19 Mayo 2013
El Espíritu Santo nos da la firmeza y la fortaleza para confesar que Jesucristo es el Señor.
En Pentecostés, entendemos las palabras de Cristo: "conviene que yo me vaya"; sin la encarnación del Hijo de Dios, sin su muerte en la cruz y sin su resurrección, no hubiésemos recibido el Espíritu Santo, porque no habría sido enviado a la tierra sin el misterio Pascual de Jesús.
Luego de cumplido su misterio pascual, Jesús asciende y retorna al Padre, pero sin embargo, no nos deja solos: "Yo rogaré al Padre y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros eternamente" (Jn, 14, 16).
Esta promesa del Señor tiene su cumplimiento el día de Pentecostés. Los discípulos, que ya eran testigos de la gloria del resucitado, experimentaron en sí la fuerza del Espíritu Santo: sus inteligencias y sus corazones se abrieron a una nueva luz.
La gran obra del Espíritu Santo es convertirnos de criaturas en hijos adoptivos de Dios. La tarea del Espíritu Santo enviado por Cristo será la de concedernos la conversión del corazón, conversión mediante la cual el Espíritu Santo puede habitar en nosotros, porque la conversión implica rechazo del pecado y amor a la gracia santificante.
Toda conversión en el interior de nuestro ser, todas las rectificaciones, los arrepentimientos, las alegrías y gozos... todo es fruto del Espíritu Santo.
Nuestra santificación y la santificación de los hombres es obra del Espíritu Santo. Sin Él no podemos hacer ningún acto de Amor. Él nos transforma consolándonos y nos consuela abriendo nuestras almas a la eternidad. No permitiendo que se pierdan en las angustias y en las estrecheces de los caminos terrenos y de los horizontes humanos. Él nos consuela, pacifica el interior de nuestro ser, nos da la paz y la serenidad, para que nosotros podamos pacificar y serenar los corazones cansados, abatidos y viejos por el pecado. Él nos hace pacientes para comprender, pacíficos para dar la serenidad y vencer la violencia; modestos y puros para redescubrir la verdadera felicidad del amor, no en el puro placer físico sino en el servicio y don a los demás. La conversión, obra del Espíritu Santo, nos transforma en hombres de oración, en hombres que hablan con Dios de amigo a amigo, de corazón a corazón y nos lleva a descubrir que somos Hijos de Dios congregados en la Iglesia.
Reflexionemos
Debemos ser conscientes, cada día más, de que al Espíritu Santo se lo recibe en la Iglesia y en los sacramentos, recordando que reunidos en oración junto a María, la Madre de Dios, llegó el fuego de Pentecostés. Si queremos renovar la Iglesia, tenemos que dejarnos renovar por el Espíritu Santo, porque es Él, el Amor de Dios, el que santifica al Cuerpo Místico de Cristo.
En Pentecostés, entendemos las palabras de Cristo: "conviene que yo me vaya"; sin la encarnación del Hijo de Dios, sin su muerte en la cruz y sin su resurrección, no hubiésemos recibido el Espíritu Santo, porque no habría sido enviado a la tierra sin el misterio Pascual de Jesús.
Luego de cumplido su misterio pascual, Jesús asciende y retorna al Padre, pero sin embargo, no nos deja solos: "Yo rogaré al Padre y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros eternamente" (Jn, 14, 16).
Esta promesa del Señor tiene su cumplimiento el día de Pentecostés. Los discípulos, que ya eran testigos de la gloria del resucitado, experimentaron en sí la fuerza del Espíritu Santo: sus inteligencias y sus corazones se abrieron a una nueva luz.
La gran obra del Espíritu Santo es convertirnos de criaturas en hijos adoptivos de Dios. La tarea del Espíritu Santo enviado por Cristo será la de concedernos la conversión del corazón, conversión mediante la cual el Espíritu Santo puede habitar en nosotros, porque la conversión implica rechazo del pecado y amor a la gracia santificante.
Toda conversión en el interior de nuestro ser, todas las rectificaciones, los arrepentimientos, las alegrías y gozos... todo es fruto del Espíritu Santo.
Nuestra santificación y la santificación de los hombres es obra del Espíritu Santo. Sin Él no podemos hacer ningún acto de Amor. Él nos transforma consolándonos y nos consuela abriendo nuestras almas a la eternidad. No permitiendo que se pierdan en las angustias y en las estrecheces de los caminos terrenos y de los horizontes humanos. Él nos consuela, pacifica el interior de nuestro ser, nos da la paz y la serenidad, para que nosotros podamos pacificar y serenar los corazones cansados, abatidos y viejos por el pecado. Él nos hace pacientes para comprender, pacíficos para dar la serenidad y vencer la violencia; modestos y puros para redescubrir la verdadera felicidad del amor, no en el puro placer físico sino en el servicio y don a los demás. La conversión, obra del Espíritu Santo, nos transforma en hombres de oración, en hombres que hablan con Dios de amigo a amigo, de corazón a corazón y nos lleva a descubrir que somos Hijos de Dios congregados en la Iglesia.
Reflexionemos
Debemos ser conscientes, cada día más, de que al Espíritu Santo se lo recibe en la Iglesia y en los sacramentos, recordando que reunidos en oración junto a María, la Madre de Dios, llegó el fuego de Pentecostés. Si queremos renovar la Iglesia, tenemos que dejarnos renovar por el Espíritu Santo, porque es Él, el Amor de Dios, el que santifica al Cuerpo Místico de Cristo.
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