alperovichista. Firmó la renuncia para ir a ocuparse de los emprendimientos de su familia.
La realidad no está desprovista de ironía. El profesional agradeció personalmente la oportunidad brindada por el Gobierno, pero una lectura estructuralista de los signos de su eyección da la razón a los especialistas en Economía que sostienen que cualquier empresa privada se parece más a la cosa pública que el Gobierno tucumano. Y, coyunturalmente, es inevitable reparar en que el renunciante, de manera obviamente involuntaria, determina que es preferible abocarse al negocio de la venta de sanitarios y materiales de construcción antes que formar parte de esta administración...
La puntualidad
Bercovich, sobre todo, ha renunciado de manera tan imprevista como oportuna. Durante la mañana del martes en que dejó definitivamente la Casa de Gobierno, el máster en Políticas Públicas por la London School no daba el menor indicio de su apartamiento. "Hoy vamos a entregar una ambulancia para la Maternidad. Esta semana es corta, a ponerle pilas. ¡Buen martes!", publicó en su cuenta de Twitter. Ese entusiasmo todavía le dura: en su perfil de esa red social, el también máster en Administración de Gobierno por la Columbia University aún se presenta como secretario General de la Gobernación.
Pero por la tarde, el hijo de la vocal de la Corte Suprema de Tucumán, Claudia Sbdar, una de las cinco personas más informadas de lo que ocurre en Tribunales, dijo "gracias, perdón y hasta luego". Justo a tiempo para desalojar su despacho minutos antes de que la Justicia hiciera detonar la Causa Lebbos. Puntualidad anglosajona, que le dicen.
La pregunta
Dos ex jefes policiales están detenidos, a instancias del fiscal Diego López Avila, acusados de presunto encubrimiento en la investigación del asesinato que tronchó la vida de Paulina cuando ella, madre, estudiante y trabajadora, tenía 23 años. O sea, la Justicia entiende que dos ex funcionarios de primerísimo orden del alperovichismo (el ex subjefe de la Policía, Nicolás Barrera, y el ex titular de la Unidad Regional Norte, Héctor Brito) habrían obrado para evitar el esclarecimiento del crimen.
Hay un interrogante impostergable. ¿A quiénes había que encubrir que, según el Ministerio Público Fiscal, habrían llegado a estar involucrados dos jerarcas de la fuerza pública? La pregunta es tan quemante que el propio gobernador ha salido ayer a ensayar respuestas: "De parte de este gobernador, no hubo encubrimiento, y si alguien metió la pata, que pague".
Pero no se trata de una "metida de pata". Lo que deja vislumbrar la investigación de López Avila (ha hecho mucho con los mismos elementos con que muchos hicieron nada) se asemeja a una descomunal operación de ocultamiento, que comenzó el 26 de febrero de 2006, cuando se llevaron a Paulina. Su cuerpo apareció, previamente aseado, el 11 de marzo siguiente, en Tapia, a un costado de la ruta 341. La Policía demoró cuatro horas en dar aviso al fiscal. Durante ese lapso, se perdieron las fotos de la escena original, que fue desbaratada. Y las fuerzas ¿de seguridad? mintieron que, luego de un rastrillaje de novela, sus hombres habían dado con el cuerpo de la hija de Alberto Lebbos. La verdad es que la hallaron dos baquianos. Lo que equivale (según Lebbos se ha cansado de denunciar) a que los agentes del orden adulteraron actas, falsificaron firmas, amenazaron a testigos y apretaron a quienes sí habían descubierto a la comprovinciana.
La conclusión
¿Cómo supo Lebbos de todo esto? Por las tareas de Gendarmería y de la Policía Federal. Gracias a ello, se inició una causa penal contra los policías de la comisaría de Raco por "Falsificación de instrumento público". Presunta, claro está. "Cuando se presenta a declarar, el comisario Enrique García confiesa los hechos. El fiscal Alejandro Noguera, luego, suspende la declaración. Ese fin de semana, estando preso en instalaciones de Gendarmería, García recibe la visita del (entonces) subjefe de Policía, Barrera. El lunes siguiente, García se niega a declarar. Los otros dos imputados, Manuel Yapura y Roberto Lencina, también", ha sostenido Lebbos. (Yo Te Avisé 02/02/2013)
Más tarde, el fiscal Noguera sería apartado de la investigación, por decisión del Poder Judicial. ¿Por qué? Porque LA GACETA lo encontró a las 22.15 del 19 de abril de 2006 saliendo de una reunión con Alperovich, en la residencia del mandatario. "Necesito ayuda para investigar", había explicado.
La causa recayó entonces en Carlos Albaca, quien negó a Lebbos el acceso del expediente. Este año, por imperio del Programa Nacional de Lucha contra la Impunidad, tuvo que acceder a que el abogado Bernardo Lobo Bugeau estudiara la causa. Pero no lo autorizó siquiera a hacer fotocopias, así que el ex secretario de Derechos Humanos de Tucumán estuvo durante semanas tomando notas a mano. Su conclusión: Albaca mostró "escasez de impulso en la investigación penal preparatoria".
La orfandad
Albaca se apartó del caso en junio, pero antes elaboró un informe sobre el Estado de la causa. Y mencionó que una de las ocho hipótesis involucraba en el asesinato de Paulina a "los hijos del poder". Trágicamente, ha sido el alperovichismo el responsable de alimentar esa sospecha. Porque con independencia del resultado de la investigación (porque todavía resta que se encuentre a los responsables), una cuestión emerge incontestable: el poder no es inocente de tamaño encubrimiento.
Y es ese encubrimiento, y no las denuncias de Lebbos, lo que ha logrado que para muchos tucumanos la hipótesis de "los hijos del poder" no suene descabellada. Por el contrario, "los hijos del poder" ya es una nueva (y mala) categoría popular (e impopular).
Ahí, justamente, la última significación de la renuncia de Bercovich a la esfera de las decisiones públicas. En términos estrictamente políticos, dimitir lo ha convertido en un huérfano de poder. Y la idea no le pareció tan mala.
Pero cuando se deja de excavar en los 112 días de su breve paso por el poder, se advierte que Bercovich también fue secretario general de la Gobernación para renunciar. Para dejar no sólo el cargo sino también al alperovichismo. Precisamente, esa dimisión a un cargo medular del Ejecutivo es lo que le confirió a su corta gestión una significación que lo exceden a él y a sus intenciones. Porque más allá de los elogios y agradecimientos manifestados a la hora de partir, lo que está lleno de simbolismos es el hecho de se haya ido. Y, fundamentalmente, el momento en que se fue.
El término
Bercovich, por esos caprichos del calendario, se retiró en plazo: se despidió este martes 26, a 30 días de la elección del 27 de octubre, cuando el oficialismo perdió una de las tres bancas de diputados que puso en juego.
Claro que en su adiós adujo razones personales, y no puede predicarse sobre ellas porque refieren a la esfera de su intimidad. Pero no menos cierto es que su ida simboliza el momento en que pertenecer al núcleo del oficialismo dejó de valer la pena. Se argumenten los motivos familiares que se argumenten. Y el poder que no seduce es, sencillamente, menos poder.
La ilegalidad
Bercovich pegó el portazo autorizado por la desautorización de la legalidad que el alperovichismo, además de encarnar, profundiza. Con independencia de que la erradicación de los vendedores ambulantes del microcentro capitalino era una pelea perdida antes de comenzar, no menos cierto es que el mandatario irrespetó a su novel colaborador. Antes de irse de vacaciones por octava vez en el año (esta vez, a la Riviera Maya), le encargó terminar con la venta callejera este mismo mes. Y desde Playa del Carmen llamaba por teléfono para instruir que fuera inflexible con los plazos.
Cuando volvió, Alperovich dio marcha atrás: como no había podido dejar mal parado al intendente Domingo Amaya, decidió descolocar al secretario general de la Gobernación. Y aunque se había llegado a planificar un desalojo policial, el jefe del Ejecutivo ordenó que los cuentapropistas continúen hasta el 7 de enero. Fecha en la que los ambulantes se van solos, porque se mudan a destinos turísticos. Vuelven en febrero, para vender la "canasta escolar".
La salida del ahora ex secretario, más allá de los abrazos, exhibe que para esta gestión, la ilegalidad pesa más que cualquier funcionario de la ley.
La estafa
Bercovich se retira legitimado por deslegitimación de los miembros del Gobierno a la más legítima fuente de poder de la democracia: el sufragio. Si lo planeó o no, es secundario: como fuere, no tuvo que quedarse a avalar la nueva estafa republicana del alperovichismo, consagrada esta vez por Juan Manzur.
El vicegobernador testimonial anunció que también era un candidato testimonial a diputado. En contra de la voluntad de 410.000 tucumanos que lo votaron, decidió seguir como ministro de Salud de la Nación para no perder su condición de presidente de la Legislatura en eterna licencia. Esa es la verdadera razón de su burla a la voluntad popular: si asume en la Cámara Baja, debe renunciar a su cargo de titular del Parlamento tucumano.
Como agravante, él argumenta que no hará lo que el pueblo tucumano le ordena (ser electo para un cargo público es recibir un mandato) porque la Presidenta le pide que siga en el Gabinete. Léase: según Manzur, o las convicciones de Cristina Fernández duran 90 días (estaba convencida de que podía prescindir de él cuando lo autorizó a ser precandidato en las PASO de agosto, y 90 días después cambió completamente de parecer); o ella avaló a sabiendas una candidatura mendaz.
Y fue en la víspera de que se timara una vez más a la república, que -queriéndolo, o no- un secretario general de la Gobernación no se quedó a ver la malversación del sistema representativo: los principales actores del alperovichismo son candidatos a resultar electos, pero nunca a ser representantes del pueblo.
La empresa
Bercovich se fue de manera reveladora. Se formó para desempeñarse en la función pública, pero cuando desensilló de la Secretaría General de la Gobernación no pidió un cargo de menor exposición, sino que se fue del Estado alperovichista. Firmó la renuncia para ir a ocuparse de los emprendimientos de su familia.
La realidad no está desprovista de ironía. El profesional agradeció personalmente la oportunidad brindada por el Gobierno, pero una lectura estructuralista de los signos de su eyección da la razón a los especialistas en Economía que sostienen que cualquier empresa privada se parece más a la cosa pública que el Gobierno tucumano. Y, coyunturalmente, es inevitable reparar en que el renunciante, de manera obviamente involuntaria, determina que es preferible abocarse al negocio de la venta de sanitarios y materiales de construcción antes que formar parte de esta administración...
La puntualidad
Bercovich, sobre todo, ha renunciado de manera tan imprevista como oportuna. Durante la mañana del martes en que dejó definitivamente la Casa de Gobierno, el máster en Políticas Públicas por la London School no daba el menor indicio de su apartamiento. "Hoy vamos a entregar una ambulancia para la Maternidad. Esta semana es corta, a ponerle pilas. ¡Buen martes!", publicó en su cuenta de Twitter. Ese entusiasmo todavía le dura: en su perfil de esa red social, el también máster en Administración de Gobierno por la Columbia University aún se presenta como secretario General de la Gobernación.
Pero por la tarde, el hijo de la vocal de la Corte Suprema de Tucumán, Claudia Sbdar, una de las cinco personas más informadas de lo que ocurre en Tribunales, dijo "gracias, perdón y hasta luego". Justo a tiempo para desalojar su despacho minutos antes de que la Justicia hiciera detonar la Causa Lebbos. Puntualidad anglosajona, que le dicen.
La pregunta
Dos ex jefes policiales están detenidos, a instancias del fiscal Diego López Avila, acusados de presunto encubrimiento en la investigación del asesinato que tronchó la vida de Paulina cuando ella, madre, estudiante y trabajadora, tenía 23 años. O sea, la Justicia entiende que dos ex funcionarios de primerísimo orden del alperovichismo (el ex subjefe de la Policía, Nicolás Barrera, y el ex titular de la Unidad Regional Norte, Héctor Brito) habrían obrado para evitar el esclarecimiento del crimen.
Hay un interrogante impostergable. ¿A quiénes había que encubrir que, según el Ministerio Público Fiscal, habrían llegado a estar involucrados dos jerarcas de la fuerza pública? La pregunta es tan quemante que el propio gobernador ha salido ayer a ensayar respuestas: "De parte de este gobernador, no hubo encubrimiento, y si alguien metió la pata, que pague".
Pero no se trata de una "metida de pata". Lo que deja vislumbrar la investigación de López Avila (ha hecho mucho con los mismos elementos con que muchos hicieron nada) se asemeja a una descomunal operación de ocultamiento, que comenzó el 26 de febrero de 2006, cuando se llevaron a Paulina. Su cuerpo apareció, previamente aseado, el 11 de marzo siguiente, en Tapia, a un costado de la ruta 341. La Policía demoró cuatro horas en dar aviso al fiscal. Durante ese lapso, se perdieron las fotos de la escena original, que fue desbaratada. Y las fuerzas ¿de seguridad? mintieron que, luego de un rastrillaje de novela, sus hombres habían dado con el cuerpo de la hija de Alberto Lebbos. La verdad es que la hallaron dos baquianos. Lo que equivale (según Lebbos se ha cansado de denunciar) a que los agentes del orden adulteraron actas, falsificaron firmas, amenazaron a testigos y apretaron a quienes sí habían descubierto a la comprovinciana.
La conclusión
¿Cómo supo Lebbos de todo esto? Por las tareas de Gendarmería y de la Policía Federal. Gracias a ello, se inició una causa penal contra los policías de la comisaría de Raco por "Falsificación de instrumento público". Presunta, claro está. "Cuando se presenta a declarar, el comisario Enrique García confiesa los hechos. El fiscal Alejandro Noguera, luego, suspende la declaración. Ese fin de semana, estando preso en instalaciones de Gendarmería, García recibe la visita del (entonces) subjefe de Policía, Barrera. El lunes siguiente, García se niega a declarar. Los otros dos imputados, Manuel Yapura y Roberto Lencina, también", ha sostenido Lebbos. (Yo Te Avisé 02/02/2013)
Más tarde, el fiscal Noguera sería apartado de la investigación, por decisión del Poder Judicial. ¿Por qué? Porque LA GACETA lo encontró a las 22.15 del 19 de abril de 2006 saliendo de una reunión con Alperovich, en la residencia del mandatario. "Necesito ayuda para investigar", había explicado.
La causa recayó entonces en Carlos Albaca, quien negó a Lebbos el acceso del expediente. Este año, por imperio del Programa Nacional de Lucha contra la Impunidad, tuvo que acceder a que el abogado Bernardo Lobo Bugeau estudiara la causa. Pero no lo autorizó siquiera a hacer fotocopias, así que el ex secretario de Derechos Humanos de Tucumán estuvo durante semanas tomando notas a mano. Su conclusión: Albaca mostró "escasez de impulso en la investigación penal preparatoria".
La orfandad
Albaca se apartó del caso en junio, pero antes elaboró un informe sobre el Estado de la causa. Y mencionó que una de las ocho hipótesis involucraba en el asesinato de Paulina a "los hijos del poder". Trágicamente, ha sido el alperovichismo el responsable de alimentar esa sospecha. Porque con independencia del resultado de la investigación (porque todavía resta que se encuentre a los responsables), una cuestión emerge incontestable: el poder no es inocente de tamaño encubrimiento.
Y es ese encubrimiento, y no las denuncias de Lebbos, lo que ha logrado que para muchos tucumanos la hipótesis de "los hijos del poder" no suene descabellada. Por el contrario, "los hijos del poder" ya es una nueva (y mala) categoría popular (e impopular).
Ahí, justamente, la última significación de la renuncia de Bercovich a la esfera de las decisiones públicas. En términos estrictamente políticos, dimitir lo ha convertido en un huérfano de poder. Y la idea no le pareció tan mala.
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