Por Álvaro José Aurane
27 Octubre 2013
TODO EL TIIEMPO. En toda la provincia se entregaron bolsones a los votantes. FOTO LA GACETA / ANALIA JARAMILLO.
El Código Penal sanciona con multa y prisión a quien "solicite votos por paga, dádiva, promesa de dinero u otra recompensa durante las campañas o la jornada electoral". Pero no solamente hay punición contra la compra de sufragio: también está penado el mismísimo hecho de acarrear electores desde o hacia el lugar de votación. O sea, puede terminar preso quien "lleve a cabo el transporte de votantes, coartando o pretendiendo coartar su libertad para la emisión del voto". Lo mismo para aquel "que, mediante amenaza o promesa de paga o dádiva, comprometa su voto en favor de un partido político o candidato". Lamentablemente, se trata de México, no de la Argentina.
Tucumán -Argentina- es, en cambio, una orgía de conductas antidemocráticas. Un festín desenfrenado de entrega de dádivas: un inmoderado “tome y traiga” de ciudadanos, a la luz del día y frente a las autoridades, entre otros excesos.
LA GACETA.COM ha exhibido durante toda la jornada la entrega de víveres a quienes concurrían a votar. Camiones repletos de bolsas con mercadería han paseado impunemente con su carga antidemocrática por las calles de la capital. Y lo peor es que este diario ya había anticipado, desde hace 48 horas, el diluvio de bolsones que iba a inundar la provincia. Y asfixiar a la democracia.
Porque lo que hace este conducta infame no sólo es coartar el ejercicio libre del voto, respecto del ciudadano, sino que enferma al sistema de gobierno en dos de sus pilares sustanciales: la legitimidad y la representatividad. Porque en este país, en el continente y en Occidente mismo, la sensación cada vez más extendida de que no hay mejor forma de gobierno que la democracia, de que se quiere democracia y no otra cosa, se propaga al lado de la convicción cada vez más amplia de que "los políticos" no representan a sus representados. Y esa es una contradicción peligrosa: no hay democracia si no hay políticos. Así que si "los políticos" no le tienen aprecio a la democracia, al menos deberían demostrarle respeto, considerando el precio, oneroso y sangriento, que costó conseguirla. Porque el clientelismo no es sólo vergonzoso: es, sustancialmente, antidemocrático.
Pero aquí, atentar contra los más básicos principios democráticos no importa. Todo este intercambio oprobioso de mercadería a cambio de voluntades se transporta en un festival de autos alquilados para llevar y traer votantes, que exhiben sin tapujos quiénes son los políticos que los han rentado para “mover” a los empadronados: “Juan Carlos Mamaní”, “Cacho Cano”, “Caponio”, “Graciela Suárez”, “Ramiro – Pepe – Golo”... Más las motos identificadas como “móviles” de “Elsa Ardiles” o directamente del “FPV”, sólo por mencionar el caso de una escuela del circuito 15 de San Miguel de Tucumán.
Y aquí es donde la responsabilidad no deja de ser de todos los representantes, pero sí recae fundamentalmente en los oficialismos. Por acción, en el caso tucumano, ya que el Gobierno es el responsable directo de la dadiva desembozada que avergüenza hoy a este territorio. Y por omisión, por cuanto goza de la mayoría parlamentaria y, sin embargo, nada hace para que legislar federalmente de manera específica contra estos vicios aberrantes. Porque estas barbaridades no sólo se deben a la cobardía del que se aprovecha de la necesidad del prójimo para privarlo de su derecho humano de sufragar con libertad. Se sostienen porque las leyes argentinas lo permiten. No lo autoriza, es obvio. Pero es lo suficientemente laxa como para dejar que ocurra.
El Código Electoral Nacional resguarda el derecho a guardar el secreto del voto, con la exigencia de la habilitación del cuarto oscuro. Preserva la libre expresión de la voluntad del votante, prohibiendo a los miembros de las Fuerzas Armadas "coartar la libertad del sufragio". También proscribe las reuniones electorales, el depósito de armas y la entrega de boletas en determinado radio respecto de los lugares de votación. A lo que se suma la veda de espectáculos públicos, portación de armas y uso de distintivos políticos. Y, por supuesto, los dos conocidos artículos que penalizan las conductas dirigidas directamente a afectar la libertad del elector durante la votación. El artículo 139 tipifica el comportamiento de quien impidiera el ejercicio del derecho al sufragio, ya sea con violencia o intimidación, o privándolo de su libertad. También prescribe que "se penará con prisión de uno a tres años a quien (...) compeliere a un elector a votar de manera determinada". En igual sentido, el artículo 140 impone pena de prisión a quien "con engaños indujere a otro a sufragar en determinada forma o a abstenerse de hacerlo". Fin del combate legal contra el clientelismo.
Es decir, la falta de leyes específicas contra el clientelismo en la Argentina no es gratuita y es muy nociva. Porque hacer encuadrar esos delitos en las figuras penales generales de cohecho, malversación de caudales públicos o soborno es sumamente complejo. Y en el ámbito del derecho electoral, se termina obligando a la Justicia a reprochar también la conducta del que tiene dependencia alimentaria y recibe el bolsón. Y aunque la conducta es disvaliosa, no menos cierto es que para el menesteroso es menester sobrevivir. No puede ser delito que el indigente tenga hambre. O que el pobre quiera un ingreso. O que el desocupado demande un trabajo.
Y esta falta de normas concretas también hace responsables a los oficialismos de las prácticas disvaliosas de los sectores opositores. Porque el elogio de la culpa gobernante, y de sus voceros justificadores, es que las denuncias sobre el bolsonerismos son posturas clasistas, oligárquicas o discriminatorias de las clases pobres. Claro que es un descaro hablar de la dignidad de los sectores marginados mientras se lucra electoralmente con ellos con bolsones de $ 30. Pero no menos cierto es que aducen, con razón, que los adversarios del Gobierno, si bien no bolsonean, si reparten contratos de las estructuras estatales que manejan, o que hasta entregan recursos que reciben clandestinamente del oficialismo. Todo eso también podría ser penado por las normas. Y no es una anhelo: es una realidad en buena parte de América Latina.
En Brasil, se prohíbe a los agentes públicos "utilizar o permitir el uso promocional en favor de candidato, partido político o coalición, de la distribución gratuita de bienes o servicios de carácter social subvencionados por el Poder Público". Y prevé la multa y la cancelación del diploma para el candidato (no importa si es oficialista u opositor) que incurra en captación ilícita de sufragio, a partir de "donar, ofrecer, prometer o entregar al elector, con el fin de obtener su voto, bien o ventaja personal de cualquier naturaleza, inclusive empleo o función pública, desde el registro de la candidatura hasta el día de la elección". No se requiere la participación directa del candidato: se configuraba el ilícito cuando intermedien otros agentes: encargados de la campaña o miembros del partido.
En Uruguay, también sin diferenciar gobernantes o adversarios, "el ofrecimiento, promesa de lucro personal o dádiva de idéntica especie, destinados a conseguir el voto o la abstención del elector", es delito electoral según la Ley de Elecciones.
"Comprar o vender el voto" está tipificado con pena de reclusión en la Ley Electoral y de Organizaciones Políticas de Honduras.
En Ecuador, se pena con prisión y suspensión de los derechos políticos al que "haya recibido algo a cambio de su voto, o haya dado o prometido algo por el voto de otro".
La "compra de votos" también está prevista como delito bajo la denominación de "corrupción del sufragante" en el Código Penal de Colombia...
Pero aquí, en la “Comarca Bolsón”, hasta Latinoamérica parece primermundista. Sin importar el resultado después de las 18, en Tucumán, otra vez, el ejercicio de la ciudadanía volvió a perder.
Tucumán -Argentina- es, en cambio, una orgía de conductas antidemocráticas. Un festín desenfrenado de entrega de dádivas: un inmoderado “tome y traiga” de ciudadanos, a la luz del día y frente a las autoridades, entre otros excesos.
LA GACETA.COM ha exhibido durante toda la jornada la entrega de víveres a quienes concurrían a votar. Camiones repletos de bolsas con mercadería han paseado impunemente con su carga antidemocrática por las calles de la capital. Y lo peor es que este diario ya había anticipado, desde hace 48 horas, el diluvio de bolsones que iba a inundar la provincia. Y asfixiar a la democracia.
Porque lo que hace este conducta infame no sólo es coartar el ejercicio libre del voto, respecto del ciudadano, sino que enferma al sistema de gobierno en dos de sus pilares sustanciales: la legitimidad y la representatividad. Porque en este país, en el continente y en Occidente mismo, la sensación cada vez más extendida de que no hay mejor forma de gobierno que la democracia, de que se quiere democracia y no otra cosa, se propaga al lado de la convicción cada vez más amplia de que "los políticos" no representan a sus representados. Y esa es una contradicción peligrosa: no hay democracia si no hay políticos. Así que si "los políticos" no le tienen aprecio a la democracia, al menos deberían demostrarle respeto, considerando el precio, oneroso y sangriento, que costó conseguirla. Porque el clientelismo no es sólo vergonzoso: es, sustancialmente, antidemocrático.
Pero aquí, atentar contra los más básicos principios democráticos no importa. Todo este intercambio oprobioso de mercadería a cambio de voluntades se transporta en un festival de autos alquilados para llevar y traer votantes, que exhiben sin tapujos quiénes son los políticos que los han rentado para “mover” a los empadronados: “Juan Carlos Mamaní”, “Cacho Cano”, “Caponio”, “Graciela Suárez”, “Ramiro – Pepe – Golo”... Más las motos identificadas como “móviles” de “Elsa Ardiles” o directamente del “FPV”, sólo por mencionar el caso de una escuela del circuito 15 de San Miguel de Tucumán.
Y aquí es donde la responsabilidad no deja de ser de todos los representantes, pero sí recae fundamentalmente en los oficialismos. Por acción, en el caso tucumano, ya que el Gobierno es el responsable directo de la dadiva desembozada que avergüenza hoy a este territorio. Y por omisión, por cuanto goza de la mayoría parlamentaria y, sin embargo, nada hace para que legislar federalmente de manera específica contra estos vicios aberrantes. Porque estas barbaridades no sólo se deben a la cobardía del que se aprovecha de la necesidad del prójimo para privarlo de su derecho humano de sufragar con libertad. Se sostienen porque las leyes argentinas lo permiten. No lo autoriza, es obvio. Pero es lo suficientemente laxa como para dejar que ocurra.
El Código Electoral Nacional resguarda el derecho a guardar el secreto del voto, con la exigencia de la habilitación del cuarto oscuro. Preserva la libre expresión de la voluntad del votante, prohibiendo a los miembros de las Fuerzas Armadas "coartar la libertad del sufragio". También proscribe las reuniones electorales, el depósito de armas y la entrega de boletas en determinado radio respecto de los lugares de votación. A lo que se suma la veda de espectáculos públicos, portación de armas y uso de distintivos políticos. Y, por supuesto, los dos conocidos artículos que penalizan las conductas dirigidas directamente a afectar la libertad del elector durante la votación. El artículo 139 tipifica el comportamiento de quien impidiera el ejercicio del derecho al sufragio, ya sea con violencia o intimidación, o privándolo de su libertad. También prescribe que "se penará con prisión de uno a tres años a quien (...) compeliere a un elector a votar de manera determinada". En igual sentido, el artículo 140 impone pena de prisión a quien "con engaños indujere a otro a sufragar en determinada forma o a abstenerse de hacerlo". Fin del combate legal contra el clientelismo.
Es decir, la falta de leyes específicas contra el clientelismo en la Argentina no es gratuita y es muy nociva. Porque hacer encuadrar esos delitos en las figuras penales generales de cohecho, malversación de caudales públicos o soborno es sumamente complejo. Y en el ámbito del derecho electoral, se termina obligando a la Justicia a reprochar también la conducta del que tiene dependencia alimentaria y recibe el bolsón. Y aunque la conducta es disvaliosa, no menos cierto es que para el menesteroso es menester sobrevivir. No puede ser delito que el indigente tenga hambre. O que el pobre quiera un ingreso. O que el desocupado demande un trabajo.
Y esta falta de normas concretas también hace responsables a los oficialismos de las prácticas disvaliosas de los sectores opositores. Porque el elogio de la culpa gobernante, y de sus voceros justificadores, es que las denuncias sobre el bolsonerismos son posturas clasistas, oligárquicas o discriminatorias de las clases pobres. Claro que es un descaro hablar de la dignidad de los sectores marginados mientras se lucra electoralmente con ellos con bolsones de $ 30. Pero no menos cierto es que aducen, con razón, que los adversarios del Gobierno, si bien no bolsonean, si reparten contratos de las estructuras estatales que manejan, o que hasta entregan recursos que reciben clandestinamente del oficialismo. Todo eso también podría ser penado por las normas. Y no es una anhelo: es una realidad en buena parte de América Latina.
En Brasil, se prohíbe a los agentes públicos "utilizar o permitir el uso promocional en favor de candidato, partido político o coalición, de la distribución gratuita de bienes o servicios de carácter social subvencionados por el Poder Público". Y prevé la multa y la cancelación del diploma para el candidato (no importa si es oficialista u opositor) que incurra en captación ilícita de sufragio, a partir de "donar, ofrecer, prometer o entregar al elector, con el fin de obtener su voto, bien o ventaja personal de cualquier naturaleza, inclusive empleo o función pública, desde el registro de la candidatura hasta el día de la elección". No se requiere la participación directa del candidato: se configuraba el ilícito cuando intermedien otros agentes: encargados de la campaña o miembros del partido.
En Uruguay, también sin diferenciar gobernantes o adversarios, "el ofrecimiento, promesa de lucro personal o dádiva de idéntica especie, destinados a conseguir el voto o la abstención del elector", es delito electoral según la Ley de Elecciones.
"Comprar o vender el voto" está tipificado con pena de reclusión en la Ley Electoral y de Organizaciones Políticas de Honduras.
En Ecuador, se pena con prisión y suspensión de los derechos políticos al que "haya recibido algo a cambio de su voto, o haya dado o prometido algo por el voto de otro".
La "compra de votos" también está prevista como delito bajo la denominación de "corrupción del sufragante" en el Código Penal de Colombia...
Pero aquí, en la “Comarca Bolsón”, hasta Latinoamérica parece primermundista. Sin importar el resultado después de las 18, en Tucumán, otra vez, el ejercicio de la ciudadanía volvió a perder.
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