Por Federico Türpe
24 Agosto 2013
No fue el escandaloso caso de Paulina Lebbos, en el cual, por lo menos, está probado el encubrimiento. No fue el incremento de la inseguridad, estadística que el gobierno se resiste a exhibir, aunque cada tucumano ya conoce en carne propia. No fue el desmadre de la venta ilegal callejera y lo que esto conlleva: trabajo en negro, evasión, contrabando, corrupción, injusticia para los comerciantes que están en regla, caos urbano, mugre... No fueron los 5.000 taxis truchos y de otras jurisdicciones que circulan por la capital, ni tampoco el transporte ilegal liberado en el interior de la provincia. No fue la quema de caña descontrolada a toda hora y lugar, que contamina el aire, ensucia las ropas, las casas y las ciudades, provoca accidentes en las rutas, genera cortes de energía y afecta la salud de miles de tucumanos. No fue el hecho de que ningún funcionario fuera procesado por corrupción en 10 años. Decenas de denuncias y pocas causas en la Justicia: Ferrer, Yedlin, Manzur y Brito. Todas más estancadas que el tren interurbano. No fue el clientelismo, el reparto de bolsones, subsidios y planes sociales, prebendas humillantes y recargadas en época de elecciones. No fue la corrupción policial. No fue la falta de independencia judicial. No fue la obra pública sin licitación y adjudicada en forma directa a empresas fantasmas o a firmas vinculadas al gobierno. No fue el uso personal del avión sanitario por el entorno alperovichista. No fue la contaminación de los ríos ni el desmonte fenomenal que denuncian los ecologistas y que sólo investigan en Santiago del Estero. No fue ninguno de estos temas lo que alteró la calma de la familia Alperovich.
Fueron un par de fotos y videos que tomaron estado público, del clan familiar y su séquito, disfrutando de unas vacaciones en los Emiratos Árabes, primero, y luego en Israel y en Jordania.
Salvo los casos Marita Verón y Paulina Lebbos, ninguno de los problemas que agobian a los tucumanos, algunos de los cuales, lejos de solucionarse se han profundizado en la última década, han tenido tantas lecturas y comentarios de rechazo de la gente en los medios de comunicación de todo el país. ¿Qué es lo que pasó? ¿Por qué unas simples fotos de un viaje indignan más que la corrupción, la inseguridad o la impunidad? ¿No tiene acaso el gobernador y su familia derecho a disfrutar de unas merecidas vacaciones?, como se preguntó el propio Alperovich y los funcionarios que salieron a defenderlo. Y la respuesta es obvia: claro que sí. Es casi un derecho humano que tiene cada persona de acostarse panza arriba en el lugar que le plazca y durante el tiempo que quiera. Salvo porque…
La familia Alperovich no es una familia del montón, aunque ellos insistan en que tienen los mismos derechos que cualquier ciudadano, tal fue la defensa que esgrimió la senadora, cuando se cuestionó el ingreso de su hija Sarita al PAMI. No están en discusión los derechos que tienen los Alperovich, que obviamente son los mismos que los de nosotros, vosotros y ellos, sino sus obligaciones y responsabilidades, que son bastante mayores que las del resto. Sobre sus espaldas o bajo sus zapatos está en juego la vida de millones de argentinos; de Alperovich como gobernador y de su esposa como tercera autoridad del país. Ante semejante compromiso no se puede ni debe continuar con una vida normal, sino no se está a la altura de las circunstancias. El Estado no se conduce de 8 a 12 y de 16 a 20. La política, bien entendida y con mayúscula, es un sacerdocio, es poner la vida al servicio del otro. El 90% de los tucumanos jamás conocerá los lugares ni los hoteles donde se alojan los Alperovich. Se entiende la indignación de la gente, que entiende que frente a los graves problemas de la sociedad los Alperovich responden con ostentación. Dos mundos que no se tocan.
Fueron un par de fotos y videos que tomaron estado público, del clan familiar y su séquito, disfrutando de unas vacaciones en los Emiratos Árabes, primero, y luego en Israel y en Jordania.
Salvo los casos Marita Verón y Paulina Lebbos, ninguno de los problemas que agobian a los tucumanos, algunos de los cuales, lejos de solucionarse se han profundizado en la última década, han tenido tantas lecturas y comentarios de rechazo de la gente en los medios de comunicación de todo el país. ¿Qué es lo que pasó? ¿Por qué unas simples fotos de un viaje indignan más que la corrupción, la inseguridad o la impunidad? ¿No tiene acaso el gobernador y su familia derecho a disfrutar de unas merecidas vacaciones?, como se preguntó el propio Alperovich y los funcionarios que salieron a defenderlo. Y la respuesta es obvia: claro que sí. Es casi un derecho humano que tiene cada persona de acostarse panza arriba en el lugar que le plazca y durante el tiempo que quiera. Salvo porque…
La familia Alperovich no es una familia del montón, aunque ellos insistan en que tienen los mismos derechos que cualquier ciudadano, tal fue la defensa que esgrimió la senadora, cuando se cuestionó el ingreso de su hija Sarita al PAMI. No están en discusión los derechos que tienen los Alperovich, que obviamente son los mismos que los de nosotros, vosotros y ellos, sino sus obligaciones y responsabilidades, que son bastante mayores que las del resto. Sobre sus espaldas o bajo sus zapatos está en juego la vida de millones de argentinos; de Alperovich como gobernador y de su esposa como tercera autoridad del país. Ante semejante compromiso no se puede ni debe continuar con una vida normal, sino no se está a la altura de las circunstancias. El Estado no se conduce de 8 a 12 y de 16 a 20. La política, bien entendida y con mayúscula, es un sacerdocio, es poner la vida al servicio del otro. El 90% de los tucumanos jamás conocerá los lugares ni los hoteles donde se alojan los Alperovich. Se entiende la indignación de la gente, que entiende que frente a los graves problemas de la sociedad los Alperovich responden con ostentación. Dos mundos que no se tocan.