18 Junio 2013
DESAZON. Un hincha de Independiente llora por el descenso de su equipo. FOTO TOMADA DE CANCHALLENA.COM
BUENOS AIRES.- Sos de la B. Subrayalo, parate contra el espejo y recitalo, decilo mirándote a los ojos. Quizás no ahora, es temprano, pero mañana, después de empujarte el agua fría contra la cara para prender el día, mirate y decilo: descendimos, soy de la B. Que sea tu mantra porque es verdad, porque es un hecho, porque a partir de ahora estás vos en algún lugar de esa frase.
Mil compañeros y mil colegas de la desgracia van a querer hacerse el aguante negando todo y no, no es por ahí. El abrazo simbólico que todos queremos darnos, la palmada a uno mismo, arranca necesariamente por la aceptación de las propias fragilidades y la realidad que nos toca. No hay crecimiento posible, no hay vida hacia delante, si no sabés quién sos ni a dónde estás parado. Sos Independiente, estás en la B.
El antiejemplo: Amadeo Carrizo en la radio de Atilio Costa Febre, todo ultra River, entrevistado por el cumpleaños del club. Con ruido de calle de fondo, el tipo decía que había que soplar 111 velitas en vez de 112, porque uno de esos años no había pasado. Bueno, dijo, fue un error historiográfico en la grandeza de River. Y nooo, Amadeo, arquero de todos nosotros, no fue un error, fue real, como le dice Darín a Pauls en Nueve Reinas: es lo más real que te pasó en la vida, y si lo borrás del timeline no hay forma de interpretarlo.
Ya se sumó Brindisi a los clichés, y a ver si te atrapa, de que Independiente va a volver al lugar de donde nunca debió haberse ido y que la categoría que le corresponde y no sé qué otros casettes. Independiente debió haberse ido, Miguel, hizo todo lo que había que hacer para irse, como antes lo hizo River. Les corresponde la B como alguna vez les correspondió una Libertadores y alguna vez otra Libertadores y alguna vez otra. Si la suma fuera automática no sería meritoria.
Quiero decir: algo puede ser grande porque puede ser chico, y no porque no puede ser chico nunca. Alguien puede ser bueno porque adentro suyo está la posibilidad de ser malo. Cuando algo se hace bien es, básicamente, porque también se podría haber hecho mal. Qué mérito habría, si no, en los campeonatos, en los partidos buenos, si vinieran con el ADN. Esa idea del ADN, que River e Independiente adoptaron tantas veces, es una pelotudez.
Sobre esta idea, aunque ya sea tarde, también pensemos: pedirle a Morel Rodriguez, por ejemplo, que salga jugando y no tire pelotazos “porque esto es Independiente, loco”, no tiene sentido. El tipo es Morel Rodriguez, no es Independiente. No se le puede cargar historia colectiva del pasado a los individuos del presente salvándolos de su propia historia y de sus limitaciones. Si el tipo es malo, es malo acá o allá.
En el partido más relevante de la historia de River, que iba a definir su descenso, Arano jugó de 5. Arano. Jugó. De 5. Contra la historia de River, eso puede ser una contradicción. O puede ser la realidad que le tocó ese día. La realidad está ahí: podés pelearte contra eso o podés negociar. Y la negociación puede dejarte en un punto gris, mejor, entre esos dos extremos del mundo de las ideas. Entonces, salir al mercado de pases para traer a Arano no puede tener sentido nunca, pero tampoco tiene sentido pedirle a González Pires, porque viene de las inferiores, que juegue como jugaba Passarella. Cambiá los nombres, vas a encontrar casos parecidos en Independiente.
El antiejemplo II: en un año de estadía en el Nacional B, la hinchada de River no inventó una canción que mencionara la B. ¡Ni una! En el imaginario colectivo que nos construye el cancionero popular, durante ese año, seguimos siendo el tricampeón, el más grande de la Argentina, y sobretodo seguimos corriendo a los bosteros, entrando en caravana, fumando marihuana, tomando cocaína, pero jamás nos medimos la lágrima, jamás acompañamos al equipo a una excursión distinta, para viajar, entre todos, a un lugar nuevo.
Lo nuevo da miedo. Crecer es ir por el miedo, aceptarlo, darlo vuelta.
La excepción lírica del tiempo adverso fue un tema que gritaba que “no alcanzan las tribunas, no alcanzan las entradas, les demostramos lo que es River en la mala”. Como aproximación al dolor, el intento no estuvo mal, pero fue aislado y fue masturbatorio: siempre la consigna de demostrarle al otro que la tengo grande, nunca el amor propio que pueda valer por sí mismo y para sí.
Basta de hablarle a los demás, compañeros de la tribuna, hinchadas desunidas argentinas: no están escuchando, no les interesa, no nos creen. Cuántos años más vamos a aguantar nuestro cuento de que los corrimos cuando en la tabla de enfrente ellos cantan que nos corrieron. Tachemos los términos iguales en las dos partes de la ecuación. Volvamos a cero.
El fútbol no importa. Es una entidad sin cuerpo. Importan las relaciones que tejiste alrededor de ese circo: no Arsenio Erico, sino la voz perdida de tu abuelo hablándote de Erico, de que había una vez un goleador; no el estadio, sino la mano de tu papá guiándote por la avenida Alsina; no el gol de Agüero que arrodilló a Crosa, sino el abrazo con tu hermano por ese gol. La emboquillada de Bochini, el avioncito de Rambert, haber aplaudido a Pusineri, todo fue una excusa, porque todo el fútbol es una excusa para funcionar más humanamente, para sentir cosas, para liberar. Para dosificar la neurosis.
En el desvío, cuando importa, el fútbol es un estiramiento insoportable de la identidad adolescente, que se define en partes iguales por identificación con unos, el grupo de pertenencia, y por oposición con otros, el grupo que hay que agarrar a trompadas.
La primera vez que vi el descenso en la cara fue en un partido que River empató con Colón, un par de fechas antes de la Promoción. El Bichi Fuertes nos hizo un gol y nos pedía perdón en el festejo juntando las manos como las juntan las monjas pero no, Bichi, perdón es otra cosa, perdón se pide con goles en contra. Salimos de la cancha como siempre, por el puente Labruna hacia Ciudad Universitaria, apurando el trote para llegar al estacionamiento antes de la congestión, regulando cada tanto porque a papá se le hincha la rodilla operada. Subimos al auto y empecé a llorar. Con ruido, sin parar. Me limpié los mocos con la remera, pensé que frenaba, vino otra ola, me entregué. Lloré hasta casa. Eran mil imágenes adelante mío pasando como diapositivas, y en todas papá: imágenes de la Belgrano alta y de plateas visitantes, de alguna vez en la popular para que yo conociera otro mundo, de gases lacrimógenos y de piedrazos, de un gol de Ortega contra San Lorenzo. En todas, la mano de papá en mi mano para entrar a la cancha, mi miedo en la bajada del puente porque abajo estaba la barra, gente que alguna vez me robó y mirá si alguna vez me pega, ese sentimiento a los 9 años pero también a los 15, con más vergüenza pero sin represión, buscando igual la mano de papá para pasar ese charco. Siempre me sentí cuidado en esa mano. En todas las canchas, papá sabía por qué calle entrar y por qué calle no entrar, y sobre todo sabía cuándo irse si había que irse.
Entonces entendí, con la Panamericana en el parabrisas borrosa por el llanto pero con él al volante, que lloraba por River y por mí, que River ya no iba a ser lo mismo para nosotros, que descendía con el descenso nuestra relación hacia otro lado, que mi historia con papá se terminaba acá, para empezar de nuevo o para nunca, para nuuuunca más volveeer.
Cuando llegamos a casa, igual que siempre después de la cancha, él repitió el gesto automático de abrir la heladera, pero en el mismo movimiento la dejó cerrarse sola, con la inercia horizontal de las puertas de heladera. La confusión y la tristeza obturan el hambre. Yo le dije gracias. Le dije: Fui muy feliz yendo a la cancha con vos todos estos años. Nos abrazamos, y quise creer que en el abrazo nos entendíamos. Pensé que en ese gesto yo estaba aceptándolo para siempre, perdonándole los años de bronca que me provocaba en la adolescencia que llegara a casa y sólo me hablara de fútbol, perdonándome a mí mismo la indiferencia que quise imprimirle a River por esa bronca hasta que no pude, hasta que el riesgo del descenso me hizo quererlo de nuevo y más, aceptando sus limitaciones y las mías, aceptando lo poco que nos dimos y lo mucho que fue eso para los dos. Entendí, también, que ese abrazo era una forma de despedirnos, aunque ninguno se fuera a ningún lado, porque las despedidas entre un padre y un hijo no se agotan solamente con la muerte: antes y después de eso, el camino necesita cierres.
Entonces, colega descendiente, querete más y querete menos, como se quiere a los que te acompañan en este barco, y que los vaivenes emocionales no sean por el Rojo sino por ellos, que tienen puesta la camiseta del Rojo.
El dolor es un reminder implacable de dos verdades sin tiempo. Verdad 1: estás solo. Verdad 2: la soledad se comparte, y entonces ya no estás solo.
No exageres el aguante, no seas hincha de tu hinchada, no quieras ser, vos sólo, la síntesis argentina. Liberate del deber ser que hay en tu hincha interior. Reconocelo, reíte, cachetealo. Alguna vez, a la hora del partido, andate al Malba, morfate una muestra de minimalismo peruano, volvé a la calle sin saber el resultado, con extrañeza pero sin culpa porque nadie, nunca, te devuelve las horas que perdiste mirando a Independiente, como nadie me devuelve a mí los kilómetros de embole que me produjo River en los últimos diez años: es la década perdida. Las hinchadas son commodities. Sobretodo las de equipos grandes, por una simple cuestión estadística: si juntás más de diez mil argentinos al voleo, cualquiera sea la muestra, va a incluir diferentes estratos sociales, diferentes edades y diferentes peinados como para funcionar parecido a la muestra de al lado.
Ante estímulos iguales, reaccionan igual. Cuando pelean un campeonato, llenan la cancha y alientan. Cuando ganan cinco, se aburren, van menos, son amargos. Y cuando se les exagera la adversidad, años sin ganar nada o un descenso, ellos exageran el aguante, porque si el equipo no les da nada para enamorarse, les queda enamorarse de sí mismos para no morir.
Anotá, también, que los que viven de tu aguante son muchachos de cuarenta años con el jogging de Independiente entero, el pantalón y la camperita, el conjunto Topper azul con líneas rojas, y sobre la pelada que se viene, el gorro de lona playero que dice Rojo sos mi vida y tiene trenzas de lana cosidas por la vieja, una moda que el mundo evolucionó hace veinte años y que los barras no pueden soltar. Son gente que se junta el domingo en la esquina del barrio, cinco horas antes del partido, a empinar vino Toro, un vino que vos no le darías nunca a un invitado en tu casa, pero que ellos honran, con la consigna implícita de estirar mitos insalvables, ciegos de que el barrio ya no queda en la esquina sino en Twitter y de que el vino no se sirve en cartón sino en botella.
Ser hincha, compañero diablo, es una conducta humana entre todas las posibles: es aceptable y digna. Pero no hay que olvidar que en un principio esto era un juego de once tipos empujando una pelota para allá contra la fuerza de otros once que la traían para acá, y de repente es el juego de otros y vos sos un animal rabioso agarrado con fuerza de las mangas del sillón o de las barras de la platea, gritando, puteando, cantando y llorando, agrandando la expresión que no podés agrandar en la semana. Todo lo que hay en el medio, entre ese principio y ese final, es un proceso que podés descomponer ahora, en pleno descenso, no para tirarlo a la basura, sino para reinterpretarlo.
Hacé teatro: ahí también está bien visto que grites.
Así que River descendió del todo el 26 de junio de 2011, al día siguiente de mi cumpleaños 27, y ascendió el 23 de junio del año siguiente, dos días antes de mi cumpleaños 28. Viví el partido con Belgrano en la Belgrano alta, con papá a mi derecha, en silencio durante más de una hora después del partido y en el mismo lugar, esperando a que en la calle de abajo se mataran con la policía para poder volver a casa. Mamá nos llamó varias veces para ver si estábamos bien, pero no había señal. Estábamos bien, mamá. Fue la única que quiso saber en serio cómo estábamos, mientras el país tomó al Tano Pasman como representación oficial del sentimiento del hincha de River. Supusieron que nosotros lo vivimos igual, pero nosotros no dijimos, no pudimos decir, ni la puta que me parió ni paraguayo de mierda. No pudimos decir nada.
Con 27 años, entonces, yo me quería ir a vivir solo y no quería. Fue un año de indecisión y de miedo que terminó exactamente el día que River ascendió, unas horas antes. Me desperté temprano para ir a firmar el alquiler. Mi novia me acompañó a chequear el departamento y un rato más tarde vino papá en otro auto, para poner su firma de garante. River jugaba a la tarde y era la primera vez desde que funcionaba mi memoria que papá y yo no habíamos conseguido entradas para un partido de cancha llena, porque Passarella había inaugurado un sistema de venta electrónica que escupía sospechosamente cincuenta mil tickets en un minuto y medio dejando afuera a miles de socios comunes. Volví de la inmobiliaria a casa nervioso, suponiendo que la excitación de mi firma hacia una vida nueva podía ablandarme la rareza de ver el ascenso de River por televisión. En el camino mi novia me dijo: Compremos medialunas para festejar. Estacionamos el auto, entonces, y cuando caminábamos hacia la panadería vi que en la mesa de afuera, tomando un café al sol, estaba Passarella. Un par de horas antes de uno de los partidos más importantes de la historia de River, el presidente de River estaba ahí, enfrente mío, sentado y solo. Mi novia dice que lo miré fijo y que fui agresivo. Le di la mano, le dije Daniel. Le dije: Es la primera vez en mi vida que me quedo afuera de la cancha. Mi viejo y yo. Él dijo algo que no era nada como bueno, es complicado. Vos no tenés dos entradas para mí, le dije. Se tocó el sobretodo negro que tenía puesto, lo palpó como si buscara un arma, lo abrió y revisó el bolsillo. Sacó un sobre, adentro un fajo de entradas, por lo menos cincuenta. Cuántas querés, me dijo. Se me llenaron los ojos de lágrimas, como si viera de nuevo al Passarella que me enseñó papá, campeón del mundo, odiándolo y queriéndolo tanto en el mismo momento. Dame cuatro, le dije, aunque me alcanzaba con dos, quizás para sentir que tenía algo de poder sobre él. Dice mi novia que nunca solté la violencia, que ella miraba en tensión pensando que le pegaba, aunque yo nunca le pegué a nadie. Le dije gracias, Daniel, y me saqué una foto para que papá me creyera. Fuimos a la cancha y los astros de ese día quisieron que hasta Funes Mori jugara bien. River ascendió, yo lo vi. Cumplí años y me fui a vivir solo.
Contradicción: El fútbol es lo más real que te pasó en tu vida.
Tranquilo, hermano rojo. Todo va a estar más o menos bien. La frase no es mía, es un retuit de una canción de El mató a un policía motorizado, y es, o esperemos que sea, la verdad más grande que dio el rock nacional durante el kirchnerismo. Puede ser tu segundo mantra. Todo va a estar más o menos bien.
Más o menos bien es más o menos así: vas a debutar contra Aldosivi, ponele, en Avellaneda. Un sábado a la tarde, sigamos adivinando, a estadio lleno, con globos, con serpentinas, con bengalas, que no se puede pero se puede. Vas a decir ah, mirá, nos pusieron a Maglio, un árbitro de la A. Alguien al lado tuyo va a decir che, ojo que ellos no son tan malos. Después alguien va a decir la defensa de ellos, se nota la diferencia de categoría. Vas a ganar 3 a 1, jugando más o menos bien. Se va a armar un microcabaret tuitero porque en la web de Olé está el escudo de Independiente en la misma línea que los otros de la A. Los de Racing van a putear, van a armar un hashtag militante porque la estupidez humana tiene esas salidas, un periodista del diario va a salir a explicar que bueno, es Independiente, hay que entender. Lo va a explicar con seriedad, como se explican los índices de desempleo. El escudo va a quedar ahí y vos no decidiste nada o habías decidido que te daba lo mismo pero bueno, ahí está. Después Banfield en Banfield, después Huracán, algún día Ferro. Vas a decir ojo que todos estos son más de la A que de la B. Te va a sorprender el estado de las canchas, el pasto parejo, te vas a fijar en cosas que antes no mirabas, te va a gustar. Te va entusiasmar un pibe de las inferiores, te vas a indignar con un experimentado que trajeron de Colón, vas a empatar. Cada tanto vas a mirar la tabla de la A y vas a sentir una distancia rara, como si fuera de otro deporte. Vas a buscar a Racing y te va a dejar tranquilo que va séptimo, ponele, pero honestamente te digo: no te va a importar. Vas a perder. Vas a entender que esto sigue siendo fútbol, que se suma igual que en la A, de a gol por gol, que el torneo es un laburo de hormigas laburadoras y te vas a decir mil veces, con tus amigos del Rojo, que mirá que los rivales salen a jugarnos el partido de sus vidas.
En la fecha 8 te va a tocar Douglas Haig en Pergamino y te vas a mirar con tu hermano y van a decir ojo eh. No saben bien a dónde queda Pergamino, van a guglear la ruta, van a conseguir entradas porque un primo de un amigo del cuñado y se van a mandar.
Mi primera excursión visitante durante la B de River fue hacia el Estadio Único de La Plata, que alguna vez fue escenario de U2 y alguna vez de de Britney Spears, pero esta vez era de River, que jugaba contra Defensa y Justicia, un equipo que todavía no existe en Wikipedia. Por trescientos pesos puteé y compré dos entradas por Ticketek y mi novia me dijo bueno, vamos. Todo el tramo de la autopista Buenos Aires-La Plata fue de un tráfico escrito por Cortázar, pero aguantamos los avances torpes y el sol en la jeta con un disco de Peter Gabriel que yo no escuchaba hace rato y que ella aprobó. Me preguntó qué color de camiseta tenía Defensa y Justicia y yo le dije que adivinara. Las relaciones de amor son adivinanzas. En el kilómetro en que se mató Rodrigo nos dijimos que hace rato no pasábamos tanto tiempo así, solos, yendo a ningún lado y hablando de cualquier cosa. Nos dimos un beso, lo interrumpimos por el bocinazo del auto de atrás, nos dimos la mano mientras avanzábamos en segunda. Cuando nos sentamos en nuestra platea, chivados por la caminata desde el auto, fui hasta el puesto de Coca y le compré una light. Un vaso de cartón, a veinte pesos, sin gas. Dijo que estaba rica y me dijo gracias. Hace rato que no hacía algo desinteresado por ella. Cambiar el escenario cambia las relaciones. Hay que luchar siempre contra el impulso contrario que es quedarse en casa, acostados sobre el puf en cucharita mirando Lost, tentados por una adrenalina que amaga con transformarnos, sintiendo que está por pasar algo que después no pasa o que cuando pasa no garpa. La transformación está afuera. Hay que ponerse en juego y en riesgo, en lugares incómodos y desconocidos, para estar vivo. River empató 3 a 3, en un duelo de goles de exportación entre Trezeguet y Píriz Alves. La remera de Defensa es verde y amarilla, manejar por La Plata es fácil porque las calles son números.
Mirá al descenso en la cara, Rojo. Mirate a vos. Ahí están, los dos solos, teniéndose el uno al otro como se tiene una herida abierta o como se aguanta la muerte de alguien querido. La relación con ese dolor es tuya: es un regalo.
Cuando era chico siempre me dieron un poco de celos los compañeros a los que se les moría el papá o la mamá. Era un sentimiento horrible, que nunca compartí con nadie para que no me mandaran al psicólogo, pero proyectaba en mi mente cómo sería esa experiencia para mí, me dejaba llevar por la atracción de esa tristeza, imaginaba mi angustia, cómo reaccionaría en el entierro con cada saludo, cómo manejaría ese poder tan inusual que tiene un chico de doce años cuando la muerte prematura de su papá lo deja en el centro de tantas miradas, tanta gente observándolo hacer o no hacer, midiendo cómo administra la escena, cómo gestiona las lágrimas, cómo revuelve el dolor y cómo camina, finalmente, hacia la soledad del auto fúnebre que lo saca de ese entierro y lo pone en un entierro peor, que es el de las horas infinitas de dolor que el futuro le tiene guardadas. Quería vivir eso, por qué ellos sí y yo no, sentía que ellos se llevaban, en ese combo, una sabiduría que yo no iba a tener nunca. De otra forma, con otra experiencia, este descenso es un dolor que es tuyo y que otros no tienen y no van a vivir nunca.
Hay algo en la forma torpe e inconsistente que tuvieron los bosteros de burlarse de nuestro descenso que tiene que ver, para mí, con esos celos, con las ganas inconfesables de haber vivido nuestra experiencia. Ahora es tuya, Rojo, disfrutala.
Llorá. Gritá. Puteá. Reíte. Cantá canciones de cancha, con voz de cancha, sin tono, con la desvergüenza de saberte acompañado por cincuenta mil personas aunque estés solo, y si tenés en el baño, como tengo yo, dos espejos laterales y enfrentados, sacate la remera y revoleala, agitá el brazo hacia delante con el compás de los tobillos, agarrándote con el otro brazo de la puerta o de una toalla como si fuera un paravalanchas, y mirá hacia los costados, primero a un lado y después al otro, cómo se multiplica tu cuerpo y tu brazo alentando, en la tira infinita que dibuja el espejo, cómo se forma en dos pasos tu propia hinchada, los movimientos sincronizados de tantas remeras flotando en el aire de tu baño que ahora es el tablón. Sacate. Decí te quiero, pedile al de al lado que cante.
Sé vos y sé otra versión de vos, para los demás y para vos mismo. Sé lo que sos y lo que fuiste, sé lo que no fuiste nunca. Que este descenso sea, compañero independiente, tu oportunidad para ser alguien nuevo, alguien que no estaba en tus planes, y que las mutaciones de ese hombre nuevo nos vuelvan a juntar, alguna vez pero no ahora, el tiempo sobra, en un abrazo entre ascendidos.
Texto de José Santamarina publicado en “Bastión Digital”.
Mil compañeros y mil colegas de la desgracia van a querer hacerse el aguante negando todo y no, no es por ahí. El abrazo simbólico que todos queremos darnos, la palmada a uno mismo, arranca necesariamente por la aceptación de las propias fragilidades y la realidad que nos toca. No hay crecimiento posible, no hay vida hacia delante, si no sabés quién sos ni a dónde estás parado. Sos Independiente, estás en la B.
El antiejemplo: Amadeo Carrizo en la radio de Atilio Costa Febre, todo ultra River, entrevistado por el cumpleaños del club. Con ruido de calle de fondo, el tipo decía que había que soplar 111 velitas en vez de 112, porque uno de esos años no había pasado. Bueno, dijo, fue un error historiográfico en la grandeza de River. Y nooo, Amadeo, arquero de todos nosotros, no fue un error, fue real, como le dice Darín a Pauls en Nueve Reinas: es lo más real que te pasó en la vida, y si lo borrás del timeline no hay forma de interpretarlo.
Ya se sumó Brindisi a los clichés, y a ver si te atrapa, de que Independiente va a volver al lugar de donde nunca debió haberse ido y que la categoría que le corresponde y no sé qué otros casettes. Independiente debió haberse ido, Miguel, hizo todo lo que había que hacer para irse, como antes lo hizo River. Les corresponde la B como alguna vez les correspondió una Libertadores y alguna vez otra Libertadores y alguna vez otra. Si la suma fuera automática no sería meritoria.
Quiero decir: algo puede ser grande porque puede ser chico, y no porque no puede ser chico nunca. Alguien puede ser bueno porque adentro suyo está la posibilidad de ser malo. Cuando algo se hace bien es, básicamente, porque también se podría haber hecho mal. Qué mérito habría, si no, en los campeonatos, en los partidos buenos, si vinieran con el ADN. Esa idea del ADN, que River e Independiente adoptaron tantas veces, es una pelotudez.
Sobre esta idea, aunque ya sea tarde, también pensemos: pedirle a Morel Rodriguez, por ejemplo, que salga jugando y no tire pelotazos “porque esto es Independiente, loco”, no tiene sentido. El tipo es Morel Rodriguez, no es Independiente. No se le puede cargar historia colectiva del pasado a los individuos del presente salvándolos de su propia historia y de sus limitaciones. Si el tipo es malo, es malo acá o allá.
En el partido más relevante de la historia de River, que iba a definir su descenso, Arano jugó de 5. Arano. Jugó. De 5. Contra la historia de River, eso puede ser una contradicción. O puede ser la realidad que le tocó ese día. La realidad está ahí: podés pelearte contra eso o podés negociar. Y la negociación puede dejarte en un punto gris, mejor, entre esos dos extremos del mundo de las ideas. Entonces, salir al mercado de pases para traer a Arano no puede tener sentido nunca, pero tampoco tiene sentido pedirle a González Pires, porque viene de las inferiores, que juegue como jugaba Passarella. Cambiá los nombres, vas a encontrar casos parecidos en Independiente.
El antiejemplo II: en un año de estadía en el Nacional B, la hinchada de River no inventó una canción que mencionara la B. ¡Ni una! En el imaginario colectivo que nos construye el cancionero popular, durante ese año, seguimos siendo el tricampeón, el más grande de la Argentina, y sobretodo seguimos corriendo a los bosteros, entrando en caravana, fumando marihuana, tomando cocaína, pero jamás nos medimos la lágrima, jamás acompañamos al equipo a una excursión distinta, para viajar, entre todos, a un lugar nuevo.
Lo nuevo da miedo. Crecer es ir por el miedo, aceptarlo, darlo vuelta.
La excepción lírica del tiempo adverso fue un tema que gritaba que “no alcanzan las tribunas, no alcanzan las entradas, les demostramos lo que es River en la mala”. Como aproximación al dolor, el intento no estuvo mal, pero fue aislado y fue masturbatorio: siempre la consigna de demostrarle al otro que la tengo grande, nunca el amor propio que pueda valer por sí mismo y para sí.
Basta de hablarle a los demás, compañeros de la tribuna, hinchadas desunidas argentinas: no están escuchando, no les interesa, no nos creen. Cuántos años más vamos a aguantar nuestro cuento de que los corrimos cuando en la tabla de enfrente ellos cantan que nos corrieron. Tachemos los términos iguales en las dos partes de la ecuación. Volvamos a cero.
El fútbol no importa. Es una entidad sin cuerpo. Importan las relaciones que tejiste alrededor de ese circo: no Arsenio Erico, sino la voz perdida de tu abuelo hablándote de Erico, de que había una vez un goleador; no el estadio, sino la mano de tu papá guiándote por la avenida Alsina; no el gol de Agüero que arrodilló a Crosa, sino el abrazo con tu hermano por ese gol. La emboquillada de Bochini, el avioncito de Rambert, haber aplaudido a Pusineri, todo fue una excusa, porque todo el fútbol es una excusa para funcionar más humanamente, para sentir cosas, para liberar. Para dosificar la neurosis.
En el desvío, cuando importa, el fútbol es un estiramiento insoportable de la identidad adolescente, que se define en partes iguales por identificación con unos, el grupo de pertenencia, y por oposición con otros, el grupo que hay que agarrar a trompadas.
La primera vez que vi el descenso en la cara fue en un partido que River empató con Colón, un par de fechas antes de la Promoción. El Bichi Fuertes nos hizo un gol y nos pedía perdón en el festejo juntando las manos como las juntan las monjas pero no, Bichi, perdón es otra cosa, perdón se pide con goles en contra. Salimos de la cancha como siempre, por el puente Labruna hacia Ciudad Universitaria, apurando el trote para llegar al estacionamiento antes de la congestión, regulando cada tanto porque a papá se le hincha la rodilla operada. Subimos al auto y empecé a llorar. Con ruido, sin parar. Me limpié los mocos con la remera, pensé que frenaba, vino otra ola, me entregué. Lloré hasta casa. Eran mil imágenes adelante mío pasando como diapositivas, y en todas papá: imágenes de la Belgrano alta y de plateas visitantes, de alguna vez en la popular para que yo conociera otro mundo, de gases lacrimógenos y de piedrazos, de un gol de Ortega contra San Lorenzo. En todas, la mano de papá en mi mano para entrar a la cancha, mi miedo en la bajada del puente porque abajo estaba la barra, gente que alguna vez me robó y mirá si alguna vez me pega, ese sentimiento a los 9 años pero también a los 15, con más vergüenza pero sin represión, buscando igual la mano de papá para pasar ese charco. Siempre me sentí cuidado en esa mano. En todas las canchas, papá sabía por qué calle entrar y por qué calle no entrar, y sobre todo sabía cuándo irse si había que irse.
Entonces entendí, con la Panamericana en el parabrisas borrosa por el llanto pero con él al volante, que lloraba por River y por mí, que River ya no iba a ser lo mismo para nosotros, que descendía con el descenso nuestra relación hacia otro lado, que mi historia con papá se terminaba acá, para empezar de nuevo o para nunca, para nuuuunca más volveeer.
Cuando llegamos a casa, igual que siempre después de la cancha, él repitió el gesto automático de abrir la heladera, pero en el mismo movimiento la dejó cerrarse sola, con la inercia horizontal de las puertas de heladera. La confusión y la tristeza obturan el hambre. Yo le dije gracias. Le dije: Fui muy feliz yendo a la cancha con vos todos estos años. Nos abrazamos, y quise creer que en el abrazo nos entendíamos. Pensé que en ese gesto yo estaba aceptándolo para siempre, perdonándole los años de bronca que me provocaba en la adolescencia que llegara a casa y sólo me hablara de fútbol, perdonándome a mí mismo la indiferencia que quise imprimirle a River por esa bronca hasta que no pude, hasta que el riesgo del descenso me hizo quererlo de nuevo y más, aceptando sus limitaciones y las mías, aceptando lo poco que nos dimos y lo mucho que fue eso para los dos. Entendí, también, que ese abrazo era una forma de despedirnos, aunque ninguno se fuera a ningún lado, porque las despedidas entre un padre y un hijo no se agotan solamente con la muerte: antes y después de eso, el camino necesita cierres.
Entonces, colega descendiente, querete más y querete menos, como se quiere a los que te acompañan en este barco, y que los vaivenes emocionales no sean por el Rojo sino por ellos, que tienen puesta la camiseta del Rojo.
El dolor es un reminder implacable de dos verdades sin tiempo. Verdad 1: estás solo. Verdad 2: la soledad se comparte, y entonces ya no estás solo.
No exageres el aguante, no seas hincha de tu hinchada, no quieras ser, vos sólo, la síntesis argentina. Liberate del deber ser que hay en tu hincha interior. Reconocelo, reíte, cachetealo. Alguna vez, a la hora del partido, andate al Malba, morfate una muestra de minimalismo peruano, volvé a la calle sin saber el resultado, con extrañeza pero sin culpa porque nadie, nunca, te devuelve las horas que perdiste mirando a Independiente, como nadie me devuelve a mí los kilómetros de embole que me produjo River en los últimos diez años: es la década perdida. Las hinchadas son commodities. Sobretodo las de equipos grandes, por una simple cuestión estadística: si juntás más de diez mil argentinos al voleo, cualquiera sea la muestra, va a incluir diferentes estratos sociales, diferentes edades y diferentes peinados como para funcionar parecido a la muestra de al lado.
Ante estímulos iguales, reaccionan igual. Cuando pelean un campeonato, llenan la cancha y alientan. Cuando ganan cinco, se aburren, van menos, son amargos. Y cuando se les exagera la adversidad, años sin ganar nada o un descenso, ellos exageran el aguante, porque si el equipo no les da nada para enamorarse, les queda enamorarse de sí mismos para no morir.
Anotá, también, que los que viven de tu aguante son muchachos de cuarenta años con el jogging de Independiente entero, el pantalón y la camperita, el conjunto Topper azul con líneas rojas, y sobre la pelada que se viene, el gorro de lona playero que dice Rojo sos mi vida y tiene trenzas de lana cosidas por la vieja, una moda que el mundo evolucionó hace veinte años y que los barras no pueden soltar. Son gente que se junta el domingo en la esquina del barrio, cinco horas antes del partido, a empinar vino Toro, un vino que vos no le darías nunca a un invitado en tu casa, pero que ellos honran, con la consigna implícita de estirar mitos insalvables, ciegos de que el barrio ya no queda en la esquina sino en Twitter y de que el vino no se sirve en cartón sino en botella.
Ser hincha, compañero diablo, es una conducta humana entre todas las posibles: es aceptable y digna. Pero no hay que olvidar que en un principio esto era un juego de once tipos empujando una pelota para allá contra la fuerza de otros once que la traían para acá, y de repente es el juego de otros y vos sos un animal rabioso agarrado con fuerza de las mangas del sillón o de las barras de la platea, gritando, puteando, cantando y llorando, agrandando la expresión que no podés agrandar en la semana. Todo lo que hay en el medio, entre ese principio y ese final, es un proceso que podés descomponer ahora, en pleno descenso, no para tirarlo a la basura, sino para reinterpretarlo.
Hacé teatro: ahí también está bien visto que grites.
Así que River descendió del todo el 26 de junio de 2011, al día siguiente de mi cumpleaños 27, y ascendió el 23 de junio del año siguiente, dos días antes de mi cumpleaños 28. Viví el partido con Belgrano en la Belgrano alta, con papá a mi derecha, en silencio durante más de una hora después del partido y en el mismo lugar, esperando a que en la calle de abajo se mataran con la policía para poder volver a casa. Mamá nos llamó varias veces para ver si estábamos bien, pero no había señal. Estábamos bien, mamá. Fue la única que quiso saber en serio cómo estábamos, mientras el país tomó al Tano Pasman como representación oficial del sentimiento del hincha de River. Supusieron que nosotros lo vivimos igual, pero nosotros no dijimos, no pudimos decir, ni la puta que me parió ni paraguayo de mierda. No pudimos decir nada.
Con 27 años, entonces, yo me quería ir a vivir solo y no quería. Fue un año de indecisión y de miedo que terminó exactamente el día que River ascendió, unas horas antes. Me desperté temprano para ir a firmar el alquiler. Mi novia me acompañó a chequear el departamento y un rato más tarde vino papá en otro auto, para poner su firma de garante. River jugaba a la tarde y era la primera vez desde que funcionaba mi memoria que papá y yo no habíamos conseguido entradas para un partido de cancha llena, porque Passarella había inaugurado un sistema de venta electrónica que escupía sospechosamente cincuenta mil tickets en un minuto y medio dejando afuera a miles de socios comunes. Volví de la inmobiliaria a casa nervioso, suponiendo que la excitación de mi firma hacia una vida nueva podía ablandarme la rareza de ver el ascenso de River por televisión. En el camino mi novia me dijo: Compremos medialunas para festejar. Estacionamos el auto, entonces, y cuando caminábamos hacia la panadería vi que en la mesa de afuera, tomando un café al sol, estaba Passarella. Un par de horas antes de uno de los partidos más importantes de la historia de River, el presidente de River estaba ahí, enfrente mío, sentado y solo. Mi novia dice que lo miré fijo y que fui agresivo. Le di la mano, le dije Daniel. Le dije: Es la primera vez en mi vida que me quedo afuera de la cancha. Mi viejo y yo. Él dijo algo que no era nada como bueno, es complicado. Vos no tenés dos entradas para mí, le dije. Se tocó el sobretodo negro que tenía puesto, lo palpó como si buscara un arma, lo abrió y revisó el bolsillo. Sacó un sobre, adentro un fajo de entradas, por lo menos cincuenta. Cuántas querés, me dijo. Se me llenaron los ojos de lágrimas, como si viera de nuevo al Passarella que me enseñó papá, campeón del mundo, odiándolo y queriéndolo tanto en el mismo momento. Dame cuatro, le dije, aunque me alcanzaba con dos, quizás para sentir que tenía algo de poder sobre él. Dice mi novia que nunca solté la violencia, que ella miraba en tensión pensando que le pegaba, aunque yo nunca le pegué a nadie. Le dije gracias, Daniel, y me saqué una foto para que papá me creyera. Fuimos a la cancha y los astros de ese día quisieron que hasta Funes Mori jugara bien. River ascendió, yo lo vi. Cumplí años y me fui a vivir solo.
Contradicción: El fútbol es lo más real que te pasó en tu vida.
Tranquilo, hermano rojo. Todo va a estar más o menos bien. La frase no es mía, es un retuit de una canción de El mató a un policía motorizado, y es, o esperemos que sea, la verdad más grande que dio el rock nacional durante el kirchnerismo. Puede ser tu segundo mantra. Todo va a estar más o menos bien.
Más o menos bien es más o menos así: vas a debutar contra Aldosivi, ponele, en Avellaneda. Un sábado a la tarde, sigamos adivinando, a estadio lleno, con globos, con serpentinas, con bengalas, que no se puede pero se puede. Vas a decir ah, mirá, nos pusieron a Maglio, un árbitro de la A. Alguien al lado tuyo va a decir che, ojo que ellos no son tan malos. Después alguien va a decir la defensa de ellos, se nota la diferencia de categoría. Vas a ganar 3 a 1, jugando más o menos bien. Se va a armar un microcabaret tuitero porque en la web de Olé está el escudo de Independiente en la misma línea que los otros de la A. Los de Racing van a putear, van a armar un hashtag militante porque la estupidez humana tiene esas salidas, un periodista del diario va a salir a explicar que bueno, es Independiente, hay que entender. Lo va a explicar con seriedad, como se explican los índices de desempleo. El escudo va a quedar ahí y vos no decidiste nada o habías decidido que te daba lo mismo pero bueno, ahí está. Después Banfield en Banfield, después Huracán, algún día Ferro. Vas a decir ojo que todos estos son más de la A que de la B. Te va a sorprender el estado de las canchas, el pasto parejo, te vas a fijar en cosas que antes no mirabas, te va a gustar. Te va entusiasmar un pibe de las inferiores, te vas a indignar con un experimentado que trajeron de Colón, vas a empatar. Cada tanto vas a mirar la tabla de la A y vas a sentir una distancia rara, como si fuera de otro deporte. Vas a buscar a Racing y te va a dejar tranquilo que va séptimo, ponele, pero honestamente te digo: no te va a importar. Vas a perder. Vas a entender que esto sigue siendo fútbol, que se suma igual que en la A, de a gol por gol, que el torneo es un laburo de hormigas laburadoras y te vas a decir mil veces, con tus amigos del Rojo, que mirá que los rivales salen a jugarnos el partido de sus vidas.
En la fecha 8 te va a tocar Douglas Haig en Pergamino y te vas a mirar con tu hermano y van a decir ojo eh. No saben bien a dónde queda Pergamino, van a guglear la ruta, van a conseguir entradas porque un primo de un amigo del cuñado y se van a mandar.
Mi primera excursión visitante durante la B de River fue hacia el Estadio Único de La Plata, que alguna vez fue escenario de U2 y alguna vez de de Britney Spears, pero esta vez era de River, que jugaba contra Defensa y Justicia, un equipo que todavía no existe en Wikipedia. Por trescientos pesos puteé y compré dos entradas por Ticketek y mi novia me dijo bueno, vamos. Todo el tramo de la autopista Buenos Aires-La Plata fue de un tráfico escrito por Cortázar, pero aguantamos los avances torpes y el sol en la jeta con un disco de Peter Gabriel que yo no escuchaba hace rato y que ella aprobó. Me preguntó qué color de camiseta tenía Defensa y Justicia y yo le dije que adivinara. Las relaciones de amor son adivinanzas. En el kilómetro en que se mató Rodrigo nos dijimos que hace rato no pasábamos tanto tiempo así, solos, yendo a ningún lado y hablando de cualquier cosa. Nos dimos un beso, lo interrumpimos por el bocinazo del auto de atrás, nos dimos la mano mientras avanzábamos en segunda. Cuando nos sentamos en nuestra platea, chivados por la caminata desde el auto, fui hasta el puesto de Coca y le compré una light. Un vaso de cartón, a veinte pesos, sin gas. Dijo que estaba rica y me dijo gracias. Hace rato que no hacía algo desinteresado por ella. Cambiar el escenario cambia las relaciones. Hay que luchar siempre contra el impulso contrario que es quedarse en casa, acostados sobre el puf en cucharita mirando Lost, tentados por una adrenalina que amaga con transformarnos, sintiendo que está por pasar algo que después no pasa o que cuando pasa no garpa. La transformación está afuera. Hay que ponerse en juego y en riesgo, en lugares incómodos y desconocidos, para estar vivo. River empató 3 a 3, en un duelo de goles de exportación entre Trezeguet y Píriz Alves. La remera de Defensa es verde y amarilla, manejar por La Plata es fácil porque las calles son números.
Mirá al descenso en la cara, Rojo. Mirate a vos. Ahí están, los dos solos, teniéndose el uno al otro como se tiene una herida abierta o como se aguanta la muerte de alguien querido. La relación con ese dolor es tuya: es un regalo.
Cuando era chico siempre me dieron un poco de celos los compañeros a los que se les moría el papá o la mamá. Era un sentimiento horrible, que nunca compartí con nadie para que no me mandaran al psicólogo, pero proyectaba en mi mente cómo sería esa experiencia para mí, me dejaba llevar por la atracción de esa tristeza, imaginaba mi angustia, cómo reaccionaría en el entierro con cada saludo, cómo manejaría ese poder tan inusual que tiene un chico de doce años cuando la muerte prematura de su papá lo deja en el centro de tantas miradas, tanta gente observándolo hacer o no hacer, midiendo cómo administra la escena, cómo gestiona las lágrimas, cómo revuelve el dolor y cómo camina, finalmente, hacia la soledad del auto fúnebre que lo saca de ese entierro y lo pone en un entierro peor, que es el de las horas infinitas de dolor que el futuro le tiene guardadas. Quería vivir eso, por qué ellos sí y yo no, sentía que ellos se llevaban, en ese combo, una sabiduría que yo no iba a tener nunca. De otra forma, con otra experiencia, este descenso es un dolor que es tuyo y que otros no tienen y no van a vivir nunca.
Hay algo en la forma torpe e inconsistente que tuvieron los bosteros de burlarse de nuestro descenso que tiene que ver, para mí, con esos celos, con las ganas inconfesables de haber vivido nuestra experiencia. Ahora es tuya, Rojo, disfrutala.
Llorá. Gritá. Puteá. Reíte. Cantá canciones de cancha, con voz de cancha, sin tono, con la desvergüenza de saberte acompañado por cincuenta mil personas aunque estés solo, y si tenés en el baño, como tengo yo, dos espejos laterales y enfrentados, sacate la remera y revoleala, agitá el brazo hacia delante con el compás de los tobillos, agarrándote con el otro brazo de la puerta o de una toalla como si fuera un paravalanchas, y mirá hacia los costados, primero a un lado y después al otro, cómo se multiplica tu cuerpo y tu brazo alentando, en la tira infinita que dibuja el espejo, cómo se forma en dos pasos tu propia hinchada, los movimientos sincronizados de tantas remeras flotando en el aire de tu baño que ahora es el tablón. Sacate. Decí te quiero, pedile al de al lado que cante.
Sé vos y sé otra versión de vos, para los demás y para vos mismo. Sé lo que sos y lo que fuiste, sé lo que no fuiste nunca. Que este descenso sea, compañero independiente, tu oportunidad para ser alguien nuevo, alguien que no estaba en tus planes, y que las mutaciones de ese hombre nuevo nos vuelvan a juntar, alguna vez pero no ahora, el tiempo sobra, en un abrazo entre ascendidos.
Texto de José Santamarina publicado en “Bastión Digital”.
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