30 Julio 2013
ENSAYO. Bombo y platillos para un folclore con la potencia del rock. LA GACETA / FOTO DE DIEGO ARAOZ
La única batería del pueblo era la del templo evangélico. Así que a Laura Repezza (25 años) no le quedó otra que hacerse pasar por una fervorosa creyente frente al pastor para participar de las asambleas. Un compañero de la escuela la había llevado y para entrar debió cumplir con unos cursillos de adoctrinamiento. Si hacía eso tendría pase libre a la batería. Si no, solo le quedaba continuar golpeando el bombo legüero. El único instrumento de percusión a mano en San Pedro de Jujuy.
Ella no renegaba del bombo, lo tocaba desde los siete años, aunque su padre le decía: "Eso es para changos". Lo agarró el día que el bombista, también de siete años, se acobardó frente al auditorio que llenaba la plaza del pueblo. "Se largó a llorar y se fue. Yo solté la guitarra y agarré el bombo enloquecida", cuenta.
Cuando tenía 15 años sufrió un accidente muy grave que casi deriva en la amputación de una de sus piernas. Mientras se recuperaba en un hospital de Jujuy, la vio. Era jueves y una banda se preparaba para brindar un recital en la plaza. Su papá la había sacado a dar unas vueltas en la silla de ruedas. "Se prendieron los reflectores y ahí la vi. Cuando conocí la batería nunca más me la pude sacar de la cabeza", recuerda. Cuando volvió a San Pedro después de 28 operaciones en la pierna se acercó hasta el templo evangélico. Al final logró que la dejaran ir todos los días a practicar. Las primeras canciones que tocó fueron de alabanzas. "Estaban buenas porque tenían fuerza. Y los otros músicos me enseñaron bastante", cuenta mientras se acuerda de su picardía.
Terapia
La música la tenía rodeada. Su padre, Roberto, es guitarrista; su mamá, María Gracia, enseñaba piano. Marcos, su hermano también tocaba la guitarra y Soledad, su otra hermana, es bajista. "A todos nos habían mandado a estudiar instrumentos distintos porque nos peleábamos mucho".
Cuando terminó el secundario se vino a Tucumán a estudiar Psicopedagogía ("Fue lo primero que se me ocurrió decirle a mis papás", confiesa), pero en el fondo deseaba perfeccionar su técnica. Gracias a su hermana que ya trabajaba como sesionista, a Laura comenzaron a llamarla de varias bandas de rock. El primer año de la facultad le costó mucho porque no le gustaba. Pero se convirtió en una fanática al año siguiente cuando descubrió que podía incorporar la batería a los trastornos que estudiaba. Los sonidos graves para los hipoacúsicos y la coordinación que requiere la batería para los disléxicos.
En 2008 se tiró para el folclore por una cuestión de dinero. El rock no pagaba tan bien y a ella mantenerse se le hacía cuesta arriba. "Fue un desastre. No encontraba mi estilo porque es muy sutil y yo soy una camionera tocando", se ríe. Hasta que un día decidió dejar de imitar a los otros bateristas e imponer su propio estilo, "un folclore rockeado". La jugada le salió muy bien y en un mundo de "changos" comenzó a ganarse un lugar y un nombre.
"Cuando te ven que no sos grandota creen que tocás despacio, pero no tiene nada que ver", explica. La potencia está en las muñecas y no el diámetro de los bíceps. Y ella tiene potencia. Hoy trabaja como sesionista de varias bandas y múltiples estilos: rock, folclore, funk, jazz, latino y reggae. Además trabaja como psicopedagoga y su sueño es llegar a ser músicoterapeuta.
En el camino conoció a Luis Dorieux (baterista de Los Peces Gordos a quien le amputaron las dos piernas por causa de la diabetes) y él le enseñó sobre la vida y sobre la batería. "Cuando me quejaba, porque a veces me duele la pierna, él me decía que había que seguir tocando y agradecer que las tenía", reconoce. Su abuela es su fan número uno porque es súper rockera. "Cuando reza pide por Ceratti", aclara.
Lo más emocionante de su carrera hasta hoy fue haber tocado en un show de Peteco Carabajal, hace dos semanas.
Todos los días después de las cinco de la tarde practica en su departamento. "Sí, los vecinos no me quieren mucho", dice medio resignada. En otro edificio duró solo siete meses hasta que la corrieron. Se sienta en el banquito e improvisa una seguidilla de ritmos. A sus pies yacen un montón de palos quebrados. "Me duran cinco días", se ríe.
La batería se la compró cuando comenzó a trabajar. La dueña de Interludio le dejó que se la pagara en miles de cuotas. "Me vio desesperada. La tenía en la vidriera y yo iba todos los días a verla".
Apenas comienza a darle a la batería se le encienden los cachetes rosados y no mezquina potencia. Es una camionera.
Ella no renegaba del bombo, lo tocaba desde los siete años, aunque su padre le decía: "Eso es para changos". Lo agarró el día que el bombista, también de siete años, se acobardó frente al auditorio que llenaba la plaza del pueblo. "Se largó a llorar y se fue. Yo solté la guitarra y agarré el bombo enloquecida", cuenta.
Cuando tenía 15 años sufrió un accidente muy grave que casi deriva en la amputación de una de sus piernas. Mientras se recuperaba en un hospital de Jujuy, la vio. Era jueves y una banda se preparaba para brindar un recital en la plaza. Su papá la había sacado a dar unas vueltas en la silla de ruedas. "Se prendieron los reflectores y ahí la vi. Cuando conocí la batería nunca más me la pude sacar de la cabeza", recuerda. Cuando volvió a San Pedro después de 28 operaciones en la pierna se acercó hasta el templo evangélico. Al final logró que la dejaran ir todos los días a practicar. Las primeras canciones que tocó fueron de alabanzas. "Estaban buenas porque tenían fuerza. Y los otros músicos me enseñaron bastante", cuenta mientras se acuerda de su picardía.
Terapia
La música la tenía rodeada. Su padre, Roberto, es guitarrista; su mamá, María Gracia, enseñaba piano. Marcos, su hermano también tocaba la guitarra y Soledad, su otra hermana, es bajista. "A todos nos habían mandado a estudiar instrumentos distintos porque nos peleábamos mucho".
Cuando terminó el secundario se vino a Tucumán a estudiar Psicopedagogía ("Fue lo primero que se me ocurrió decirle a mis papás", confiesa), pero en el fondo deseaba perfeccionar su técnica. Gracias a su hermana que ya trabajaba como sesionista, a Laura comenzaron a llamarla de varias bandas de rock. El primer año de la facultad le costó mucho porque no le gustaba. Pero se convirtió en una fanática al año siguiente cuando descubrió que podía incorporar la batería a los trastornos que estudiaba. Los sonidos graves para los hipoacúsicos y la coordinación que requiere la batería para los disléxicos.
En 2008 se tiró para el folclore por una cuestión de dinero. El rock no pagaba tan bien y a ella mantenerse se le hacía cuesta arriba. "Fue un desastre. No encontraba mi estilo porque es muy sutil y yo soy una camionera tocando", se ríe. Hasta que un día decidió dejar de imitar a los otros bateristas e imponer su propio estilo, "un folclore rockeado". La jugada le salió muy bien y en un mundo de "changos" comenzó a ganarse un lugar y un nombre.
"Cuando te ven que no sos grandota creen que tocás despacio, pero no tiene nada que ver", explica. La potencia está en las muñecas y no el diámetro de los bíceps. Y ella tiene potencia. Hoy trabaja como sesionista de varias bandas y múltiples estilos: rock, folclore, funk, jazz, latino y reggae. Además trabaja como psicopedagoga y su sueño es llegar a ser músicoterapeuta.
En el camino conoció a Luis Dorieux (baterista de Los Peces Gordos a quien le amputaron las dos piernas por causa de la diabetes) y él le enseñó sobre la vida y sobre la batería. "Cuando me quejaba, porque a veces me duele la pierna, él me decía que había que seguir tocando y agradecer que las tenía", reconoce. Su abuela es su fan número uno porque es súper rockera. "Cuando reza pide por Ceratti", aclara.
Lo más emocionante de su carrera hasta hoy fue haber tocado en un show de Peteco Carabajal, hace dos semanas.
Todos los días después de las cinco de la tarde practica en su departamento. "Sí, los vecinos no me quieren mucho", dice medio resignada. En otro edificio duró solo siete meses hasta que la corrieron. Se sienta en el banquito e improvisa una seguidilla de ritmos. A sus pies yacen un montón de palos quebrados. "Me duran cinco días", se ríe.
La batería se la compró cuando comenzó a trabajar. La dueña de Interludio le dejó que se la pagara en miles de cuotas. "Me vio desesperada. La tenía en la vidriera y yo iba todos los días a verla".
Apenas comienza a darle a la batería se le encienden los cachetes rosados y no mezquina potencia. Es una camionera.
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