El 26 de febrero de 2006 Paulina Lebbos desapareció de la faz de la tierra. Había ido a bailar como cualquier adolescente de su edad. Y no volvió a su casa, donde la esperaba su pequeña hija. No tardó en instalarse la versión de que había muerto durante una fiesta en la que participaban "hijos del poder", tal como lo sostiene Alberto Lebbos, padre de la víctima. Bastó que se instalara ese rumor para que la causa quemara.
Durante los más de siete años que duró la investigación, pasaron tres fiscales por la causa. Poco se hizo bien. Para la causa que quemaba le encontraron la mejor solución: un freezer.
Hoy, el último fiscal del caso Diego López Ávila tomó una decisión sorprendente: ordenó la aprehensión del ex comisario general Nicolás Barrera, quien hasta no hace mucho era nada menos que el subjefe de Policía de la provincia. La medida es un golpe a la cabeza del poder. Se sospecha que fue parte del encubrimiento. Y se llegó hasta él a partir del entrecruzamiento de llamados teléfónicos. Los resultados de los peritajes estaban listos desde hacía años. Nunca se los analizó. Una verguenza.
Como el juego para elegir a los miembros de cada equipo de fútbol. López Ávila va haciendo "pan y queso" en medio de una causa destrozada por los malos manejos. Falta mucho. Está tirando de la punta de los piolines. Pero la madeja está muy enredada. De él depende que a la palabra impunidad, al menos, se le borre una letra en un Tucumán que la escribe con mayúscula.