El otro, el mismo
Gradualmente se vio (como nosotros) / Aprisionado en esta red sonora / De Antes, Después, Ayer, Mientras, Ahora, / Derecha, Izquierda, Yo, Tú, Aquellos, Otros. (El Golem, de Jorge Luis Borges, del libro El otro, el mismo)

Cuando era niño, en una fiesta de carrozas y comparsas en Alberdi, me separé de mis hermanas y me perdí. Me encontraron unos chicos algo más grandes y más despiertos que yo y me llevaron hasta la casa de mis padres. Me reconocieron porque desayunábamos juntos los sábados, cuando mi madre nos servía mate cocido y pan casero, mientras ellos les daban brillo a todos los zapatos de la familia, que no eran muchos. Una docena de años después, a uno de esos lustrines lo mataron de un tiro, de noche, dentro de una tienda del pueblo. Entre esos extremos, viví deconstruyendo estereotipos ajenos (y dicutiendo contra las demonizaciones) respecto de "el otro". Lo cual es casi un ejercicio de ciudadanía en la Argentina. "La presión del Estado para que la nación se comportara como una unidad étnica resultó en que toda diferenciación o particularidad fuera percibida como negativa o, directamente, resulte invisibilizada", enseña Alejandro Grimson en Interculturalidad y comunicación. Con la "otredad" bajo la alfombra de la historia oficial, para un argentino no hay nada más "otro" que otro argentino. Capital o interior. Unitarios o federales. Civilización o barbarie. River o Boca. Peronistas o antiperonistas. San Martín o Atlético. Gringo bruto o cabecita negra... La pública Escuela Normal anuló, con vivencias, los prejuicios. Había compañeros que trabajaban en la cosecha del limón, que vacacionaban fuera del país, que clasificaban tabaco, que tenían chofer, que fueron la Universidad, que se recibieron de mamá en el secundario... 

La semana pasada, en Maipú y Mendoza, hablé "sobre el otro" con un colega del diario, frente a decenas de pares de botas y zapatos pasados de moda, tirados para que las recogieran los cartoneros. Podrían haberlos regalado, pero los dejaron en el piso, para que la basura de uno fuese el calzado del "otro". Al día siguiente, en Maipú y Junín, un tipo de mi edad, que llevaba sobre la cabeza una pila de cartones, me miró y se me vino encima para golpearme con su carga. Me tuve que agachar para evitarlo, mientras los barrenderos con los que nos saludamos cada noche (porque ni ellos ni yo somos estatuas de sal) le gritaban, de mala manera, que tuviera cuidado. "Le debe haber apuntado porque está de saco y corbata", me animó uno de ellos. A modo de explicar que no era nada personal. Y para clarificar que la violencia no está en que te tiren la bronca, sino en que alguien decida, de sólo verte, que uno es "el otro".

Que el otro, al final, era yo.

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