Por Gustavo Martinelli
16 Agosto 2013
AIRE PURO Y VERDE. Los vecinos ponderan la parsimonia y la serenidad que reinan en la Ciudad Jardín.
Un celestino despistado -los pochoclos perdidos en la vereda lo atrajeron sin remedio- sobrevuela la galería comercial. Estalla la mañana de un día cualquiera; amenaza aguanieve desde el color ceniciento del cielo. La hojarasca, sacudida por el viento, dibuja a su antojo círculos concéntricos y se desmorona sobre alguna cabeza, por ejemplo, la de un jubilado que lee LA GACETA mientras toma un café en un bar. Hay un runrún lejano de bocinas y un concierto cercano de follaje; el de los tarcos de la Aconquija, que mezclan sus pentagramas para distraernos de lo esencial: el paso sin urgencia de las mamás con sus niños, el deambular sin porqués de un vecino despreocupado, la lectura distendida de un joven en la mesa de un bar...
"Yerba Buena es la ciudad más tranquila del mundo. Pruebe de vivir aquí y verá", dice el abuelo que lee el diario cuando se le pregunta por qué eligió la Ciudad Jardín. Se llama Víctor Carrizo y tiene 73 años. Nació en Rosario (Santa Fe), pero se instaló en Tucumán a los 25 años. Acababa de recibirse de contador y había conseguido un empleo afortunado en esta provincia. Dos años después conoció a la que sería su esposa, se casó y se instaló en Yerba Buena. "Al principio ésta era una ciudad satélite. Casi no había servicios y dependíamos de la ciudad capital casi en un 100%. Pero había una paz primordial que aún sigue reinando. Hoy, la ciudad ha crecido mucho, pero aquí aún se respira de otra forma. ¿No lo nota usted?", pregunta. Y tiene razón. El aire tiene otro perfume. Tal vez sean los alcanfores esparcidos por la ciudad que liberan su aroma sanador. "Esta ciudad predispone a la felicidad. Será por eso que casi no voy a la capital. Todo lo que necesito lo tengo aquí", dice Angela Rodero que, abrigada con un sacón negro y una bufanda multicolor ("la hice yo misma") sacó a pasear a su pequeña hija Romina, bien abrigada en su cochecito cubierto. "Dedico la mañana para salir a hacer las compras y, como quien no quiere la cosa, aprovecho para pasear. Hoy está lindo: hay un solcito delicioso que anima a seguir hasta el mediodía", señala. Y agrega que se mudó a Yerba Buena porque quería criar a su hija en una casa con vistas y en una ciudad sin tanto barullo. "Aquí convive la parsimonia de un pueblito con los servicios de una ciudad pujante", enfatiza.
Será por eso que los vecinos tienen rutinas muy distintas a los que viven en la capital o en los barrios. "Hay mucha vida en familia. Aquí, en el descampado adyacente a la casa, se juntan por ejemplo los amantes del aeromodelismo para hacer pruebas con sus modelos a escala", cuenta la artista plástica María Florencia Ortíz Mayor, que dirige la Casa de la Cultura. Justo Reitich, un joven estudiante de letras asegura, además, que Yerba Buena es una ciudad "amable". Lo dice así, como al pasar, mientras lee el "Ulises" de James Joyce. "La paz que se respira aquí invita al encuentro; predispone el alma para el diálogo", afirma. Y luego sigue leyendo, como si no hubiera sido él el que habló sino Leopold Bloom, personaje de "Ulises". El vivía en Dublín, una ciudad que, como Yerba Buena, tiene sus dones.
"Yerba Buena es la ciudad más tranquila del mundo. Pruebe de vivir aquí y verá", dice el abuelo que lee el diario cuando se le pregunta por qué eligió la Ciudad Jardín. Se llama Víctor Carrizo y tiene 73 años. Nació en Rosario (Santa Fe), pero se instaló en Tucumán a los 25 años. Acababa de recibirse de contador y había conseguido un empleo afortunado en esta provincia. Dos años después conoció a la que sería su esposa, se casó y se instaló en Yerba Buena. "Al principio ésta era una ciudad satélite. Casi no había servicios y dependíamos de la ciudad capital casi en un 100%. Pero había una paz primordial que aún sigue reinando. Hoy, la ciudad ha crecido mucho, pero aquí aún se respira de otra forma. ¿No lo nota usted?", pregunta. Y tiene razón. El aire tiene otro perfume. Tal vez sean los alcanfores esparcidos por la ciudad que liberan su aroma sanador. "Esta ciudad predispone a la felicidad. Será por eso que casi no voy a la capital. Todo lo que necesito lo tengo aquí", dice Angela Rodero que, abrigada con un sacón negro y una bufanda multicolor ("la hice yo misma") sacó a pasear a su pequeña hija Romina, bien abrigada en su cochecito cubierto. "Dedico la mañana para salir a hacer las compras y, como quien no quiere la cosa, aprovecho para pasear. Hoy está lindo: hay un solcito delicioso que anima a seguir hasta el mediodía", señala. Y agrega que se mudó a Yerba Buena porque quería criar a su hija en una casa con vistas y en una ciudad sin tanto barullo. "Aquí convive la parsimonia de un pueblito con los servicios de una ciudad pujante", enfatiza.
Será por eso que los vecinos tienen rutinas muy distintas a los que viven en la capital o en los barrios. "Hay mucha vida en familia. Aquí, en el descampado adyacente a la casa, se juntan por ejemplo los amantes del aeromodelismo para hacer pruebas con sus modelos a escala", cuenta la artista plástica María Florencia Ortíz Mayor, que dirige la Casa de la Cultura. Justo Reitich, un joven estudiante de letras asegura, además, que Yerba Buena es una ciudad "amable". Lo dice así, como al pasar, mientras lee el "Ulises" de James Joyce. "La paz que se respira aquí invita al encuentro; predispone el alma para el diálogo", afirma. Y luego sigue leyendo, como si no hubiera sido él el que habló sino Leopold Bloom, personaje de "Ulises". El vivía en Dublín, una ciudad que, como Yerba Buena, tiene sus dones.